José Fernando Redondo Menéndez
No seré yo quien abogue por el establecimiento de prohibiciones. Y menos de prohibir el uso de determinadas palabras. Las palabras sólo remiten a conceptos y los conceptos, las ideas, ¡incluso las mejores! permanecen en el limbo de los justos mientras no haya quien, de una u otra forma, las traiga al mundo y las traduzca en hechos.
Por eso, si alguien quiere llamar “azul” al color naranja, ¿quién soy yo para discutírselo?
Ahora bien… cuando alguien acumula el poder mediático y coercitivo suficiente como para hacer que la inmensa mayoría de la gente, a fuerza de llamar “azul” al naranja, acabe creyendo que ambos colores –opuestos en la escala cromática- son iguales o pueden utilizarse indistintamente… para mí eso sí que representa un problema.
Hacia finales del siglo XIX el movimiento obrero estaba en auge. Y aunaba a sindicalistas, socialistas, republicanos, comunistas, marxistas de índole diversa y hasta revolucionarios individualistas sin ninguna filiación concreta. Y también, cómo no, a anarquistas.

Estos últimos eran quizás los más recalcitrantes. No solo se oponían al Capitalismo -a la explotación laboral de los trabajadores- sino también, y muy especialmente, se oponían al Estado: el instrumento que las clases privilegiadas utilizaban para conformar social e ideológicamente al pueblo llano a fin de asegurar la perpetuación de sus privilegios y, de paso, que el pueblo llano siguiera siendo lo más “llano” posible.
Por desgracia el movimiento obrero no tardó en naufragar. En 1864, la Primera Internacional Obrera, que en principio tenía como objetivo organizar y coordinar a todo el proletariado europeo y mundial, acabó como el rosario de la aurora. Las radicales diferencias entre los principios, tácticas y finalidades que sus distintos miembros componentes defendían fueron la causa determinante.
Los capitalistas por su parte, sintiéndose amenazados en sus personas y sus bienes, se aprestaron a arbitrar todos los medios a su alcance para mantener el status quo reinante.
En primer lugar, inspiraron e hicieron promulgar infinidad de leyes represivas. Luego de lo cual no dudaron en lanzar las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado contra las hordas de obreros fabriles que se empeñaban en alterar la paz y el orden. A fin de cuentas, la “legalidad” les respaldaba. El asalto a la Comuna de París (1871) constituye sin duda un ejemplo clásico de este tipo de comportamiento.
En 1857 toda la prensa anarquista fue prohibida en Francia por orden gubernamental. En esa tesitura, el militante y escritor anarquista Joseph Déjacque tiene la ocurrencia de acuñar el término “libertario” para referirse a sí mismo y de esta suerte, haciendo burla de la autoridad, poder seguir publicando sus incendiarios artículos. El subterfugio cae en gracia y al cabo de poco tiempo, la prensa estatista y burguesa, haciéndose también eco del término, acaba difundiéndolo ampliamente por toda Europa como sinónimo de anarquista.
Sin embargo, en Gran Bretaña, “libertario” no tardó en adquirir un sesgo particular. Allí libertarios se llamaban a quienes abogaban por el libre albedrío frente a los que creían que las acciones humanas estaban determinadas por el destino o la voluntad divina. Y con ese sentido cuasi filosófico, la palabra pasó a Estados Unidos…
A principios del siglo XX los Estados Unidos constituían ya la primera potencia económica e industrial del mundo. Y contrariamente a lo que Marx predicaba, el crecimiento del Capitalismo no le estaba abocando a su rápida autodestrucción. Muy al contrario: cada vez era más y más evidente que el aumento de la riqueza que los capitalistas acumulaban, en parte ¡también beneficiaba a sus productores! O por decirlo metafóricamente: al aumentar descomunalmente el pastel del crecimiento económico, las migajas del mismo podían alimentar incluso a aquellos no estaban sentados a la mesa…
Henry Ford, por ejemplo, inventa e impone en sus fábricas un nuevo proceso productivo: la producción en cadena. La alienación de sus trabajadores alcanza cotas inhumanas, pero a cambio, estos reciben un salario tal que les permite adquirir el famoso Modelo T que producen a diario. Incluso se les concede el descanso suficiente como para que puedan disfrutar su conducción…
En definitiva: a medida que aumentaba el nivel de vida del obrero americano medio, más decrecía en éste su predisposición a jugársela por uno u otro género de “utopía” …
Los últimos restos de combatividad del movimiento obrero estadounidense son liquidados por las élites políticas y económicas del país mediante el simple procedimiento de hacer que sea el estado, directamente, quien medie en los conflictos laborales. Los dirigentes sindicales se convierten en una especie de funcionarios encargados de recepcionar las demandas obreras y, al mismo tiempo, de “modelar” éstas a los límites de lo admisible por la patronal. En muchos sectores la sindicación y el pago de la correspondiente cuota se hacen obligatorias. Al tiempo, el empresariado norteamericano (valiéndose de los poderosísimos medios de comunicación con que cuenta) difunde y fija en el ideario colectivo un concepto de lo libertario que asimila, cada vez más, al ejercicio de la libertad individual y de la iniciativa privada…
Así pues, en los Estados Unidos lo libertario se acerca peligrosamente a lo liberalista. Es decir, adquiere tintes de liberalismo decimonónico, más que de cualquier doctrina socialmente emancipadora. Libertario viene a ser quien defiende el propio interés frente al interés -siempre más ubicuo y general- de la colectividad. Sus acervos defensores no tardarán en corear el eslogan “más sociedad y menos estado” para resumirlo…
Mientras tanto, en Europa, ligeramente, más atrasada, los capitalistas de todo el continente asisten impotentes al triunfo de la Revolución Rusa de 1917. Un acontecimiento mucho menos trágico para ellos que para los anarquistas rusos y, más específicamente, para los anarquistas ucranianos.
Los capitalistas europeos se decantan entonces por emplear conjuntamente el palo y la zanahoria…
A partir de los Revolución Rusa, en casi toda la Europa Occidental, los dirigentes de los principales partidos socialistas, apoyándose en los votos de sus bases, entran en los distintos parlamentos nacionales. Y el efecto inmediato es que muchos de ellos, de forma mediata o inmediata, comienzan a “dulcificar” sus posiciones ideológicas. Los socialistas, una vez catadas las mieles del poder, se convierten en socialdemócratas: ya no aspiran a la “conquista” del Estado, sino, simplemente a “compartir” los resortes del Estado. La socialización de la propiedad privada se abandona en aras de que los obreros puedan a su vez gozar de una determinada cuota de ese determinado tipo de propiedad…
Ante tal traición, los comunistas más o menos filo-soviéticos (estamos ya en los años 20 del siglo pasado) se autoproclaman adalides de la revolución universal. Y con ese autoproclamado papel, se dedican a atacar a todo aquel que no siga los dictados de papá Stalin. Los anarquistas en particular estorban. Y, para denigrarlos, los comunistas confieren nuevos matices a la palabra libertario: un libertario (según ellos) es un pequeñoburgués partidario de la propiedad privada, si es individual, y cuya oposición al Estado termina allí donde el Estado no entra a limitar o cohibir las libertades individuales…
Como todos sabemos, la depauperación económica que siguió a la Gran Guerra, unida al crack del 29, indujo a las élites dirigentes de Italia y de Alemania a echarse en brazos de una nueva corriente ideológica que caló en la gente justamente a causa de su pobreza y desesperación: el fascismo. El carácter ultranacionalista, xenófobo y antidemocrático de esta ideología no les importó demasiado. Simplemente, los capitalistas creyeron poder utilizar el fascismo para diseñar un mercado laboral a su antojo, revitalizar la economía, maximizar beneficios, y de paso, erradicar del solar patrio a cualquier disidente…
En 1936 estalla la Guerra Civil en España (en realidad el prólogo de la Segunda Guerra Mundial) y el anarquismo español, el más organizado y pujante del mundo en ese momento, entona -en medio de sus flagrantes contradicciones internas- el canto del cisne. Anarquistas, anarcosindicalistas y libertarios entran en un largo y oscuro túnel cuyo final, por desgracia, aún no alcanzan a vislumbrar…
Y así llegamos a la actualidad.
El término “libertario”, que en su día fue sinónimo de anarquista, esto es, de un obrero opuesto al Capital y el Estado, de un luchador por la libertad y la emancipación social, hoy es un engendro léxico con el que se denominan a sí mismos determinados políticos profesionales. En concreto aquellos que, defendiendo el neoliberalismo más exacerbado, identifican la libertad con la posibilidad de realizar cualquier emprendimiento empresarial sin cortapisas de ningún tipo. Algo para lo cual, lógicamente, demandan reducir al máximo posible el rol del estado en todos los asuntos económicos y, por extensión, adelgazar éste lo suficiente como para que la sociedad, y la política, y las relaciones internacionales puedan desenvolverse conforme a las leyes que la rigen “naturalmente”. Como, por ejemplo, y sin ir más lejos, la ley del más fuerte…
Y mientras algunos intentan que veamos azules las naranjas, otros -con todo descaro- llaman negro al amarillo…
Los anarquistas que participan en elecciones sindicales o políticas, o que supeditan su federalismo al peso de los votos, o tienen liberados para que les gestionen asuntos que sólo a ellos competen, o legalizan la propiedad de una palabra y hacen perseguir a quienes la pronuncien sin su permiso o en un local inadecuado… esos… NO SON ANARQUISTAS. ¡Ni siquiera libertarios! ¡Que nadie se engañe!
En Carbayín Bajo, Asturias, a 7 de marzo de 2025