Xavier Díez
Si tuviéramos que definir el momento ideológico actual habría que recurrir a la expresión “La Gran Confusión”, enunciado que utilizó el profesor de ciencia política Phillipe Corcuff en un libro reciente (Corcuff, 2021) para comprender un panorama caracterizado por la dispersión, fragmentación e inestabilidad de conceptos, causas y cosmovisiones, especialmente entre lo que habíamos llamado izquierda.
El momento presente se halla determinado por el orden neoliberal. Gary Gerstle, autor de un texto reciente donde defiende la crisis de la hegemonía de modelo económico dominante, reflexiona sobre el concepto “orden neoliberal” para entender el vigente desconcierto ideológico y político. Para el historiador, un orden político, connota una constelación de ideologías, políticas y circunscripciones electorales capaz de doblegar la voluntad de la oposición” (Gerstle, 2023: 8-9). En otras palabras, el “no hay alternativa” de la profecía autocumplida pregonada por Margaret Thatcher y que su sucesor Tony Blair demostró asumiéndolo, contrariamente a los postulados de su partido y a los anhelos de sus votantes.
El orden neoliberal representa el ecosistema donde los principios tradicionales de la izquierda debían tratar de sobrevivir. El consenso generalizado establece la caída del Muro de Berlín (1989) como golpe definitivo a unas izquierdas, mayoritariamente de raíz marxista, que habían condicionado las ideas y proyectos alternativos al capitalismo. Ahora bien, olvidamos a menudo que al fracaso del comunismo y sus variantes a caballo de las décadas de 1980 y 1990, debemos añadir uno más. El movimiento antiglobalización, que había sabido movilizar y elaborar un interesante arsenal ideológico entre la última década del siglo pasado y los inicios del actual, también fracasó al ser incapaz de enfrentarse al estallido de la burbuja financiera de 2008-2010 y la fase posterior de la austeridad ordoliberal (2010-2013), ni canalizar el malestar social, ni articularlo políticamente, ni traducir en hechos tangibles sus ideas. El altermundismo, contrario a la globalización neoliberal, no influyó en la línea social y económica de las democracias occidentales. El capitalismo neoliberal no solo no fue corregido, sino que con lo que Klaus Schwab denomina como cuarta revolución industrial, merced a las innovaciones derivadas de la digitalización, el big data y la inteligencia artificial, ha mutado de sistema económico a filosofía de vida.
Este nuevo orden neoliberal reconfigura, no solo las estructuras socioeconómicas, sino que implica transformaciones en las mentalidades colectivas, en la cosmovisión de beneficiarios y perjudicados por el sistema. Crea un nuevo sujeto neoliberal fundamentado en la idea del “empresario de sí mismo”, en las coordenadas de una nueva psicopolítica que conforma un individuo auto explotado, con sensación simultánea de libertad y opresión (Han, 2021: 5-8). Christian Laval y Phillipe Dardot (Laval-Dardot, 2013: cap. 9) hablan del “hombre nuevo” del capitalismo neoliberal que dibuja un panorama inédito caracterizado por un individualismo extremo y la disolución de los nexos comunitarios más elementales. Este conjunto de cambios en la propia percepción de las relaciones sociales, que borran la vieja concepción marxista de la lucha de clases como motor de la historia, podría fundamentarse en la idea focaultiana de biopolítica y biopoder, donde precisamente las relaciones de poder internas dentro de una sociedad se determinan por las transformaciones derivadas de tecnologías, prácticas, estrategias y racionalidades políticas que tienen como objetivo la regulación de la vida misma (Jordana, 2019).
Esto explicaría las mutaciones en las nuevas izquierdas, influenciadas por las corrientes filosóficas posmodernistas y las políticas de la identidad. Ya no importa una categoría general y objetivable como la clase, sino aquellas identidades subjetivas que singularizan a un individuo impulsado por el sistema a competir por la atención y el reconocimiento. Esto explicaría por qué en los discursos de la izquierda, la categoría de “clase social” se desdibuja paralelamente a la erosión respecto a cualquier identificación colectiva en detrimento de otras más individualizadas, acopiadas en torno al impulso de la singularidad. Es así como emergen nuevas identidades en torno a las disidencias sexuales, los nuevos feminismos, el antirracismo, el pensamiento decolonial y otras derivadas de una sociedad crecientemente atomizada. Frente a la disolución de clase, encontramos la reivindicación de la diferencia, la originalidad, el individualismo a menudo extremo. Frente a la fuerza de lo colectivo, asistimos a la reivindicación de víctima individual en busca de reconocimiento y compensación. Frente al futuro mejor prometido por el socialismo, encontramos el milenarismo pesimista de los activistas climáticos. Frente a la fraternidad republicana que obliga a desdibujar diversidades de origen para iniciar el camino de la igualdad, se halla el narcisismo de la diferencia.
Teorías como las de la interseccionalidad, formulada por la jurista y activista Kimberlé Crenshaw a principios de 1980, dominan el panorama ideológico en el mundo académico, el activismo y político y los movimientos sociales. Y representa un eje ideológico que está hegemonizando los debates entre las izquierdas. Esta teoría establecería una taxonomía de identidades solapadas según la cual elementos como la procedencia racial, la pertenencia a minorías sexuales, la cuestión del género (y su diversificación impulsada por otras ideólogas como Judith Butler), la religión, o la discapacidad generarían una especie de dialéctica privilegios/discriminaciones que determinarían diversos niveles de injusticia social. A pesar de ser una teoría de hace cuatro décadas, ha crecido y se ha popularizado en la última, especialmente a raíz de incidentes raciales en las ciudades norteamericanas como los que dieron lugar al movimiento Black Lives Matter. Y se ha expandido rápidamente por todo el occidente.
Ligado a ello, y con el pensamiento posmoderno, el enaltecimiento del cosmopolitismo y el relativismo cultural irrumpe con fuerza el pensamiento decolonial. La decolonialidad cuestiona la universalidad y superioridad de los valores occidentales, sus creaciones culturales y pensamiento filosófico. Que las culturas no europeas, descartadas de la esfera pública, tienen validez igual o superior. De procedencia latinoamericana, aunque con nexos con la Teoría Crítica de la Raza, irrumpió en el espacio público a raíz de la polémica sobre la publicación de la obra de Harold Bloom El canon occidental (1994) para cuestionar y denunciar que las obras de referencia propuestas fueran sistemáticamente escritas por hombres blancos de mediana edad y de las clases dominantes. Este tipo de planteamientos, que el ensayista británico Douglas Murray define como «Guerra contra occidente» (Murray, 2022), es lo que desata lo que se ha venido a denominar como guerras culturales, de virulencia creciente, especialmente en los campus universitarios y en el activismo.
Los primeros detractores surgen en Estados Unidos. La elección de Donald Trump en las elecciones de 2016 supuso una polarización política que no ha hecho sino reforzarse. Entre las guerras culturales tradicionales y preexistentes, como sucedía con grupos conservadores vinculados a iglesias cristianas con polémicas sobre el aborto, las orientaciones sexuales, el matrimonio igualitario o el principio de discriminación positiva, aparecen líderes de opinión de un nuevo conservadorismo, expresado y expandido mediante los nuevos canales comunicativos en internet, las redes sociales, o el mundo de los youtubers y podcasters. Uno de los más destacados sería Christopher F. Rufo, quien considera este movimiento calidoscópico y heterogéneo como evolución de la izquierda marxista perdedora de la Guerra Fría, y que ha renunciado a transformar el sistema económico. Por el contrario, su estrategia, ha consistido en refugiarse en las instituciones académicas y en crear y conquistar influyentes laboratorios de ideas, fundaciones del filantrocapitalismo, y el control de buena parte de los medios de comunicación. Y, mediante un uso intensivo de grupos minoritarios de activistas decididos, habrían empezado un entorno de censura y autocensura contra la discrepancia. Se trataría de lo que se conoce como “cultura de la cancelación”, que ataca a quien cuestiona los axiomas progresistas en torno a las sexualidades disidentes, las polémicas sobre el género, o el apoyo o la crítica a las religiones no cristianas en las diversas batallas culturales. Rufo carga especialmente contra lo que él denomina la “burocracia DEI” (Diversity, Equality, Inclusion) que coloniza el mundo universitario y mediático, que ve como una fórmula de conquista de las almas de la ciudadanía hacia, en su opinión, una opción política que en el fondo no sería sino un sucedáneo de religión laica (Rufo, 2023).
Paralelamente, la individualización, la disolución de nexos sociales, la decadencia de las viejas instituciones y tradiciones, también han acabado afectando, a copia de malestar existencial, a las derechas. Asumido universalmente el orden neoliberal, sólo los conservadores de inspiración cristiana, corresponsables de las antiguas políticas de bienestar podrían haberse opuesto. Y, sin embargo, la práctica y la influencia de las diversas iglesias cristianas se ha ido desvaneciendo a la misma velocidad que el apoyo electoral a la democracia cristiana. Esta angustia por la pérdida del antiguo mundo, fundamentado en la clara distinción de clases y en la dinámica de enfrentamiento de intereses y valores entre burguesía y proletariado, también sufre una “gran confusión” en la que los sectores de las derechas tradicionales se han tenido que reinventar. Y en esta tarea han imitado, a su manera, lo que han hecho las izquierdas. Sin cuestionar el orden socioeconómico, también se aferran a las políticas de la identidad. Mayoritariamente han asumido los discursos sobre la libertad sexual, el matrimonio igualitario o el feminismo, donde las izquierdas han marcado su hegemonía. Sin embargo, lo ha hecho a su manera, con mayor pragmatismo y menor teorización. Al fin y al cabo, los grupos beneficiarios del sistema también están compuestos por mujeres que defienden sus intereses de género, homosexuales que se benefician de una sociedad abierta y respetuosa con las opciones personales o ciudadanos de procedencia extraeuropea que disfrutan de las oportunidades del liberalismo.
Sin embargo, derivado del modelo globalizado de capitalismo especulativo, en una era de estancamiento económico, de expansión de desigualdades, de pérdida de peso industrial y geopolítico en occidente y pesimismo espiritual, las derechas tienden a un repliegue interior. Los sectores conservadores en Europa y Norteamérica son cada vez menos liberales y de tendencia más autoritaria, y, sobre todo, individualista. Denuncian la ineficacia de las instituciones gubernamentales y las políticas de bienestar. Exigen una radical reducción impositiva para dejar de mantener con sus impuestos amplias capas de la sociedad; para cuestionar servicios públicos, como la educación, que ha dejado de funcionar como ascensor social; sanidad, para promover negocios privados y evitar mezclarse socialmente en las salas de espera u hospitales; o subsidios que, en su opinión, perpetúan la dependencia de amplias capas de la sociedad. Muy especialmente destaca la dura oposición a cualquier impuesto al patrimonio y las herencias. Las sociedades occidentales son conscientes de hallarse en una época donde resulta prácticamente imposible progresar mediante el esfuerzo o el talento, porque, en la práctica, la posición –y elementos fundamentales como el patrimonio inmobiliario o el capital social– se hereda. Y mantenerla, especialmente en sociedades crecientemente heterogéneas, representa una de las obsesiones de lo que queda de unas clases medias cada vez más conservadoras y atemorizadas por desclasamientos probables. Es el reaganismo y el thatcherismo de toda la vida, con ese espíritu de darwinismo social que caracteriza a buena parte de estos sectores, al que se acompaña un discurso sobre la seguridad pública, que se convierte en el tradicional recurso a las “clases peligrosas” como amenazas al sistema.
Si la izquierda ha penetrado en el terreno de las identidades minoritarias y del victimismo, los discursos conservadores actuales también han entrado de lleno en el mundo de las identidades fuertes, y con un punto de agresividad. Y aquí nos encontramos con una tendencia creciente al nacionalismo de estado, identitario, aunque también a las identidades religiosas (Traverso, 2021). Si la izquierda hace bandera de la multiculturalidad y el cosmopolitismo, el miedo a la decadencia demográfica y civilizacional, frente a una inmigración no blanca y no cristiana, fomenta un discurso crecientemente hostil y aislacionista. Hay un nacionalismo creciente no en base a la idea de nación real, sino, utilizando la expresión de Benedict Anderson, la imaginada, especialmente en base a la nostalgia que implica un creciente cierre de fronteras físicas y mentales, como sucede especialmente en Europa del Este, o en el centro y sur de los Estados Unidos. Teorías como las del gran reemplazo, formuladas por Renaud Camus (Camus, 2021), según la cual la llegada de millones de musulmanes con su comunitarismo y agresiva expansión demográfica formaría parte de un plan de invasión sutil y deconstrucción de occidente, halla hueco entre amplios sectores de la ciudadanía europea. La inmigración es el gran e incómodo debate que la corrección política impide abordar racionalmente. Esto incendia las redes y alimenta teorías conspirativas. Ligado a ello, encontraríamos el “nacionalismo del bienestar”, que persigue limitar subsidios y ayudas públicas a los autóctonos.
Las batallas culturales están propiciando un desconcertante fenómeno político. Tradicionalmente ha sido la izquierda la partidaria de la libertad de expresión y el laicismo. Y precisamente la asunción del multiculturalismo ha implicado cierto blindaje acrítico del derecho a la diferencia, mientras que el mundo más conservador, a partir de su reivindicación de la homogeneidad (cultural, étnica, religiosa) esté defendiendo la expresión libre o el laicismo (a menudo para cuestionar el islam). Otras paradojas interesantes es esta capacidad reaccionaria (y aquí querría que el término no tuviera connotaciones negativas) consistente en un negacionismo climático debido a las consecuencias derivadas de las restricciones e intromisión en la libertad personal, como en lo que se refiere a la movilidad privada. En este sentido, el libertarismo de origen norteamericano –y que recordaría el Tea Party– estaría ganando posiciones por todas partes. También es destacable un cierto renacimiento religioso –en Estados Unidos o Europa Oriental– precisamente como refuerzo cultural y de valores tradicionales frente al islam o el ateísmo de izquierdas, aunque también como búsqueda de espacios colectivos que el propio neoliberalismo ha destruido (y que se refleja, por ejemplo, en la disolución creciente de instituciones sociales como la familia tradicional).
Una de las traducciones políticas en Europa es el antieuropeísmo, identificado como uno de los actores de la globalización, y, por tanto, como impulsor de políticas de fronteras abiertas y limitación de poder por parte de los estados. El Brexit (2016) ha sido uno de los resultados, sobre todo motivado por la defensa de la soberanía estatal (y la posibilidad de disponer de políticas económicas, comerciales y de inmigración propias). La creación de espacios como el grupo de Visegrado (Polonia, Hungría, Chequia, Eslovaquia) parece apuntar en una dirección parecida, con cierta obsesión por mantener las raíces cristianas de Europa, y establecer las propias normas –y visiones restrictivas– en torno a derechos civiles, libertad de expresión o de circulación.
En cualquier caso, con cerca de una cuarta parte del siglo XXI, el panorama ideológico, si lo comparamos con –manejando la expresión en Stephan Zweig– el mundo de ayer, la conclusión principal es que vivimos en una época de gran confusión ideológica, fruto de mucha incertidumbre social y civilizacional. Y la deriva ideológica es el resultado.
Bibliografía
Camus, Renaud, Le grand remplacement. Introduction au remplacisme global. La Nouvelle Livrairie, 2021
Corcuff, Philippe, La grande confusion. Comment l’extrême droite gagne la bataille des idées, Textuel, 2021
Diez, Xavier, Una historia crítica de las izquierdas, El Creuego, 2019
Gerstle, Gary, The Rise and Fall of the Neoliberal Order: America and the World in the Free Market Era, Oxford University Press, 2022
Han, Byung-Chul, Psicopolítica. Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder, Herder, 2021
Juncolà Lluch, Esther, “Vidas gobernadas: la biopolítica según Focault”, El Salto Diario, 16_IV-2019
Kreenshaw, Kimberlé, On Intersectionality: Essential Writings, The New Press, 2017
Laval, Christian; Dardot, Pierre, La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la Sociedad neoliberal, Gedisa, 2013.
Murray, Douglas, La guerra contra occidente. Cómo resistir en la era de la sinrazón, Península, 2022
Rufo, Christopher F. Rufo, America’s Cultural Revolution. How the American Felft Conquered Everything, Broadside Books, 2023
Schwab, Klaus, The Fourth Industrial Revolution, Penguin, 2016
Traverso, Enzo, Las nuevas caras de la derecha, Clave Intelectual, 2021
Nota: Artículo publicado originalmente en catalán en la Revista de Catalunya, Núm. 327, julio-agosto 2024.