Pedro Ibarra
Acurrucados por el frío y a merced de la fortuna y de las olas se hayan dos jóvenes náufragos sobre la cubierta de una miserable embarcación a la deriva.
Pablo, el marinero de más edad, balbucea alguna palabra a su compañero Miguel: ¿Oye Miguel, cuánto tiempo llevamos sobre las olas?
Pablo: Me parece que ya vamos por la mitad de la tercera semana.
Miguel: Debe de ser cierto, pues la última galleta que me comí, no recuerdo ni el sabor, ni cuando fue, seguramente debido a que me comí también la hoja del calendario en que estaba envuelta y sea por ello el no poderme acordarme de la fecha. Tendremos que ingeniárnoslas para poder atrapar una gaviota, a pesar de que las viejas crónicas de los náufragos nos digan que no existe sobre la tierra animal más duro de carnes que nuestro alado visitante. Aunque unos pececitos no nos vendrían mal. Quizás habría que inventarse otra cosa más. ¿Qué te parece si desmonto la aguja de la hebilla de mi correa y hago un anzuelo sujeto a los cordones de mis zapatos, a guisa de hilo de pesca?
Pablo: ¡Hecho!, pero…… espera, ¿y de cebo que vamos a poner?
Miguel: Lleno de esa inteligencia que brota en cantidad a todos los que tienen los intestinos vacíos dijo: Podemos coger una pluma de gaviota de señuelo clavada y enroscada en el anzuelo. Y dicho y hecho. Atraparon al pajarraco, lo desplumaron y descuartizaron, apartando plumas, huesos, interiores, cabeza y patas. Las carnes fueron colocadas al sol con la inocente idea de que hiciera de pequeño fogón. Transcurridos unos instantes, los dos “túrmix” bucales ya estaban deseosos de poder entrar en acción y triturar las duras suelas de zapatos de curtición vegetal, de apariencia carnosa y triste gaviota.
Pablo: Hay que ver, exclamó él. No hemos tenido necesidad de tomar antes ningún aperitivo para podernos comer la “gallina marinera”. Ha sido triturada y trasladada por todo el laberinto tripero en unos muy breves minutos, como lo hace la línea 5 del Metro de Barcelona.
Pablo: Ahora debemos de lanzar el anzuelo a ver si pica algún súbdito de Neptuno y nos puede facilitar el fósforo necesario para nuestros naufragados vientres. Las plegarias al señor de los mares fueron oídas. Alguien tiró del hilo e insistió con mucha fuerza, con largos tirones, que casi nos quería invitar a hacer un interesante y pedagógico viaje submarino lleno de plateadas escamas. Cosa que no se pudo aceptar pues por allí la que rondaba no era la tuna, sino un conjunto bucal de escualos con varios meses de ayuno y blancos dientes cremallera “denticlor”.
Satisfechos los musicales estómagos, el sueño hizo cerrar los párpados de los comensales ligeramente conformados y apoyados por el balanceo de la embarcación, el sueño invadió los cuerpos de aquellos infelices. En sus mentes aparecieron los más maravillosos sueños conducidos por la necesidad de aquellos momentos. Enormes mesas repletas de víveres ya cocinados y humeantes desfilaban por la frente de los durmientes. Pollos, pavos y piernas sin herrar de animales de tiro, cociditas y bien acompañadas, embriagaban y enloquecían el ambiente, provocando un buen par de risitas angelicales de aquellos dos benditos, con las cuales deseaban poder pagar tan lujoso banquete.
De pronto, se oyó un fuerte silbido en la lejanía y apareció un buque, despertando de improviso a nuestros amigos, que, rápidamente, ojearon el horizonte, viendo sobre el mar las prominencias de dos chimeneas que rasgaban el cielo.
Dijo Pablo: Quitémonos y agitemos nuestras ropas para hacernos más visibles. Pero el buque se alejó y la desesperación quedó con los dos desdichados. Estirados sobre la cubierta de la barca calmaron sus rabias un buen rato. Mientras tanto, tres horas pasaron sobre sus cuerpos, dejándolos bien tranquilos. Una especie de aleteo ruidoso despertó a los náufragos, invadiendo casi toda la embarcación unos peces voladores, que sin duda fueron una de las pocas alegrías recibidas desde hacía mucho tiempo. Golpeados con las suelas de los zapatos fueron cayendo a cientos, y limpiarlos fue cosa inmediata. Seguramente si lo pudiesen ver los cocineros japoneses, ellos que son tan especialistas en la preparación del pescado crudo, quedarían maravillados.
Con el acopio de comida, sólo quedaba solucionar el problema del agua, y este era grande. Siguieron los ojos fijos en el cielo, persiguiendo nubes bienhechoras que pudiesen llevar, en sus negruras, el líquido vital que tanto sostiene animales y plantas. Pero sólo pudieron ver nubes que aparentaban perfiles conocidos que estaban todos en tierra firme.
Los náufragos eran, sin duda, una especie de absurdos “ocupas” que estaban ocupando una porción del generoso mar, pero sin ladrillos ni cargas antidisturbios, que tanto hacen aligerar el paso. Ojalá hubiese sido así, pues de esta manera disfrutarían de compañía humana y harían ejercicios físicos. Sin embargo, el rumor de las pequeñas olas, con el negro manto nocturno del mar, era toda la compañía que podían disfrutar sobre la blanda planicie.
El astro sol apareció, como puntual amigo, tan caluroso como serio y formal, accionando el blanco interruptor que hizo que todo se llenara de luz gratuita, tormento de las compañías eléctricas por no poder controlarla en provecho propio. Pasaron varias horas y empezó a soplar el viento, un aire que les trajo las deseadas nubes negras, que presagiaban unas abundantes lluvias. Como no hay señora más nerviosa y vivaz que la necesidad, se sacaron las camisas formando recipientes y esperaron a que la húmeda música sonara con todo su esplendor orquestal. Saciada la rabiosa sed y alejadas las negras nubes, empezó la conversación entre ellos dos. Miguel, ya calmado su cuerpo de necesidades, le preguntó a Pablo: Oye compañero, en el supuesto de que logremos salir de esta, ¿qué rumbo tendrás que dar a tu vida cuando esto termine? Contestó, ….no sé qué podré hacer. Me buscaré un trabajito de “saltamontes”, …dos días aquí, otros dos allá, y si no consigo nada, por lo menos me quedará la satisfacción de poder hacer ejercicio físico, que siempre va muy bien para el cuerpo.
Y tú, Pablo, ¿qué harás en el supuesto que nos salvemos? Yo lo que es seguro que no haga es de albañil, pues he tenido muy malas experiencias. Porque es el único trabajo que te dejan subir y también te dejan bajar (sobre todo cuando bajas gritando). Son varios compañeros los que vi caer de lo alto, y la verdad, yo no quisiera caer tan bajo. Quizás me pueda emplear como agente de ventas de apartamentos, pues según creo sacan unas comisiones por las ventas de pisos que dilatan las pupilas como platos. Esos sí que son camisones y no aquellos que se colgaban de anuncios en las viejas camiserías de primeros del siglo veinte.
No debes de creer que esto de la construcción sea un negocio de estos que se van abajo, pues no es así, porque las casas van siempre para arriba, por lo tanto, este negocio es como el agua, que todo el mundo tiene que beberla por obligación. Y eso, amigo mío, es tan cierto como que sólo tiene un ojo el tuerto.
Anochece y la luna se cubre media cara a guisa de sábana. Nuestros desdichados amigos entornan sus muy salados ojos con el deseo de poder participar en los sueños más hermosos jamás soñados. Sólo el rumor de las olas es la dulce nana que mece la cuna en forma de barca. Mientras, los infelices duermen con la más feliz de las sonrisas, ignorando su trágica relación con el dios de los mares. Transcurren varias horas y amanece, el cielo se viste de ese rojo brillante matutino que tanto embelesa. De pronto, estallando y esparciéndose por todo el cielo, llenándolo de luz, el astro rey abraza el todo.
Despiertan nuestros compañeros y se lanzan con las manos la fresca agua que consigue espabilarlos un poco, cuando de pronto aparece algo de forma irregular flotando a la deriva. Sorprendidos nuestros amigos, se dirigen hacia aquella cosa haciendo servir de remos la concavidad de las manos. Formas humanas parecen agitarse sobre la cubierta de aquella embarcación chillando lastimosamente, gritos apagados seguramente por el hambre, la sed y el cansancio. No hay duda, son personas como nosotros, pensaron ellos.
La fatalidad ha hecho que lo que ellos creían ver iba a ser la salvación de sus penas, eran otros pobres náufragos a la deriva como nosotros. Seres ofrecidos a las olas, que huyendo de las miserias de sus ingratas tierras exponen sus vidas a la fatalidad o la fortuna, flotando sobre miserables y agrietadas tablas anhelan ver muy pronto las verdes costas, acogedoras y quietas.
Compartieron miserablemente los cuatro peces que quedaban y la muy poca agua de lluvia que había.
Amarradas y unidas ambas embarcaciones a un mismo destino, se deslizaron sobre el mar a la lenta espera y misericordia del dios Neptuno. Anocheció y un sin fin de cuerpos humanos buscaron el calor de los otros con la intención de tener un poco de abrigo. En pleno sueño sonó una estridente sirena que los despertó a todos. No podían dar crédito a lo que veían a su lado. Un buque que ha parado las máquinas para poder recogerlos. Subieron a bordo y les dieron agua y alimentos, los cuales fueron devorados en un minuto. Acto seguido fueron interrogados en lengua inglesa, pero aquella multitud descendían de la famosa torre de Babel, siendo una verdadera miscelánea de raras lenguas que ni el mismísimo diablo las podía entender. Miguel y Pablo conocían algo de inglés y, añadiendo un mucho de la célebre mímica latina, pudieron salir del paso.
Por fin llegaron a tierra, besándola amorosamente. Unos partieron a sus lejanas tierras de origen y Pablo y Miguel “pa Cai”, ciudad de la Blanca Tacita, los réditos bancarios, el PER y la saltarina vida de “OBREROS SALTAMONTES”.