Xavier Díez

La oposición al capitalismo, o quizá expresado en términos de coordenadas ideológicas, “las izquierdas”, parecen haber renunciado, en último medio siglo, a las alternativas económicas. En términos religiosos, también parecen haber renunciado al mundo, mientras se retiran a una vida contemplativa de activismo social auto referencial, han dejado de analizar el mundo real, la economía, las relaciones de producción, los aspectos materiales, y en una extraña deriva mística ha decidido conquistar el alma. De la misma manera que un capitalismo sin capital (o la ficción del capital, denominada capitalismo financiero) trata de construir un nuevo hombre neoliberal, las izquierdas, también. Un nuevo hombre (o mujer, o minoría étnica, religiosa o genérica) no demasiado alejada del mercado, en el que los individuos deben competir entre sí con el afán de captar atención. En el que debe singularizarse en un mundo que, recordando a Guy Débord (uno de sus profetas del 68) todo acaba constituyendo una sociedad del espectáculo.

Y es así cómo las izquierdas han abrazado con fe las nuevas religiones políticas. Unas nuevas religiones fundamentadas en la identidad. Ciertamente, durante el siglo XIX, cuando el mundo post feudal e industrial dejaba claro el antagonismo de clase (explotadores o explotados), se forjó una identidad colectiva: la clase obrera (o campesina) frente a la burguesía. Soy el primero en criticar la simplicidad de las propuestas de encuadrar a la gente en categorías rígidas. Las contradicciones de clase nos deberían hacer reflexionar sobre la complejidad de un mundo en el que las relaciones de poder no necesariamente lo explican todo. Sin embargo, encuadrarse en una identidad colectiva confería fuerza a los desposeídos.

Caído el comunismo real, caído también el capitalismo clásico (el neoliberalismo, a pesar de lo dañino que resulta, es más bien otra cosa), también parece implicar el desvanecimiento de aquello que denominábamos la conciencia de clase. Es cierto, también, que las sociedades occidentales han experimentado profundas transformaciones económicas, demográficas y sociales que hace que los trabajadores industriales constituyan hoy una minoría. Que hemos asistido a una terciarización de la economía, que los niveles académicos generales se han expandido y que la mayoría de los trabajos, en occidente, tienen más que ver con las ocupaciones de clases medias que con la de los trabajadores fabriles de medio siglo atrás. Sin embargo, a pesar de estos cambios, las diferencias sociales no solamente se han atenuado, sino que se han expandido en las últimas décadas a partir del desmantelamiento de las políticas de bienestar surgidas tras el final de la segunda guerra mundial.

En este fenómeno de confusionismo de clase (existe un sentimiento subjetivo mayoritario de formar parte de la clase media que contradice la objetividad del reparto de la renta y otros elementos como la independencia financiera o las condiciones de habitabilidad) ha contribuido a una desorientación general en la percepción de la persistente pirámide social. Y, especialmente desde las cátedras universitarias y buena parte de los medios de comunicación de cierta izquierda soixantehuitard, se ha promovido un conjunto de nuevas identidades fragmentarias y fragmentadas, teóricamente de grupos desfavorecidos o históricamente discriminados que lleva a esa especie de competición neoliberal por la atención (o los recursos públicos).

Una de estas ideologías, como veremos, con un cierto sentido de milenarismo religioso, es la interseccionalidad. Esta teoría, atribuida a la activista norteamericana Kimberlé Crenshaw, consistiría en concebir las relaciones sociales a partir de una dinámica de privilegios y discriminaciones en función de factores específicos que interactuarían entre ellos, y que implicaría la existencia de colectivos especialmente oprimidos que necesitan ser resarcidos socialmente a partir de la censura y recorte de los supuestos privilegios de otros. Las discriminaciones interactuarían entre ellas y se superpondrían y combinarían de manera que implicarían una posición en la jerarquía social. Así, por ejemplo, una mujer afrodescendiente lesbiana tendría tres elementos que la situarían en una situación infinitamente más difícil que un hombre blanco, de mediana edad, heterosexual. Ello, que podría tener cierto sentido en base a la experiencia histórica y humana, sin embargo, resulta determinista. No tiene en cuenta cuál es la posición de cada uno en, para poner un ejemplo, las relaciones de producción (quizá la mujer afrodescendiente es la propietaria de la empresa que explota laboralmente al hombre blanco heterosexual). Tampoco tiene en cuenta la actitud moral y las acciones que realiza cada individuo. Tampoco parece muy claro cuál es el objetivo de crear taxonomías complejas de dinámica opresión-privilegio. Sin embargo, esta teoría (curiosamente aparecida en 1989, en el mismo año de la redacción del consenso de Washington que formula la doctrina neoliberal) y la caída del muro de Berlín (que marca la destrucción de los sistemas de protección social), sí que parece buscar lo que en Estados Unidos se ha materializado en las políticas de discriminación positiva. Es decir, que las minorías (étnicas, sexuales, religiosas) puedan obtener puestos de trabajo o plazas de estudiante, en las universidades de élite, o asientos en los consejos de administración de las empresas saltándose el principio de la igualdad de oportunidades o la meritocracia. Resulta curioso cómo estos últimos conceptos, tradicionalmente considerados reivindicaciones de las izquierdas, hoy son desdeñadas y calificadas como reaccionarias.

El efecto de estas políticas, que dominan, para poner un ejemplo, buena parte del discurso del partido demócrata norteamericano, el partido laborista y buena parte de las izquierdas post marxistas europeos hayan abandonado casi por completo reivindicaciones como la autogestión popular, la democracia directa o la planificación económica mediante la intervención de sindicatos y trabajadores, mientras que asimile una concepción jerárquica del poder, siempre y cuando exista mayor diversidad racial, sexual, religiosa en los “lugares de privilegio”. En términos populares, podríamos denominar esta dinámica en un “quítate tú que me pongo yo”, cuando, desde un punto de vista moral, quizá lo interesante sería “vamos a gestionar los asuntos públicos de manera colectiva de manera que nadie salga perjudicado”.

Las religiones suelen proyectar una cosmovisión jerárquica de la sociedad, especialmente las monoteístas. Buena parte de los anarquistas clásicos del XIX eran hostiles a la religión porque Dios en el cielo parecía sacralizar el empresario todopoderoso en la tierra, de manera que la hostilidad al cristianismo no dejaba de representar una oposición radical a la existencia de diferencias sociales. Esta actitud nos lleva a deducir que el laicismo debería propugnar una cosmovisión igualitaria, tanto del mundo material como del inmaterial. Sin embargo, vivimos en una época en la que la práctica religiosa se ha derrumbado, y paradójicamente, las diferencias sociales se han acentuado. Es más, se sigue aceptando con naturalidad la existencia de líderes carismáticos con capacidades casi divinas, como observamos en el siempre peculiar capitalismo norteamericano, en el que personajes como Rockefeller o Henry Ford son substituidos por empresarios como Elon Musk o Donald Trump. 

No debería sorprendernos que en los cambios de paradigmas económicos (la década de 1980 marcó la transición entre una economía basada en la industria y su substitución por la especulación financiera al más puro estilo de Wall Street) implicase también cambios en el posicionamiento de las religiones. Para los empresarios industriales, conservadores y de orden, el cristianismo, con su doctrina, rigidez moral y disciplina protestante parecía la más adecuada para impregnar a sus trabajadores de cierta ideología. Con el cambio de paradigma, en el que los brokers de la bolsa se hicieron con el control, se puso de moda el budismo, una especie de religión fundamentada en la relatividad moral y en, por decirlo de algún modo, no se perciben diferencias significativas entre el bien y el mal, cosa que ayudaba a limpiar las conciencias de quienes se dedicaban a destruir empresas y arrasar regiones enteras a partir de la desindustrialización.

Esta ideología, medio budista, medio New Age, con ciertos elementos mezclados de espiritualidad oriental y libros de autoayuda, han acabado dominando buena parte de las izquierdas, antaño anticlericales, actualmente adictas a una especie de nihilismo moral teñido de relativismo ético con algunas dosis de psicología positiva. No es casual que un personaje como Michel Focault, uno de los padres del postmodernismo, acabase influenciando una izquierda que actualmente domina el panorama intelectual y que proyecta la más absoluta esterilidad y confusión.

Así, nos hallamos con unas izquierdas que hace algunas décadas pretendían emanciparnos de un teórico obscurantismo clerical, y que sin embargo han caído en la trampa de una especie de nuevo / viejo (y desorganizado) paganismo, en el cual han comprado por completo una ética nihilista del mercado, en el que la libertad se confunde con el libre consumo y el narcisismo de las pequeñas diferencias.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *