Eugen   Relgis

¡Las causas de la guerra! Cómo se malgastan las preciosas energías humanas en ciertas investigaciones minuciosas, específicas hasta lo absurdo y que parecen suspendidas en el vacío… Lo asombroso es que algunos necesitan bibliotecas enteras para poner en claro lo que es sencillo y claro como la luz del día, lo que cada uno está viviendo en su carne y su alma, doloroso, demasiado dolorosamente, pues la guerra deja en todas partes las huellas de sus desastres.

¿Y por qué tenemos que insistir nosotros también? Como en un círculo vicioso damos vueltas siempre que tratamos de “discutir” acerca de la guerra. Una repulsión moral que puede exacerbarse hasta la repugnancia física -ya que el corazón esta sobrecogido por los terrores de la bestia homicida-. Nos agobia cuando vemos cómo se empeñan tantos eruditos en estudiar “objetivamente” lo que no corresponde en modo alguno a la misión serena de la Ciencia. Pese a los que sostienen que la ciencia es amoral y que su fin es sólo la verdad, afirmamos que la verdad es siempre moral, y que lo moral es verdadero. La ciencia está basada en hechos, en experimentos, en verificación objetiva de las realidades. Pero lo que impulsa y favorece a la investigación científica es el sentimiento innato del bien, es decir, el deseo de conocer para mejorar la condición humana, para recrear con los elementos naturales y fomentar el programa en las esferas superiores de la inteligencia y del espíritu.

Los hechos de la guerra constituyen, evidentemente, “realidades objetivas” -podría replicar un científico que se cree, él también, objetivo-. Pero se olvida de que los hechos de la guerra no son más que efectos catastróficos de otros hechos de orden político, social, económico, democrático, religioso, etc. -y que, examinando estos hechos, uno tras otro, pasando de una causa a las causas anteriores, se llega finalmente a esta tremenda convulsión: la de que todos estos hechos son los efectos de las palabras y los escritos bélicos, esto es, de una mentalidad que se manifiesta, intolerante y violenta, a través de unos pocos privilegiados erigidos en amos, dirigentes y gobernantes de las multitudes. Esta mentalidad de la última ratio -la guerra externa o interna- se infiltra como las epidemias, irresistiblemente, y sus estragos se repercuten de un pueblo a otro, de un continente a otro, de una generación a otra.

A nosotros, como a todo individuo normal, que no ha pervertido su naturaleza humana, nos basta el sentir directo y el pensar tan intuitivo como razonable. ¡Ay de aquéllos que no se dejan convencer por su propia experiencia, y que no quieren comprender la verdad inmediata de la acción y de la sana incitación del instinto humano… Este instinto es algo propiamente humano. Pues el hombre, acerca del que tanto oímos que es un animal social (el famoso zoon politikon de Aristóteles) es un ser pacífico aun si lo consideramos solamente desde el punto de vista biológico, en su constitución anatómica. Él es un animal social, precisamente porque no está provisto de los órganos naturales de ataque y defensa de las bestias solitarias. La guerra hizo su aparición entre los hombres después de que ellos han inventado las armas destinadas, al principio, a la caza de animales salvajes. Hasta entonces (hasta unos diez mil años atrás, según algunos naturalistas) los primitivos vivían de un modo pacífico -no guerreaban matándose los unos a los otros (tampoco los animales de la misma especie se matan recíprocamente, salvo en raros casos de degeneración). Nuestros remotos antepasados sólo se defendían contra los ataques de las fieras, de una manera bastante torpe, penosa: su primera arma fue lo que se llama hoy “solidaridad de horda”.

Este primordial impulso perdura en el hombre, latentemente, como la brasa bajo cenizas, pese a la difusión del flagelo de la guerra. La solidaridad del número, la ayuda mutua, es la disposición pacífica de los hombres prehistóricos, se volvió cada vez más consciente a medida que progresaba la cultura, y al mismo tiempo -pero en sentido contrario- a medida que la guerra también “progresaba” con sus estragos, por los aportes de la técnica. La verdadera apología de la guerra como medio, pero también como fin, la matanza por la matanza, considerada como hazaña meritoria y gloriosa, no la hicieron ni   el primitivo apenas armado con una hacha de sílex, ni el bardo de las ciudades antiguas, sino el “sabio” de la guerra moderna -el teórico racista de la supremacía del “pueblo elegido”, el técnico, inventor de máquinas de destrucción más eficaces, el ultranacionalista rabioso que ve en todas partes “enemigos seculares”; el militar profesional, el general cubierto de condecoraciones, el conquistador, el jefe de Estado impuesto como ídolo de la nación, símbolo viviente de la patria y de todas las virtudes cívicas glorificadas por insignes lacayos académicos.

Tantos han sistematizado y siguen sistematizando a la guerra en tratados militares, políticos, educacionales y aun filosóficos… No recordamos aquí el alud de relatos y exaltaciones literarias. Nos referimos sólo a los seudo sabios que investigan las manifestaciones de la guerra, su evolución a través de los siglos, y formulan sus leyes, sus causas, sobre todo sus causas. Las consecuencias de estos “estudios” son harto evidentes. Los “principios” de la guerra, una vez proclamados y legislados, han llegado a ser nuevas causas de guerra. La ideología bélica se convierte en la más mortífera realidad, cuando se fija -igual que otros dogmas obscurantistas- en la mente estrecha y tozuda de los usurpadores que gobiernan a los pueblos.

Los “sabios”, los “eruditos” de la guerra son mucho más infames y decaídos que los brutos estúpidos y los pobres esclavos ignorantes que se degüellan los unos a los otros en “campañas gloriosas”. Estos “sabios”, poseídos por los monstruos de la Abstracción, usan y abusan de la excelsa facultad del hombre: el pensar; por su falsa orientación, hacen deslizarse hacia la decadencia y la muerte la evolución natural de la humanidad. Sobre las hecatombes de los rebaños militarizados, sobre la lápida funeraria del “Soldado desconocido” y sobre el pedestal de la “Patria agradecida”, se yerguen las estatuas ecuestres de los elegidos, de los superhombres con sable, cañones y banderas. Estos mal llamados superhombres representan el prototipo de una nueva especie, que todavía no se ha desprendido totalmente de los moldes humanos; una especie del Mal, que aterroriza y domina a los pueblos ingenuos y engañados, organizando con su trabajo, con su carne y su alma, la matanza y la destrucción planetaria. Así, los satánicos dioses terrestres forjan e imponen una nueva fatalidad.

En efecto, la guerra es la única fatalidad que el hombre pudo crear por sus propios medios. Basta con echar una mirada en la historia humana (en su sentido corriente, restringido) y observar sin ideas preconcebidas los últimos siglos de civilización técnica, para convencernos de esta verdad. ¿Qué fatalidad de la naturaleza es tan catastrófica como esta “ley de la guerra” instituida por el hombre? Las fatalidades físicas, mecánicas, etc., por el contrario, si sabemos descubrir sus causas, si podemos captar y transformar sus energías, se convierten en nuestros ayudantes extremadamente provechosos. Nos obedecen y multiplican mil veces nuestras posibilidades. Esclavos del trabajo con escasas herramientas, podemos llegar a ser realmente hombres libres. El equilibrio entre nuestras necesidades y las fatalidades exteriores nos confiere una libertad más amplia, más justa y más constructiva: los soñados ideales descienden de las alturas sobre la tierra, concretándose gracias a esta armonía entre la materia y el espíritu.

Pero la nueva fatalidad de la guerra, de origen meramente humano, alimentada con sangre, mantenida por perversiones intelectuales y morales, y asimismo por opresiones social políticas, es la más antinatural, el más peligroso de nuestros desvíos. Bajo apariencias no tan solo científicas o idealistas (justicia, independencia, libertad), sino también con el cinismo sin disfraz del odio y la mentira (espacio vital, reintegración del patrimonio nacional, derecho del más fuerte, revolución mundial), ella puede infiltrarse en las vastas reservas vitales, todavía inalcanzadas, de las multitudes. Y cuando echare sus raíces hasta en la sensibilidad nativa del individuo y en la innata sociabilidad de los pueblos, la una y la otra igualmente incitadas, mimadas y explotadas durante siglos por los herederos o usurpadores del Poder; cuando la “ley de la guerra” se vuelva absoluta -ya lo es- como suprema sanción del derecho, entonces la humanidad llegará a su decadencia definitiva y desaparecerá. Pues ¿cómo podemos combatir nuestra propia fatalidad, humana, si nos sojuzgamos de este modo a nosotros mismos, si aniquilamos nuestra solidaridad primordial, la convivencia pacífica del género humano?

No. Otra cosa es la lucha por la vida en el conjunto de los tres reinos naturales y otra cosa es la guerra de los hombres. En la naturaleza genuina no existe nuestra guerra. Si ni siquiera en los marcos de la especie humana la guerra no tiene una causa puramente biológica, es inútil y fastidioso insistir, desde el mismo punto de vista, en lo que se llama biología comparada. Los que buscan a toda costa una ley unitaria en la evolución de las especies y en las formas de la lucha por la vida, queriendo aplicarla en todas partes y en cualquier fase de la evolución, desde la amiba hasta el hombre, se olvidan precisamente del factor más profundo y determinante de desarrollo intelectual y espiritual. Gracias a este factor interior, el hombre se encamina, en cierto momento, hacia otra forma de evolución que la de los demás animales. Después de la muy remota y penosa fase puramente animalesca, la era del espíritu se vislumbra en esta tierra, cuando el cerebro humano, ya bastante crecido y refinado, empiece a refrenar y dirigir los instintos corporales por la fuerza de su pensamiento, y cuando el corazón -que es a la vez sentimiento, intuición e impulso de superación- manifieste su anhelo hacia los mundos de “más allá”.

El mundo del espíritu aparece cuando, en el alma del hombre, una realidad más sutil germina, paulatinamente, hasta que puede exteriorizarse en formas cada vez más logradas, mediante la acción creadora de la cultura y de sus civilizaciones sucesivas a través de las obras supra naturales -de la música y poesía, de la pintura y escultura, de la filosofía, la metafísica- es decir, a través de obras superpuestas a la naturaleza terrestre y cósmica.

Así, pues, los supuestos ejemplos de “guerra natural” -y son muchos estos falsos ejemplos presentados por los empecinados científicos oficiales- son más que transposiciones forzadas, o meros paralelismos, sin conexión con la humanidad evolucionada, con su espíritu que, él también, es una fuerza activa, creadora, de la vida.

Se nos citan frecuentemente, como prueba sin réplica, las “costumbres” bélicas de las hormigas. Algunos entomólogos han descrito su táctica y estrategia en los términos de la guerra humana. Cuando la idea de la fatalidad guerrera arraigue en una mente, todo y todas tienen que pasar por su molde. No olvidemos, nuestro modo de pensar y juzgar es siempre antromorfita donde quiera que lo apliquemos. No podemos evadirnos de nosotros mismos. Pero ya estamos en condiciones de superarnos. Aun si hubiera realmente guerras entre las hormigas u otros seres “inferiores”, no podemos y no debemos, sin embargo, ignorar el factor interior que ha determinado una nueva dirección y una nueva fase en la evolución humana: la fuerza dinámica del pensamiento.

La vida, en la naturaleza, no es una guerra en el sentido negativo de los hombres. Es -hay que decirlo- una lucha entre instintos inalterados, entre necesidades normales; es, en el fondo, el equilibrio entre tendencias aparentemente opuestas; una ininterrumpida competición hacia nuevas etapas en la escala del perfeccionamiento. La lucha, en la naturaleza, no es un entrevero de terrores e inutilidades, por excesiva fecundidad y por escasez de subsistencias. No es sólo el triunfo del más fuerte, según los darwinistas fanáticos. La vida, en la naturaleza, es menos horrorosa que la guerra. Ella no despilfarra y no extermina sin necesidad alguna; cuida, ahorra, añade siempre a sus posibilidades. El león que, acosado por el hambre, devora un antílope (y no enteramente de una vez) está moralmente -por así decirlo- superior al presuntuoso civilizado que, cegado por crueles ambiciones, azuzado por perversiones insanas, poseído por ansias de

 grandeza y gloria, subyuga y roba a su semejante, extermina poblaciones y saquea países enteros.

He insistido acerca de la “causa biológica” de la guerra, no tan solo porque es la más aberrante y peligrosa expresión verbal, sino porque ella puede abrigar y justificar las otras causas, envueltas en oropeles “idealistas”: cultura nacional (más exactamente: orgullo y soberanía nacionales), libertad política, independencia económica, cooperación internacional (máscara del imperialismo capitalista, del totalitarismo estatal, de la “revolución mundial”, del derecho del más fuerte, en fin, con su primacía étnica, su odio racial, su fanatismo religioso o dialéctico)…

La cabeza del hombre puede ser un terrífico antro de monstruos, y su boca derrama palabras que no corresponden a ninguna realidad normal, objetiva, hieren el corazón, trastornan la razón, paralizan el espíritu. Las palabras que no brotan de nuestra humanidad buena, sana y creadora, los vocablos no verificados y purificados en la luz de la conciencia moral, no son más que gérmenes virulentos de la fatalidad de la guerra. Hablan entonces la nada, lo absurdo, la locura sangrienta, la voluntad extraviada, azuzada por todos los excesos de la Negación. Habla, en efecto, el genio malo del hombre, que aprovecha el progreso de la cultura -de la ciencia, la técnica, las artes- apuntando las armas mortíferas contra el forjador de las mismas, y contra el creador de otras armas, las armas vivas de la solidaridad y de la paz.

Hay que repetirlo: el más peligroso, y aun el único enemigo del hombre es el hombre mismo. La muerte está al acecho en sus abstracciones antinaturales, más astuta y despiadadamente que en una roca que está a punto de precipitarse por la mera ley de la gravedad, mientras caminamos por un sitio encantador y más invisible e inocente que un microbio juguetón en el aire fresco que respiramos en una noche estrellada…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *