Xavier Díez

Como cada tres meses, Rafael, quien lleva al frente de esta revista desde tiempo inmemorial, me envía un correo electrónico solicitándome una nueva colaboración. Me lo tomo como una incitación a pensar, a reflexionar a mi alrededor y tratar de pensar sobre qué cuestiones, muchas de las cuales requieren atención, voy a centrarme. Y esta invitación a pensar siempre resulta un estímulo, de manera que, ejerciendo yo mismo como editor de una revista educativa –Docència, Anàlisi, Reflexió i Debat sobre Educació–, no representa una molestia, sino un desafío, que agradezco, aunque no siempre dispongo del tiempo y la inspiración. Sin embargo, tanto la escritura como la lectura son una actividad (y un arte) que requieren dedicación y disciplina.

Haciendo memoria, creo que ya llevo un cuarto de siglo de colaboración con Orto, revista de ideas ácratas. No es habitual mantener una relación tan duradera en el mundo editorial. Tampoco lo es que esta revista sea tan duradera. Desconociendo casi todo sobre su núcleo editorial y sus orígenes, y atendiendo a mi propia experiencia, imagino que habrá un trabajo ingente y una paciencia infinita, habilidades necesarias para sobrevivir en un mundo que, a pesar de todo cambio y avance, sigue siendo esencialmente despiadado. Y sí, efectivamente, me enorgullece haber compartido mis pensamientos y reflexiones en una publicación como esta, que quizá no tenga la difusión más espectacular ni la influencia más destacable, que seguramente posee los medios más modestos, pero que sin duda alguna en algo contribuye a mantener la sempiterna aspiración ácrata a procurar un mundo más habitable.
Sé que me estoy poniendo transcendente. Debe ser que, como la revista, quien esto escribe también acumula años. Probablemente, demasiados. ¡Como me gustaba bromear con mis alumnos “tengo una cosa que ustedes no tienen… perspectiva histórica! Pero no se preocupen ni se apresuren en conseguirla, no es algo que requiera mucho mérito, solamente algo de tiempo”. Bien, Orto sí tiene perspectiva histórica, y el movimiento libertario, todavía más. Desgraciadamente tengo la impresión de que nuestra perspectiva histórica, e incluso nuestros principios ilustrados y racionalistas, no son muy valorados últimamente.
Porque seguir adelante con una revista de papel, puede considerarse hoy en día como una actividad heroica. Es la resistencia de la claridad de la letra impresa, y del análisis lento y profundo en un mundo de rapidez superficial. Las revistas de pensamiento, efectivamente, deben ser en papel, porque promueven una mayor concentración, cosa que a su vez genera la necesaria introspección e intimidad requerida para dar frutos que valgan la pena. Contrariamente a lo que la mayoría sostiene (y me avala mi formación de historiador académico) fue más revolucionaria la imprenta que internet; Gutenberg que Bill Gates; Thomas Paine que Elon Musk.
Tengo la impresión de que la digitalización, una buena idea tecnológica y una herramienta excelente que potencia nuestras posibilidades de conocimiento, ha derivado, a partir de la apropiación del capitalismo y las concepciones neoliberales, en un nuevo espacio de desconocimiento, confusión y oscuridad. Las redes sociales de última generación, mediante sus técnicas de manipulación psicológica, sus trucos de seducción para propiciar adicciones han propiciado una visión precipitada, impulsiva, narcisista de las ideas. Y ello ha impulsado batallas culturales estériles (que en el fondo no parecen otra cosa que combates entre egos y guerras de religiones aparentemente laicas) que han provocado lo que detecto es una especie de naufragio ideológico, un fracaso de las ideas, un nihilismo moral acelerado.
Como heredero de la cultura occidental, el renacimiento y la ilustración, las personas, hombres y mujeres, deben ser la medida de las cosas. El humanismo es entender de que, en toda dimensión política, la libertad, el bienestar y la dignidad de cada individuo y colectivo debe pasar por encima de cualquier idea, principio, causa, religión o abstracción que pretenda realizar sacrificios humanos en el altar de su pretendida superioridad. Afirmaba Albert Camus, ante una pregunta capciosa de un periodista que le preguntaba sobre si cualquier medio era legítimo para conseguir la independencia de Argelia, incluido el poner bombas en los autobuses, que, entre la justicia y su madre, elegiría siempre a su madre. O, en otros términos, que la dignidad de las personas, su libertad, su soberanía, su bienestar, estaba por encima de cualquier causa justa. Este humanismo es el que provocó la condena y el ostracismo entre la congregación de la Rive Gauche y la desaparición de buena parte de sus amistades políticas. En segundo lugar, la ilustración, la idea que la racionalidad debe ser un factor de comportamiento individual y colectivo, frente a pasiones que a menudo pueden acabar trágicamente. Finalmente, el liberalismo, entendido como desde la acepción primigenia, la idea de que los individuos no deben ser sometidos al control de cualquier autoridad o institución, fuera de los pactos libres e reversibles entre cada persona y la colectividad. En este sentido, el anarquismo clásico, de toda la vida, debe contener estos tres ingredientes: humanismo, racionalismo, liberalismo.
Han pasado bastantes años. He enviado decenas de colaboraciones a Orto. Probablemente, quien tenga la paciencia de seguir mis artículos, habrá observado que ha habido evolución en mi pensamiento. Es lo lógico, cuando debe negociarse constantemente con la realidad, las circunstancias y las experiencias. Sin embargo, los principios esenciales, no han variado excesivamente. Incluso diría que nada. O se han hecho aún más sólidos. Nunca he militado en nada, tampoco en el anarquismo, pero éste, especialmente sus textos clásicos, han conformado buena parte de mis coordenadas morales.
Debo confesar, no obstante, que la evolución de los últimos años en el campo del pensamiento considerado como “progresista” me ha incomodado. Demasiados ombligos detecto en las brújulas morales contemporáneas. Y ello me lleva a recordar la lectura de Max Nettlau, cuando criticaba el anarquismo francés, de carácter idealista, que proliferaba en las primeras décadas del siglo XX. El viejo historiador anarquista anticipaba lo que vendría a partir de la década de 1960, cuando denunciaba la “dispersión de tendencias” que impedía centrarse en las cosas verdaderamente importantes. Hace un cuarto de siglo, cuando lo leía, no lo acababa de comprender, incluso me parecía algo obtuso, conservador, refractario al cambio. Pero visto lo visto en los últimos años y en el contexto actual, sus ideas parecen bastante proféticas.
Es cierto que el anarquismo, más allá de sus múltiples escuelas y de un pensamiento fluido, flexible y gaseoso, ha tendido a un cierto epicureísmo. No como la caricatura hedonista que a menudo ha sido dibujada respecto a esta escuela filosófica helenística, sino ante el principio de la necesaria vida contemplativa que promueve, así como las reflexiones compartidas en base al diálogo, el debate sereno, e incluso la amistad que se produce entre personas a la hora de construir con materiales individuales, edificios intelectuales colectivos. El epicureísmo, así como el anarquismo de índole más filosófica requiere de interacción entre iguales, aunque debe evitar el riesgo de la abulia ante la más que necesaria acción que se requiere para materializarlo. Es cierto que se ha abusado de la voluntad de transformar el mundo. En el último cuarto del siglo el mundo se ha transformado demasiado, y no en la dirección deseable. Básicamente los cambios han consistido en sofisticar el capitalismo e inutilizar sus alternativas, ya sea en base a infiltraciones, ya sea en base a delirios filosóficos, ya sea porque las estructuras de clase se han hecho infinitamente más complejas e inmanejables. Por ello, el análisis, la reflexión, la meditación, incluso con las necesarias dosis de aislamiento son elementos esenciales para construir un mundo mejor, o como mínimo, para mantener los elementos esenciales para evitar que se nos vaya deteriorando, ya sea a causa de las ideas perversas que lo dirigen (el capitalismo, el neoliberalismo), ya sea a causa de otras ideologías que teóricamente lo combaten, pero que en el fondo, mediante su ombliguismo, acaban contribuyendo a generar una sociedad atomizada, egocéntrica, y tan despiadada como habitualmente.
Llevo, así pues, un buen número de años y colaboraciones, de desigual calidad e interés. Y las mantendré mientras me las pidan y pueda. No soy una persona valiente ni heroica. Mis energías y capacidad de influencia son más bien limitadas ante la titánica tarea de hacer el mundo algo más justo. No soy, ni pretendo ser, la persona más brillante capaz de iluminar al mundo con mis ideas. Hago lo que puedo y me dejan. Desde esta perspectiva, el balance es satisfactorio. Tengo la sensación de haber hecho lo correcto, de acuerdo con mi situación y posibilidades. Quizá sea eso, que el anarquismo consista en hacer lo correcto, a pesar de todas nuestras manías y defectos.

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