Eduardo Mallea

La cultura no es solo el producto final de lucubra­ciones circunscriptas, sino lo que la engrandece, una especie de voz librada o palabra esencial en que al fin se manifiesta aquello que el hombre tiene de aparen­temente más inexpresable. Cuando los pueblos han sufrido mucho y los hombres han pasado por muchas vicisitudes, vejaciones y hambres; cuando la gente más común, agostada y desarmada, ha padecido muchas injusticias; cuando los hombres han esperado en infi­nitas vigilias el cumplimiento de promesas que no se han cumplido, y los desesperados llorado muchos in­fortunios, y los estudiosos han velado sin confesión ni triunfo visible, y los artistas trabajado sin éxito y las gentes de paz, pasión y amor llegado al crimen por la sola ley humana de no saber cómo querer; cuando, en fin, una gran ola de desaliento ha parecido ir a sumer­gir grandes fragmentos de dolor expandido, la queja que se libera en definitiva, la palabra que se salva, el documento que se rescata, esa queja, esa palabra, ese documento son la cultura. Cultura es lo que el hom­bre que cultiva la tierra lleva cultivado en el rostro. Cultura es lo que los libros dicen y cultura lo que dejan de decir, pero quisieron decir. Cultura es coro­nación de grandes, majestuosos sufrimientos. Cultura es todo aquello que no gana, sino que hace ganar; cul­tura es lo que no triunfa sino después; cultura es espera.

Por eso la gente joven, en su estado más meditati­vo o aspirante, la reclama, sin vacilación, sobre otros bienes, siendo lo propio de la juventud el desdeñar la materia de toda riqueza comerciable, salvo la que se comercializa en el ideal o en el sueño. Y porque ni vileza es cultura, ni agresión es cultura, ni depreda­ción es cultura; por ser exactamente la cultura cuan­to asume sobre los órdenes caprichosos y los desórde­nes del espíritu el papel de libra o balanza, del que saldrá la desmesura medida, lo incalculable calculado, lo extremado centrado.

En lo individual la cultura tiene tan sólo su labo­ratorio o sitio de primeras experiencias: lo que prue­ba si el producto sirve o no sirve es la calidad de su estímulo al alma general. Y es sugestivo cómo el alma general va a su vez laborando naturalmente sus culti­vos superiores, afinando su material de decepción o esperanza, acrecentando su propia lucidez ante los acon­tecimientos y las cosas, depurando sin titubeos su ins­trumental selectivo. Contra todo se puede llevar ata­que menos contra esta acción íntima y madurante que al fin da su fruto cuando no en el padre en el hijo y que escribe en las cárceles su signo y sobre el banque­te su profecía y sobre el agua misma las únicas pala­bras que no se borran porque el agua las conduce sal­vadas en los ininterrumpidos navegantes.

Taciturno el poder que olvide o desdeñe las reglas que, sin cuidarse de él, la pura idea madura en sus zonas profundas. El espíritu de la acción vale más que la acción, y de él se obtiene la única esencia válida en juicio; el acto como acto es tan impresionante co­mo transitorio; por debajo de la acción inmediata o ademán, otra cosa queda pendiente, y la precede y procede, como el aire que el pelotazo escinde y cierra en su proyección. La cultura es el último tribunal y rechaza otro testigo que las esencias, deslindándolas de los actos, que no prueban nada separados de su es­píritu conductor. Los actos no tienen destino; lo que tiene destino es el orden en relación al cual los actos se producen, y en relación al destino de ese orden se consuma la suerte definitiva de los actos. Vistos desde el punto de vista de ese orden lo que se declara vil puede revelarse angélico y lo que se declara angélico puede naturalmente revelarse vil. La cultura tiene pa­rentesco con ese orden espiritual en que toda tenden­cia humana se encuentra con el veredicto de la justi­cia inmanente. Por lo pronto la cultura, además de llamar las genialidades individuales a la norma del genio colectivo, refina soberanamente los resortes de la convivencia y otorga a la medida del hombre sus posibilidades más altas en el álgebra de la sabiduría cognoscitiva y expresiva.

Las culturas son infinitamente diversas, pero las une su poderío real sobre todos los poderes pragmáticos, su estirpe y su condición eminentemente inalcanzable -a diferencia de estos últimos poderes- por expedien­tes que no sean en extremo legítimos. La cultura es indivisible de la creencia fértil y central en el hom­bre como ente dueño de sus facultades de ser y opi­nar. La cultura defiende al hombre proporcionado por su ingénita condición y no desproporcionable por ningún poder humano. La cultura define a los hombres más allá de toda ficción o apariencia, se les resiste y los resiste, los sobrevive; y a través de todos los tiem­pos conoce hasta en sus variaciones menos percepti­bles las falsificaciones del mundo, la vicisitud de con­ciencia, los reclamos de la justicia, las anomalías de lo físico, el curso de los astros y la dirección de los ríos.

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