Xavier Díez

Occidente lideró la liberación de las costumbres y la ruptura con aquellas rigideces sociales que permitieron emancipar al individuo de tradiciones colectivas asfixiantes. En una formulación más clara, se puede decir que conseguimos lo que los anarquistas del siglo XIX pretendían: inventar el amor libre, es decir, librarse de los vínculos familiares, estatales y de los convencionalismos sociales. Cerca de seis décadas después del verano del amor de 1967 del San Francisco contracultural y de la Revolución parisina de mayo de 1968, podríamos pensar que habíamos tenido éxito en este propósito. Servidor de ustedes, que dedicó parte de su tesis doctoral a analizar el discurso sexual del anarquismo, es consciente de cómo algunos de los textos de teóricos sobre la cuestión como Émile Armand, Han Ryner, o el fascinante barcelonés Fèlix Martí Ibàñez (1911-1972), el primer sexólogo catalán, se debían sorprender de cómo se cumplieron sus profecías, con algunas generaciones de antelación.

Sin embargo, tras décadas de evolución social, podríamos constatar, tristemente, que del amor libre hemos pasado a los afectos desregulados. En el caos civilizacional que vive occidente, son constatables unos alarmantes síntomas. El más obvio, y se percibe en el análisis cuidadoso de las manifestaciones del 8 de marzo, el retroceso de los derechos de las mujeres, donde no solo parece registrarse un estancamiento en cuanto a cuotas de igualdad social y económica, o al enquistamiento de la violencia de que son objeto, sino que la infiltración del movimiento queer y determinados discursos procedentes del mundo académico norteamericano avalado por ciertas actitudes inquisitoriales, llegan a cuestionar el mismo concepto de mujer, y como denuncia la antropóloga de la UAB Silvia Carrasco, hemos llegado a un punto en el que las mujeres son borradas o reducidas a una caricatura hiper sexualizada.

Cualquiera que hable con gente joven o adolescentes puede constatar que una epidemia de malestar psicológico y emocional se ha instalado en el inconsciente colectivo de las nuevas generaciones. En los debates públicos se tiende a exagerar o banalizar esta circunstancia, y resulta tan fácil como tentador atribuir todo ello a los móviles, las redes sociales, el narcisismo o cualquier otro elemento aislado que nos sirve más para demonizar usos y costumbres determinadas que para hacernos las preguntas correctas. Hace algunas semanas, el profesor Josep Sala i Cullell, articulista de Vilaweb y profesor en Noruega desde hace décadas analizaba en un artículo reciente los cambios en los valores y las angustias de los adolescentes, y proponía, de manera acertada, rehuir de simplificaciones y tratar de averiguar las casuísticas complejas que permiten constatar un mal occidental. Al fin y al cabo, a pesar de vivir a miles de kilómetros, nuestros jóvenes sufren angustias similares, de carácter global, acompañadas de males específicos y locales.

En un entorno en el que se han cumplido los anhelos de los anarquistas y socialistas del XIX de emanciparse de los convencionalismos, de la institución burguesa de la familia, tachada a menudo de mecanismos de reproducción patriarcal y jerárquica a la manera del capitalismo clásico, hoy nos hallamos en una situación radicalmente diferente. Sin embargo, no son buenas noticias. La familia patriarcal, enlazada a la jerarquía desigualitaria de las fábricas y al dominio masculino de la esfera pública y privada, y en cierta medida, al capitalismo, está dando paso a la desregulación de las relaciones interpersonales, de la disolución de los vínculos familiares, de la banalidad y precariedad de los afectos. Ya hace dos décadas, el pensador Zygmunt Bauman nos alertaba en un libro magnífico, Amor líquido, sobre la fragilidad de los vínculos humanos, de esta transmutación del capitalismo neoliberal con implicaciones sobre las formas de relacionarnos. La globalización neoliberal, con sus pilares de la desregulación, privatización, liberalización, del mismo modo que se había dedicado a destruir conceptos como la estabilidad laboral, la carrera profesional, los valores universales, la solidez de las instituciones, también ha penetrado en el ámbito de las relaciones personales y familiares para desmantelarlas con el fin de expandir los mecanismos de mercado, competencia, consumo y rechazo. No hace falta imaginación para darse cuenta de que aplicaciones de citas como Tinder responden a esta lógica, en la que, incluso del amor se hace negocio a gran escala. Estas ideas las remachó en otro libro, Vidas desperdiciadas, donde entendía que la pasión por la novedad y la innovación convertía a los seres humanos en material de rechazo, elementos prescindibles. Y las relaciones humanas, a partir de una lógica de competitividad, acababan indefectiblemente en vínculos con fecha de caducidad. Las personas, sin instituciones sólidas como la familia, la nación, el barrio, la comunidad, el trabajo, sobrevivían sin sensación de tener propósitos. Desgraciadamente, estas ideas, saludadas por los artífices de la modernidad como una existencia excitante y deseable, ha acabado penetrando en la mentalidad de unos individuos atrapados en una deriva de nihilismo existencial. Nuestros jóvenes son así, porque han acabado aceptando y asumiendo la ideología y los valores de mercado que les han inoculado las generaciones precedentes. El neoliberalismo, esto es, la desindustrialización, la deslocalización, el descrédito de los valores comunitarios ha certificado La Défaite de Occidente, (en términos de Emmanuel Todd). El pensador francés, nos recuerda que el neoliberalismo no solo ha debilitado materialmente nuestra sociedad (la externalización de la industria, el déficit comercial, la deuda, las desigualdades astronómicas), sino que la desregulación de los nexos y afectos, el enaltecimiento de una multicultural disolvente, nos ha destruido espiritualmente.

Ahora bien, tampoco debemos menospreciar la dimensión material. Como explicábamos, la renuncia a la industria, a la planificación económica, a poner (y regular) la economía al servicio de la sociedad, al aceptar acríticamente los axiomas de la religión destructiva del neoliberalismo (que, como vimos durante la crisis de austeridad de 2008-2015, implicó sacrificios humanos), hemos dejado sin perspectivas a las nuevas generaciones. Sin futuro, como ya profetizaban los Sex Pistols cuando justo Margaret Thatcher estaba a punto de dar el golpe definitivo a la era del bienestar, y sin presente. Que los jóvenes no se puedan emancipar ni iniciar su proyecto vital, condenándolos a una provisionalidad permanente por haber renunciado a controlar el precio de la vivienda o por renunciar a utilizar la política para obligar a las empresas a pagar salarios dignos, acaba implicando un precio terrible: que nuestra civilización pueda estar experimentando un punto crítico, que ya no somos capaces de reproducirnos (ni demográficamente, ni espiritualmente), lo que nos conduce hacia la extinción. Este pesimismo occidental surgido en los últimos años, desgraciadamente se encuentra bien fundamentado.

Podría parecer exagerado. Sin embargo, me limito a reproducir el análisis que hace Emmanuel Todd en su reciente libro La Défaite de Occidente (todavía no traducido). Poca broma. Todd es uno de los pocos que pronosticó la caída de la Unión Soviética con una década de antelación, utilizando un análisis de detalles (como las tasas de mortalidad infantil, la descomposición familiar o el alcoholismo), y encuentra indicios inquietantes entre lo que sucede actualmente en Occidente (incremento del consumo de drogas, déficit de creación de hogares y familias,  tasa de problemas de salud mental…) que va más allá del innegable declive económico, que podemos ilustrar en la superioridad industrial y militar de Rusia, capaz de superar la producción de toda la OTAN en pleno conflicto con Ucrania. En cualquier caso, no resulta difícil establecer el paralelismo entre una Unión Soviética que se hundió por las consecuencias morales de un sistema económico inconsistente y fundamentado en la mentira, a partir de unos dogmas ideológicos, y un Occidente que se encuentra en declive económico y social, debido también a la asunción de axiomas neoliberales que han debilitado los fundamentos de nuestra civilización. Hasta el punto de que hoy la desregulación también ha llegado al fondo del alma humana.

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