Salomé Moltó

Dice el proverbio que la generosidad bien entendida empieza por uno mismo, posiblemente sea verdad, sobre todo cuando buscamos un equilibrio social.

Meditando un poco habría que buscar en este noble sentimiento algunas connotaciones que le añaden valor y otras que se lo restan.

Como instinto, es algo que aflora en las relaciones humanas cuando se observa algún que otro motivo de injusticia; este es el motor que pone en marcha la generosidad, querer subsanar una injusticia cuando detectamos que alguien no goza de un bien universal como es la justicia, la equidad, la igualdad, cualidades éstas que, a fin de cuentas, son matices de un mismo aspecto, el sentir humano de solidaridad hacia los demás.

También puede tratarse de una disposición personal, e incluso un medio de afirmar el ego de cada cual.

Ejercer la generosidad es una labor delicada que requiere mesura, razón y, sobre todo, oportunidad.

El que la ofrece sin medida puede causar dos resultados diferentes y diferenciados: herir la sensibilidad del receptor, ya que éste puede interpretar que se menosprecia su valía, o bien empujarlo a una comodidad superficial que imita su reacción ante la adversidad y obstruye su capacidad para hacer frente a los problemas, que, sin duda, la vida presenta.

Frecuentemente la generosidad se convierte en invasión del terreno ajeno, de lo personal del otro, donde no vale ni la espontaneidad ni la abundancia. Se impone, más bien, el ser comedido y discreto.

La generosidad se practica en la intimidad, sin luces ni taquígrafos, con suavidad y con compostura y sin retención de memoria, porque nunca pasaremos factura de un acto de generosidad a menos que queramos frustrarlo, para convertirlo en una mera especulación.

Los que pueden dar y suelen hacerlo, deberían reflexionar antes hasta dónde les lleva su actitud, ya que se puede nutrir al aprovechado, al oportunista en vez de ayudar al necesitado.

Leí en un artículo de “CENIT” (periódico del exilio confederal español en Francia) una hermosa expresión, que según su autor la escribió Alberto Carsi Lacase, cuñado del valenciano historiador e intelectual Vicente Blasco Ibañez. Y decía: “El agua es la única divinidad que vemos bajar del cielo”.  Viene a colación por esa disposición que mucha gente tiene esperando resolver sus problemas económicos por la generosidad divina. Juegos de azar, loterías, boletos de múltiples rifas. Se sigue esperando una generosidad y la unimos a una fantasía creciente, a un capricho del destino.

En las familias es frecuente comprobar que no todos son generosos con los demás y es a menudo la madre la que está en mejor disposición para darlo todo por los otros, no solo en lo material, también en lo moral, en sacrificio, en lo que sea. Otras veces es el padre, que después de muchas horas de trabajo sólo lleva en su pensamiento qué ofrecer a los suyos para que no carezcan de nada.

La generosidad puede ser, a veces, un “parche” necesario en una sociedad en evolución, ya que si justicia hubiere la generosidad estaría demás.

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