Xavier Díez

Supongo que algunos lectores ya lo habrán visto por alguna red social. Un grupo de jóvenes de un instituto de Santander se dedican a humillar a un compañero con parálisis cerebral. La embriaguez de la excitación los lleva a registrarlo y la cosa se esparce mediante las redes sociales. Trasciende que el castigo para esta acción implica cinco días de expulsión, y al cabo de una semana, agresores y agredido volverán a compartir techo, con el agravante de que la humillación ha sido viral, todo el mundo lo ha visto… y no hay consecuencias. Como sucede en estos casos la indignación es tan intensa como efímera. No sabemos cómo esta herida profunda de la víctima evolucionará con el paso de los años. Tampoco sabemos qué pasará, por poner un ejemplo, dentro de veinte años, con los agresores. Las biografías son esencialmente imprevisibles. Sin embargo, en el presente, y más allá de las reyertas de twitter que han generado, el gran problema es cómo el crimen no tiene castigo, del mismo modo que hemos normalizado que la virtud no tiene premio, y con los parámetros morales contemporáneos, más bien puede resultar inconveniente.

Cualquier persona que haya pasado años en el sistema educativo seguramente habrá asistido a episodios similares a éstos. La diferencia, quizás, es que antes permanecía en la memoria de los testigos, mientras que ahora quedan registrados para siempre y llegan a los ojos de decenas de conocidos y millones de unos desconocidos cada vez más insensibles ante el sufrimiento humano. En el interior de los recintos escolares ha habido de todo: bullyng que han acabado en suicidio. El asesinato de un docente en 2015 en el Instituto Joan Fuster. Violaciones en los aseos en algún centro educativo, o en centros comerciales por parte de compañeros de instituto, y quizás con menor intensidad, aunque con un dolor inconmensurable, agresiones, amenazas, robos, humillaciones públicas y privadas, difamaciones, discriminaciones, marginación de unos niños y adolescentes por parte de otros niños y adolescentes. Servidor de ustedes, que ha dirigido investigaciones sobre temas educativos y sobre el profesorado, ha podido leer decenas de testimonios desgarradores que nunca verán la luz pública. Y lo que resulta más desmoralizante, más allá de la inimputabilidad de los menores de 15 años (y una protección legal a los menores de 18), que hace de muchas aulas, patios, espacios comunes, proximidad de los centros un espacio de impunidad en el que el mal se exhibe sin recato ni medida. Y quien sigue las normas, no tiene dónde esconderse.

Es difícil saber si este tipo de hechos se producen más o menos que antes. No constan estadísticas internas, más allá de la minoría que acaban en denuncias o que puedan llegar a una inspección educativa, que muchos ven como decorativa. La mayoría quedan en el anonimato y el silencio de las víctimas. Personalmente, pienso que quizás la frecuencia sí ha aumentado, porque probablemente experimentan una crisis profunda de lo que antes considerábamos instituciones sólidas. Las familias viven en una era de descomposición imparable, una parte sustancial de los padres no tienen muy claro cuál es su papel, las escuelas han visto cuestionado su rol social y ya no saben exactamente cuáles son sus funciones, y quizás también (y este es un argumento extraído de la criminología), la figura paterna se ha ido difuminando,  entre la ausencia, el desinterés, la confusión y la pérdida –o renuncia– a la responsabilidad  porque las probabilidades de presentar actitudes criminales se disparan entre aquellos niños crecidos sin un referente paterno mínimamente funcional.

Existe, claro, la eterna disputa sobre si el mal es un hecho inherente o son las circunstancias las que marcan el comportamiento disruptivo de niños y adolescentes. No pienso, por el contrario, ni siquiera aceptar los típicos argumentos que corren por la red, demasiado soixantehuitard, que presentan los agresores como víctimas, y que desde determinada pedagogía o psicología inconscientemente buenista que tratan de poner al mismo nivel a unos y a otros. O peor aún, que se inventan lo de la mediación, que en el fondo revictimizan a aquellos que han sufrido agresiones o humillaciones. También han proliferado peligrosamente las sectas educativas a partir de las constelaciones familiares o las ideas surrealistas como la pedagogía sistémica de Bert Hellinger, propuesta acientífica que más o menos viene a explicar que todo lo mal que infringen a alguien es como una especie de reequilibrio natural por algo que había hecho algún antepasado:  en otras palabras, que ser víctima es una consecuencia merecida de un extraño karma en una especie de perversión intelectual que recuerda bastante a las sectas estilo Charles Manson. El maestro Manel Sañudo está haciendo una interesante investigación como estas sectas están penetrando por todo el sistema educativo público, muy especialmente en el Penedès, entre, como mínimo, la indiferencia (y a menudo la colaboración) de la administración educativa.

Sin embargo, en este artículo no quería hablar de escuela, sino del mal, y como nadie le es ajeno. El mal, como la estupidez, es fundamentalmente democrático e igualitario: afecta a todos los grupos sociales y no discrimina por sexo, ni religión, ni procedencia étnica. Forma parte de nuestra naturaleza. A menudo es inherente a determinados individuos. La mayor parte habita en un rincón discretamente escondido de nuestra alma. Emerge ocasionalmente, a menudo de manera espontánea, a veces en determinadas circunstancias. La humillación de la que hablábamos al principio, de tres chicos jóvenes contra alguien que no se puede defender, como el asesinato del profesor en el instituto Joan Fuster, como el bullying que ha llevado a muchos niños y adolescentes al límite, como la violencia sexual del centro comercial Màgic de Badalona, como agresiones inesperadas que afloran en el momento menos pensado sin razón aparente,  sin desencadenante preciso, porque forma parte intrínseca de algunos individuos especialmente perversos y dotados para hacer sufrir a otras personas con un sadismo instintivo. Ahora bien, también está el mal circunstancial, al que puede ceder cualquier persona completamente normal, que de manera habitual puede actuar como un buen ciudadano, y que, en determinados contextos excepcionales puede caer en la barbarie más salvaje. Es, por un lado, la banalidad del mal del que nos hablaba Hannah Arendt a la hora de describir ejemplares padres de familia capaces de los crímenes más abominables porque se ha forjado una lógica perversa según la cual infringir el mal contra un determinado colectivo es considerado como un comportamiento correcto y justificado, aunque también puede producirse en momentos extraordinarios,  cuando se hunden las coordenadas morales en que personas normales se dejan arrastrar por sus instintos más primarios de violencia, competencia o supervivencia, a partir de nuestra condición animal. Como nos recuerda Yuval Noah Harari, existe una línea muy delgada que separa la civilización de la barbarie. Porque, de hecho, la misma idea de civilización es una ficción fundamentada en la fe colectiva en algo abstracto e inmaterial, como el dinero, la religión o la nación.

El mal intrínseco de algunos individuos no puede ser controlado. El circunstancial, quizá sí. Thomas Hobbes, este filósofo del siglo XVII, reflexionó sobre este último. Su experiencia como testigo de la guerra civil inglesa y los terribles crímenes que se derivaron a partir de la idea de que el poder provenía no de la legitimidad, sino de quien tenía la espada más larga y la decisión de usarla, lo llevó a reflexionar cmo sólo mediante un mundo protegido por normas e instituciones sólidas para hacerlas cumplir, se nos permite cobijarnos en esta abstracción o creencia llamada «civilización». Podríamos decir «democracia», podríamos decir, «organización» o incluso «solidaridad» o «decencia». Sin embargo, sin una capacitad de autoorganización, de personas determinadas a consensuar unas normas y hacerlas cumplir, lo normal es caer en el caos, en la ley del más fuerte. Lo narra en su último libro el ensayista Robert Kaplan a la hora de describir el caos que se vive en África asolada por una guerra civil perpetua, cuando constata que para niños y adolescentes armados con Kalashnikovs, que la violencia no es medio, sino que resulta un objetivo en sí mismo. Porque, efectivamente, un adolescente fácilmente puede convertirse en un asesino. Cualquiera que haya estudiado criminología lo puede probar con estadísticas. Los «niños soldados» no son una anécdota de la historia.

Hace cuarenta años había mucha violencia en las escuelas. Lo recuerdo como alumno. La diferencia es que entonces estas cosas no trascendían a los medios, y aún menos la podríamos seguir en vídeos cortos y descontextualizados en las redes sociales. Sí recuerdo mucha charla de algunos psicólogos bienintencionados que a menudo la justificaban a partir de absurdos argumentos rousseaunianos que venían a decir que aquellos chicos salvajes se habían hecho así porque la sociedad los había abandonado. Quienes lo contemplábamos de primera mano ya sabíamos que aquel chico que pegaba a su novia, o aquel que robaba a punta de navaja el reloj o el desayuno, o humillaba a otros compañeros por el placer de hacerlo, no era víctima de nada, sino un vulgar cabroncete, porque conocíamos a su familia y resultaba que se encontraba entre los más ricos del barrio y que su hermano era una bellísima persona. No hace falta ser un experto en psiquiatría para entender la ilógica lógica del mal. Sin embargo, sí éramos capaces de detectar que cuando no se ponía remedio a las injusticias, cuando no se era capaz de modificar su conducta, o asistíamos a la impotencia de la institución para defendernos de ella, aquel orden civilizatorio se derrumbaba y a menudo muchos otros, ante la inoperancia colectiva, se apuntaban a la barbarie, ya fuera por oportunismo o por supervivencia.

Y es aquí donde quería llegar a parar. La impunidad, a menudo a partir de una filosofía paralizante que justifica el mal o no hace nada para neutralizarlo, hace caer la legitimidad de las instituciones. La crisis de la escuela, como la crisis de las familias, o una evidente quiebra de la convivencia en el espacio público, está propiciando un caos. Si el crimen no tiene castigo, si la virtud no tiene incentivo, cada vez más gente se ve más legitimada para transgredir, para destruir los fundamentos de la convivencia que son los que realmente sirven para proteger a unos individuos extraviados en el caos de un neoliberalismo darwinista y despiadado. La angustia creciente entre niños, adolescentes y jóvenes tiene más que ver con la decadencia de unas instituciones incapaces de defenderse de ella ante la barbarie. No tengo ni idea qué pasará con los chicos del vídeo de Santander. Cinco días de expulsión son una burla, y un clavo en el ataúd de una escuela que está perdiendo toda funcionalidad práctica. Occidente se hunde porque nuestras instituciones son incapaces de defendernos del mal.

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