Xavier Díez

Supongo que lo debían decir Clausewitz o Sun tzu: la mejor manera de preparar cualquier ofensiva es generar confusión entre el enemigo, esparciendo informaciones falsas o iniciando maniobras de distracción. En cualquier caso, el filósofo chino coetáneo de los presocráticos tenía claro que las guerras se ganan antes de iniciar las hostilidades. Ya sabemos que el presidente Trump no pasará a la historia por ser un gran pensador o humanista, y dudo que sepa identificar a ninguno de estos pensadores. No le hace falta: en las escuelas de negocios, y en los reality shows donde participó antes de empezar su carrera política, aprenden a entender el mundo como conflictos que hay que ganar, enemigos que hay que someter, y democracias que estorban. Ahora bien, como ya comprobarán los lectores, este artículo no lo podrán etiquetar en el campo de la ética, ni siquiera de la asignatura de urbanidad, sino en el de las hipócritas y despiadadas relaciones internacionales.

Acabamos de asistir a uno de esos episodios que se podrían caracterizar como confusos, de informaciones falsas o de maniobras de distracción, que buscan, más que humillar, esconder a la opinión pública de qué va este tipo de distanciamiento entre Washington y Bruselas. Trump, con el tacto diplomático que lo caracteriza, se puede decir que se ha vuelto a merendar el poni de Ursula von der Leyen. En una de estas maniobras confusas, ha acabado imponiendo unos aranceles de un 15% (de manera general, la letra pequeña se puede negociar y renegociar durante años) y un compromiso de la UE de invertir 600.000 millones de euros en la economía americana. Esto sale a 1.342 € por cada europeo (esto implica la mayoría de los lectores de este artículo), de manera que hagan sus cuentas. Y a todo ello, hay que añadir la imposición de un 5% de todos y cada uno de los estados de la OTAN de su PIB para defensa. Para que nos hagamos una idea, eso implicaría que España (que dedica un 1,3 %) tendría que añadir 64.000 millones a esta partida, que, para que se hagan una idea, supera al presupuesto en educación (63,446 M€) y representa una tercera parte del gasto en seguridad social. Que Francia haya presentado unos presupuestos donde se hunde el gasto social paralelamente a la expansión del de defensa no es ninguna broma.

En periodismo, como en la historia, como en las relaciones internacionales, como en la vida en general, la clave es la preposición “¿por qué?”. Y es aquí donde hay que entender, más allá de valoraciones morales, el sentido de la confusión, las informaciones falsas o las maniobras de distracción. Las amenazas a la paz mundial son más que limitadas. El presupuesto de la OTAN en la actualidad multiplica por cuatro el de China y por nueve el de Rusia. Además, en los últimos conflictos como los de Oriente Medio, el de Ucrania o el de la India y Pakistán, hemos podido ver drones, que valen pocos miles de euros, que pueden abatir aviones o hundir barcos que cuestan centenares de millones. Por lo tanto, eso que propugna Trump son excusas baratas, con el fin de transferir euros de nuestros bolsillos a una de las escasas industrias -la de defensa- que no se ha deslocalizado. No va de peligros geopolíticos, ni siquiera de “desglobalización”, en todo ello hay elementos que explican mejor las supuestas ocurrencias de un presidente norteamericano que, en el fondo, no deja de ser un simple portavoz de las grandes élites de su país.

Primero de todo, lo que pretende Trump, como se puede intuir, es acercar a Rusia a occidente. No por simpatías personales, como se ha dicho, y aún menos por afinidades políticas, sino porque está claro que el principal rival de la superpotencia que se pensaba, desde hace tres décadas, que vivía en un mundo unipolar, es una China emergente, cada vez más poderosa, cada vez más superpotencia, cada vez con más capacidad de cuestionar su hegemonía económica, ideológica, diplomática, y, por supuesto, política. Putin y Xi Jinping mantienen una alianza tácita para cuestionar el orden mundial. Una alianza que se sostiene con alfileres. Ambos países mantienen una larga frontera, y Rusia, un país despoblado, puede temer razonablemente que una China superpoblada se extienda por una Siberia con muchas más posibilidades de las que podríamos imaginar. Pekín y Moscú siempre se han disputado extensas áreas de Asia, y han compartido una historia común caracterizada por tensiones, conflictos e invasiones. Una Rusia alineada con occidente (aunque esto genere terror entre alemanes, polacos, bálticos, y sobre todo unos ucranianos que ya se perciben como peón a sacrificar) puede servir para aislar la superpotencia asiática, que es lo que en realidad pretende Washington. El problema es que Putin es tan independiente e imprevisible como el propio Trump.

El segundo motivo, y el más importante, es que los Estados Unidos son conscientes de su declive. Como toda decadencia, los factores son múltiples, tienden a interaccionar y los posibles remedios encontrarán una férrea resistencia por parte de quienes parasitan el país. Lo más relevante es lo económico. La globalización neoliberal sirvió para ordeñar a las clases medias con un número de beneficiarios cada vez más reducido. La deslocalización industrial, sobre todo hacia China, por un lado, puso las bases a la transferencia tecnológica que permitió un desarrollo asiático espectacular. El salto adelante de los chinos en sólo una generación ha sido inédito en la historia de la humanidad. A diferencia de México, donde se trasladaron muchas factorías de capital norteamericano, el estado chino ha mantenido inteligencia y solidez, y ejercido un control estricto por parte del Partido Comunista Chino (PCC) y una planificación económica inteligente, han logrado desarrollar unas estructuras económicas y han ensanchado unas clases medias que se calculan alrededor de 400 millones de personas sobre 1.300 millones de población. Para hacernos una idea, la UE son 447 millones de habitantes de las que sólo entre 200 y 250 millones de europeos podrían considerarse de clase media. A todo esto, Pekín usa técnicas capitalistas, aunque es un país comunista donde el estado, si bien deja hacer, tiene siempre la última palabra sobre cualquier decisión empresarial. Eso quiere decir que, efectivamente, hay empresarios, hay millonarios, hay corrupción… sin embargo, existe un control estricto por parte del PCC que se encarga de hacer pagar impuestos a las grandes fortunas, de atarlos corto (todo va bien si no se les sube a la cabeza la posición económica y social adquirida) y de perseguir, especialmente bajo el mandato de Xi Jinping, una corrupción que, de momento, se mantiene bajo control. Como país autoritario, quien se pasa de frenada puede acabar fácilmente en una cárcel con un sistema judicial que actúa como correa de transmisión de las directrices del Congreso del PCC. Y eso otorga una legitimidad importante al gobierno, mucha más de la que podríamos imaginar. Según institutos de estudios internacionales como el norteamericano (y poco sospechoso de pro-comunista) Pew Research Center, se estima un apoyo popular al gobierno en torno a un 80%. En cuanto a Putin, sin llegar a los índices asiáticos, mantiene una posición sólida. Este grado de apoyo popular se debe a la capacidad del antiguo agente del KGB de tener bajo control a los oligarcas que se repartieron el país durante la caótica caída del comunismo. Y les sometió mediante métodos más que expeditivos…

No es el caso de Estados Unidos. A pesar de una potente propaganda capaz de generar un relato sobre la democracia, el neoliberalismo desató el poder de los ricos. Las políticas neoliberales, aparte de desmantelar el poder industrial del país, de reconvertir fabricantes de coches, barcos, ordenadores, ropa, maquinaria o tecnología en especuladores, rentistas, abogados de élite o corredores de bolsa. De gente capaz de hacer cosas, a enriquecerse destruyéndolas, como pasaba en el personaje que encarnaba Richard Gere en Pretty Woman, que metafóricamente ganaba montones de dinero desmantelando astilleros industriales. Esta nueva clase de hipermillonarios no aportando absolutamente nada tangible a la sociedad y acumulando riqueza financiera intangible, abusando de su situación de privilegio, acabó reconvertida en lo que los premios Nobel de economía James A. Robinson y Daren Acemoglu en élites extractivas, en una nueva aristocracia del antiguo régimen.

Las élites extractivas norteamericanas (Soros, Buffet…) en la práctica están exentas de pagar impuestos. Según un informe de Pro-Publica, un think tank que utilizó datos del tesoro norteamericano, las 25 principales fortunas del país habían pagado un 3,4% de impuestos, frente a la media del 19% (y que, aun así, son contribuciones extremadamente bajas de acuerdo con los estándares occidentales). Y esto es posible porque son ellos, a partir del sistema de financiación de partidos, quienes, a la práctica, dictan las leyes y normas al gobierno, lo que convierte al Capitolio en su gestoría particular. Que Trump nos resulte tan antipático se debe a que ya han caído las máscaras y alguien de la élite ocupa la Casa Blanca sin intermediarios ni ninguna necesidad de disimular cierta apariencia republicana. Y también es una buena muestra de cómo se ha deteriorado el sistema. Hoy un histriónico y errático republicano como el presidente Richard Nixon sería considerado un modelo de virtud.

Este es el principal problema económico norteamericano. Salvo algunos sectores estratégicos (especialmente la defensa), los norteamericanos ya no fabrican prácticamente nada, y su contribución al presupuesto público es irrisoria. Contrariamente a las promesas trumpistas, no volverán las fábricas al Rust Belt. Primero, porque la destrucción física y moral de las clases trabajadoras parece irreversible; segundo, porque es imposible reconvertir especuladores en empresarios industriales, a personas acostumbradas a ganar dinero destruyendo tejido productivo y a no pagar impuestos a empresarios que fabriquen cosas tangibles por las que tendrán que contribuir económicamente al sostenimiento de una sociedad que detestan y desprecian.

Ante la pugna con China, no hay que tener un exceso de imaginación que es cuestión de tiempo que la superpotencia norteamericana empiece a ser consciente de que se encuentran ya en medio del tobogán, a una velocidad que ya no pueden controlar. ¿Cómo podía sostenerse el sistema? Mediante la impresora de billetes de dólar. Esta moneda, en la práctica la divisa mundial, sobre todo a partir de 1971 cuando Nixon, para pagar el gasto de la guerra de Vietnam lo desvinculó del patrón oro, ha ido permitiendo esta extraña e ilógica situación. Una clase dirigente mínimamente racional entendería que hay que rectificar el paradigma Thatcher-Reagan de exención fiscal a los hipermillonarios e imitaría prácticas de planificación económica que fueron muy habituales entre los países capitalistas durante el segundo tercio del siglo XX (y que es lo que permitió a los norteamericanos ganar la segunda guerra mundial, haciendo pagar más del 80% de impuestos a sus millonarios para poder fabricar tanques, destructores y aviones de combate). Sin embargo, esto no pasará. Los ultrarricos americanos se han convertido en yonquis. La exención fiscal es el fentanilo de la economía norteamericana. Tampoco saben fabricar nada, se han olvidado de cómo construir cosas, ya no saben qué es una economía equilibrada. Y harán todo lo posible para mantenerse aferrados a una decadencia que les beneficia. Como decían Robinson y Acemoglu, así es como fracasan los países.

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