Pedro Ibarra

Duele el saber, casi cada semana, los brutales y feroces ataques mortales a indefensas mujeres. No hay semana en que no aparezca la noticia de uno de estos miserables ataques a unos seres que la naturaleza las hizo hembras, dotándolas de unos preciados dones que para si los quisieran los hombres. Nunca llegará el mal llamado “sexo fuerte” a tener la sensibilidad y la ternura de una mujer, ni tan siquiera el amor que por sus poros desborda. El hombre no podrá, nunca, poseer en su cuerpo esa inmensa fábrica de vida que es su maternidad, ese manantial de perpetuas aguas de cariño que bañarán toda la vida de sus pequeños, y que ofrecerá mil y una vez su vida por aquél que salió de sus entrañas.

Eso hay que reconocer que no está al alcance de nosotros los hombres, aunque en algunas cosas nos acercamos, en otras muchas jamás llegaremos. Entiendo que la palabra compañera, que para mí es la ideal, viene del verbo compartir, y este vocablo, aplicado en el largo camino que una pareja tiene que convivir, tiene una profundidad inmensa. Es una cantidad de años a compartir toda clase de alegrías y de situaciones tristes, pues de todo se compone la vida. Será todo soportado con silencio aprobador si esta pareja desea seguir andando juntos cogidos de las manos fuertemente, allanando caminos muchas veces intransitables.

Todo será realizable si ellos quieren compartir el todo de la vida. Pero cuando se quiere llegar a la violencia, este tesoro del amor se quiebra en mil pedazos cayendo en un infierno del cual no existe el fondo. La primera vez que el hombre alza su mano sobre el cuerpo de su compañera deja de ser una persona para convertirse en un ser miserable y despreciable. Es poner el primer pie en un abismo al cual seguirá el otro hasta caer destrozado por las piedras justicieras. Si es que no se quiere compartir la vida con una mujer, por mil razones, déjala en paz y vete sin ella. Pero no debes de encadenarla a tu falso e inhumano orgullo, pues sólo eres dueño de tu cuerpo, pero no del cuerpo de ella. 

Si el gallardo y bravo varón se engrandece hasta las cimas de las montañas más altas, al batirse con otro hombre mucho más grande que él. ¡Que altura de hombre puede alcanzar el gallardo caballero que golpea a niños y mujeres indefensas? Seguramente la sobresaliente de las alcantarillas. El miserable matón de menores y mujeres no podrá nunca recontar sus hazañas y proezas en bares y tabernas, por la sencilla razón de ser todas ellas vergonzosas y miserables.

En este sin fin de problemas que las circunstancias del vivir nos crean, y otros que nosotros mismos los creamos, da pie para que en algunas ocasiones pueda haber mal humor en nuestros hogares, pero siempre habrá ese cariño entre la pareja que lo haga desaparecer, para que así aflore la sabia del más hermoso de los árboles: Tu compañera.

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