Salomé Moltó
En el colegio sólo aprendíamos a rezar, cantar el Cara al sol, himno del franquismo, y poco más.
El miedo dominaba, las noticias de los fusilamientos aterraban. A cualquier pregunta que se exponía, te contestaban con un “eso no te importa” o “una niña bien no hace esas preguntas”
cuando las preguntas eran de lo más inocentes y eso me lleva a recordar: ¿Qué has querido decirme, amigo libro?, le preguntaba sin cesar, removiendo la biblioteca. Volvía a releer la página y, más imaginando que comprendiendo, avanzaba en mi lectura.
Con el tiempo, mi tía acabó regalándome varios de los libros que guardaba en la enigmática biblioteca, a excepción de: “Los intereses creados”, de Jacinto Benavente, una obra que, según decía, era la clave para comprender la sociedad moderna. Confieso que todavía no la he leído, lo haré, por supuesto, algún día.
Como oro en paño guardé Los Miserables, de Víctor Hugo, El Conde de Montecristo, de Dumas, Aladino… también. Hoy los sigo guardando, son un poco como el amigo en casa. Probablemente sembró en mí la pasión por la novela y mi eterna admiración al que ha sido posteriormente mi autor preferido: Víctor Hugo.
Más tarde, en París, y como estudiante de la cultura gala, emprendí el estudio, además de muchos otros, de este magnífico autor, del que tengo sus obras completas.
Empero, fue la novela Matilde, de la que guardo un vago recuerdo, la que despertó en mí la pasión por la lectura.
Antes de leer Los Miserables, lee este libro. Te ayudará mucho. Se llama “Corazón”, es de un autor italiano. Es muy interesante -me dijo mi tía cuando salía por la puerta. El protagonista de Corazón me chocaba al observar su ropa de épocas pasadas. Creo que del siglo XIX. El relato me agradó mucho y, muchos años después, pensé que debía formar parte de la educación de mi hijo, y lo inicié en la lectura con esta obra.
También leí a Julio Verne. Un capitán de quince años fue el primero, luego varios más, pero no leí los más populares, como La vuelta al mundo en 80 días, ni Viaje al fondo del mar, ni Viaje a la Luna. Estas obras las vi en película.
A continuación, pensé que mi preparación era la suficiente para emprender la lectura de “Los miserables”. Narra el momento del cambio en la historia del mundo, con la revolución francesa. Los albores de la revolución industrial, con sus miserias, exacerbada explotación del obrero, las luchas sociales. Dos capítulos tienen particular relevancia: los dedicados a Waterloo y a las cloacas de París. El primero noveliza la derrota de Napoleón, la muerte de un mundo que se apuntaba más liberal y adelantado en su tiempo, un avance en la modernización de la sociedad de entonces. A pesar del oscurantismo que se impuso, la humanidad, a través de la sociedad francesa, había vislumbrado la posibilidad de una sociedad más avanzada que la conservadora que imperó a partir de entonces y hasta la nueva explosión de 1848. El segundo capítulo es el concerniente a las cloacas de París.
Ya en aquel lejano tiempo, una mente preclara como la de Víctor Hugo previó la absoluta necesidad de reciclar los residuos, las basuras, como un medio racional de desarrollo. Creo que hubo para mí, un antes y un después de la adquisición de aquellas preciosas páginas. Es más, creo que nadie puede tener una idea cabal de la sociedad occidental, a la que pertenece, si no ha leído a este magnífico autor. Claro está, que habría que complementarlo con varios otros, como fondo de formación cultural, tal Pompeyo Gener, en su muy interesante obra La muerte y el diablo, Valle Inclán, Benito Pérez Galdós, nuestro Vicente Blasco Ibáñez. Estos autores introdujeron la novela histórica o bien la narración de la historia novelada.
Así fue desde los 12 años hasta los 19, en que me fui a París. Empecé con Matilde, Corazón, después varias de las obras de Julio Verne, Los Miserables, Tónicos de la Voluntad, de Ramón y Cajal, y las obras completas de Stefan Zweig.
Mi tía Paquita se casó a los 23 años con Antonio Agulló Soriano y marcharon los dos a Barcelona, donde mi tío trabajaba en la industria del calzado. Corría el año 1935. Barcelona era un hervidero. El Movimiento Libertario dominaba todas las facetas de la vida catalana. En la atmósfera se detectaba el cercano levantamiento militar.
El 18 de Julio mi tío había acudido a la sede del partido “El POUM”, si no recuerdo mal. Al salir, un teniente y un soldado le dispararon, cayó herido de muerte, pero todavía tuvo tiempo de disparar a los dos agresores, los cuales murieron también. Al no volver a casa mi tía Paquita empezó a buscarlo. Hospitales, sindicatos, centros cívicos, hasta que en el colmo de la desesperación llegó a la morgue. Estaba al fondo. -Ha sido de los primeros que han caído, por eso está allá, más al fondo. Es donde hemos puesto a los primeros que nos han traído- le dijo el encargado.
Mi tío Antonio murió antes de cumplir los 30 años y antes del primer aniversario de su boda. El matrimonio duró nueve meses, truncado por aquella guerra fratricida que acababa de empezar.
Poco después, mi tía volvió a Cocentaina, a casa de sus padres. La guerra no había hecho más que empezar.
Y hoy, con bastante preocupación, vemos resurgir, más o menos las mismas ideas que tantos sufrimientos nos causaron.