Campio Carpio

El mundo presencia en este instante el epílogo del gran drama so­cial que se inicia hace apenas doscientos años con la formación del Estado moderno. La tierra, que, con el progreso de la técnica, quedó reducida a la esfera de una cáscara de nuez, cuya circunferencia pue­de recorrerse con la velocidad del sol, acaba de experimentar uno de sus más terribles desengaños. El descubrimiento de la máquina de vapor, de las múltiples aplicaciones de la electricidad, de los principios de la física moderna en relación con la industria y el avance inusitado del capitalismo, que, en períodos mínimos de tiempo y espacio, crea imperios económicos con murallas de acero que dejan reducidos a un punto de la historia todo el sistema comercial de filisteos y bizantinos, han creado el gran problema social que con cien fríos dogales mantiene rígido en la horca del régimen presente al noventa y cinco por ciento de la población del planeta.

En este pavoroso campo de la muerte que es nuestro régimen inmisericorde de la explotación capitalista, sólo un cinco por ciento dis­fruta de los bienes de la naturaleza. Y, prácticamente, este número infinito que se pierde entre los 6.000.000.000 millones de habitantes de nuestro globo, son los dueños de tanta riqueza y poder como el suelo y la atmósfera, la inteligencia y el esfuerzo del hombre en total crearon las proezas de todo lo grande y bello que son el portento asombroso de la civilización.

El problema secular planteado con caracteres agudizantes a partir de la Revolución Francesa, coloca a la población del universo en una odiosa división de clases que repugna a la convivencia social. De un lado la explotación inicua del trabajo que mantiene a quien lo realiza en estado de postración física e inferioridad intelectual, por el des­gaste de energías y no poder contar con los medios necesarios para reponerlas; del otro, el interés o beneficio que esta explotación resitúa, que va formando riquezas que se acumulan en manos de un sólo hombre o persona jurídica, que crea el Estado, con toda la maquinaria burocrática, el arsenal de guerra para someter a fuego a sus explotados; crea la religión y va formando dinastías que se multiplican con el avance del sistema.

Y tan lacerante es la situación, que los economistas del siglo XIX, espoleados por la gravedad que presentaba para el porvenir de la humanidad dolorida, se abocaron a su estudio en los distintos aspectos, llegando a la terrible conclusión de que nuestro orden social, con su desigualdad, es la aberración más vergonzosa y la peor obra de creación del ingenio del hombre, que, o bien una sana comprensión tiene que obligarnos a destruirla o, de lo contrario, a la larga terminan por aniquilar hasta el instinto de conservación de nuestra especie zoológica. En el largo calvario recorrido, al que solamente llegaron con su cruz aquellos que no querían morir, sólo vemos los crucificados pero no los que sucumbieron bajo el látigo de los esbirros, que, en todas las lenguas tienen un nombre odioso, los que expiraron en las catacumbas, en los fosos de las fortalezas, en las mazmorras de le sacra inquisición, en las prisiones de la sociedad capitalista contem­poránea, en los calabozos con que la vergüenza pretende humanizar las cárceles, en los terribles campos de concentración, espacio infernal de padecimiento, martirio y exterminio que rebasa a último plano las condiciones morales de la civilización.

Y es que los muertos no hablan, y los que existen tienen una fácil capacidad de olvido en tanto pueden arrojar a la bolsa de su estómago un mendrugo que mantenga en actividad los nervios y permita a las glándulas realizar, aunque con dificultades, las funciones de secre­ción. Pero el problema llegó a un punto tan crítico que sólo preocupa, no solo a los economistas, sino a los sociólogos, a los poetas, a los profesores, en suma, que abarca todas las esferas morales de la vida contemporánea, y exige en nuestros días una solución radical. Pero al no poder encontrarse por vía de una comunión de intereses materiales tan opuestos, como los sustentados por el capitalismo, la burguesía, el estado y la iglesia, que sólo a sangre y fuego pueden mantener el falso equilibrio de su régimen nefasto, a las clases productoras, eter­namente expoliadas, les queda como único recurso el dilema de: revo­lución o muerte. A esto condujo la gigantanasia del orden social esta­blecido bajo el régimen del salario que envilece tanto a quien lo da, porque se convierte en ladrón infame, en crumiro, como a quien lo recibe. El salario es la obra maestra y expresión acabada de la explo­tación del hombre por el hombre.

Y en este caos informe, ante el drama pavoroso en que los habitantes del mundo nos encontramos, la humanidad toda acaba de recibir en pleno rostro el restrallazo del látigo de la barbarie gubernamental, que le obligará a una reacción vigorosa, favorable sin duda a la conquista de su propio destino.

Medio centenar de millones de seres acaban de ser asesinados me­tódica y científicamente, con pasmoso cálculo de precisión, en la guerra librada los últimos cinco años. Exactamente correspondan a razón de 10.000.000 millones por año, igual a un degüello permanente de 1.150 muertes por hora. Provoca escalofríos pensar que resultan 20 muertes por minuto. Muy pocos pueblos han escapado de contribuir con su parte de sangre a esta masacre colectiva, que adquirió contornos universales, porque la lucha abarcó los cinco continentes en que está dividido el globo terráqueo. Pero resulta increíble que, con pequeñas y muy leves variantes, cualquiera sea la raza, color u origen del mártir o comba­tiente, lo verdaderamente real y triste a la vez es que fue victimado en aras de una causa que le resultaba odiosa.

Y en los campos de batalla o de concentración, los soldados de la nueva cruzada comprobaron que bajo cualquier latitud de la rosa de los vientos las condiciones económicas de los pueblos eran exacta­mente idénticas, sin diferencias fundamentales: alambres con púas de acero dividen la tierra y forman cotos cerrados; se exprime al trabajador hasta extraerle la última gota de sangre para mantenimiento de dos castas ensoberbecidas representadas por la plutocracia y la au­toridad en todas sus formas; se restringen al mínimo concebible todas las expresiones de la libertad y la desigualdad económica, se establece una muralla invulnerable entre el usurpador y el productor, entre el tra­bajo y quien lo negocia y somete al tráfico comercial, entre el intelectual y el obrero, porque en tanto aquel se sitúa en un falso pedestal formado por el saber, éste se somete, mansamente, en su ignorancia y le rinde pleitesía al renunciar a mantener en alto, como un pabellón a todos los vientos, su título de productor, legítimamente conquistado en una de las más nobles actividades.

En todas partes el mismo fenómeno, la misma desigualdad, dolor e injusticias, tema candente de la humanidad, bajo cualquier punto geográfico. Porque la sociedad presente abjura del hombre, de la per­sonalidad. Carente de ideas, enemigo encarnizado de su propia existencia, fermenta su propia disolución. Fracasados todos los regímenes de colaboración con la autoridad y de transacción con el régimen capi­talista, desde el liberalismo conservador en moda del siglo pasado hasta el autoritarismo comunista, corresponde encauzar las energías hu­manas para la reestructuración del mundo social, político y econó­mico sobre bases de la más perfecta libertad. En quiebra todos los valores del sistema capitalista, con su instalación mecánica de resor­tes estatales, cuyo puntal ensangrentado son los poderes coercitivos de la libertad, representados por las castas militares, ha llegado la hora de que todos los productores, los hombres libres del mundo, se hagan el firme propósito de organizar la convivencia mundial encima de los sólidos pilares que entrañan la igualdad, la paz y la fraternidad. Esta es la misión de todos los trabajadores del mundo en este momento decisivo de la historia.

Nosotros permanecemos firmemente convencidos qué no existe fuerza, suficientemente capaz para oponer a este rejuvenecimiento de las aspiraciones proletarias. La hora de la revolución ha sonado y nosotros hemos de ser fieles a sus principios. Aun en los países más encopetados y copetudos de la democracia burguesa, el politiqueismo de cualquier gama ha caído en el más ruidoso fracaso porqué su objeto residía en defender los vicios del régimen y no en arrasar con sus instituciones, que son tan falsas como su propia existencia. Nosotros, que adquirimos la responsabilidad de hacer algo más perfecto que nuestros antepasados, no podemos organizar la sociedad del porvenir con retazos de su cuerpo social.

Aquí tenemos esta vieja Europa apuñalada por sus cuatro costados, el viejo continente sobre cuyas espaldas descansa la civilización del mundo. De error en error, de salto en salto, sus querellas domésticas de condes, príncipes, reyes y gobernantes desde tiempos antiquísimos degeneraron en guerras cruentas que se sucedieron matemáticamente con exactitud cronológica cada tantos años. En nuestros días, la ava­ricia del dinero en manos de sus gansters y magnates de la banca y la industria ha creado al fascismo, que alimentaron casi durante cuatro lustros, lo mismo que al nazismo, para después tener que destruir­los mediante la guerra más terrible que haya soportado la corteza terrestre. Y, salvo los potentados y la nobleza, que en todas las heca­tombes son los últimos en caer, hoy vemos el hemisferio sumido en la desesperación.

El escenario es elocuentemente sombrío y las perspectivas asaz in­seguras. El capitalismo está nuevamente atando cabos tratando de restañar las heridas, aplicando sinapismos al cuerpo del régimen en liquidación. La vieja burguesía permanece alelada y no se decide por romper su órbita alrededor de la que gira porque, a pesar de los ruidos autoritarios que vienen del este, se encuentra bien y en parte satisfecha; el conservadurismo y el liberalismo republicanos, que junto con los demócratas, son tan infelices como la democracia, demostrando que se le atranca entre los labios a la vergüenza de los gobernantes de río revuelto que pululan en esta hora por todos los cotarros de Europa. El socialismo estatal, lacayo barato del capitalismo, la iglesia y del militarismo, agotó su programa de traiciones y escarnios al ideal que anunció representar, pactando alianza con los vendidos, nuestros enemigos jurados, que defendió en toda instancia y lugar, traicionando la revolución y entregando en brazos del autoritarismo a los revolucionarios.

Sólo queda en pie, como dique de contención, como baluarte inso­bornable e imbatible, como bandera de liberación, el anarquismo. Re­nunciando a todo por el todo, no ofreciendo regateos porque nada es suyo, sino de todos, tiene por delante la libertad, la igualdad, la jus­ticia, la paz, la fraternidad, que son toda la democracia andante y cantante. Por esas conquistas estuvo, está y estará siempre en lucha el anarquismo.

Cuando parece que todo el fundamento del idealismo muere, he aquí una fuerza vigorosa que es toda una promesa para el mundo produc­tor. Y en esto no hacernos excepción a ningún pueblo o país, raza o religión, donde en todos tenemos hermanos y a todos ellos protege nuestra bandera. Por eso, no podemos siquiera pensar con la mejor mentalidad de la burguesía y sus escribas, que amenazando con exco­muniones al pueblo alemán y en parte al italiano. ¡De ningún modo! De la misma forma que tenemos nuestra justicia para los asesinos y traidores al pueblo y sus intereses, esos países para nosotros no son más que una de las tantas víctimas del sistema capitalista, en igualdad de condiciones que lo es el pueblo ibérico, con la sola diferencia de que en tanto aquellos se vieron envueltos en las redes de la barbarie inopinadamente y se encontraron perdidos cuando quisieron reaccio­nar, éste ha tenido la valentía, el coraje y la suerte de caer postrado en la pelea.

Nosotros tendemos la mano fraterna al pueblo alemán, pisoteado y descuartizado. No le pasaremos factura cual lo hace el socialismo mendicante que hoy se arrastra en el lodo de la política internacional, sosteniendo los últimos puntales del régimen de iniquidad que el mundo soporta. El anarquismo tampoco tiene cuentas que pasar a sus hermanos italianos como a ningún otro conglomerado social que haya intervenido en la última gran contienda, vencedor o vencido. Sólo reclama de cada uno, y esto sí que en modo imperioso, su contri­bución decidida, solidaria, sincera y elocuentemente firme, sin vaci­laciones ni renunciamientos a la lucha emprendida en estos momen­tos por el proletariado ibérico como primer paso en la reconquista del mundo social. El anarquismo, que ha permanecido vigilante y pre­sente ante todas las inquietudes de la humanidad, solicita con vehe­mencia, del modo más cordial y firme, el apoyo unánime de todos los pueblos de la tierra en esta gran contienda de revalorización humana emprendida por la conciencia ibérica. Frente al desbande, la desarti­culación y muerte de los viejos valores morales que caracterizaron al siglo anterior, el anarquismo permanece incólume y dispuesto a pre­sentar la batalla decisiva para liberar la tierra y al hombre.

Está visto que los relapsos de la anquilosada nobleza europea, con sus domesticados dromedarios de la plutocracia del dinero, de quienes son vasallos y escuderos sin sueldo todas las gamas políticas y politicantes de este momento, están en abierta lucha contra todo amago de liberación. Para unos y para otros, todo signo de libertad supone una pérdida a sus privilegios de casta y señorío. Cualquier renunciamiento de las prerrogativas de esclavización, en que mantienen al orbe, entraña un perjuicio en detrimento de su acción. Pero las clases trabajadoras del mundo, cuya salvación sólo podrá encontrar en el total disfrute de los bienes de la naturaleza, están obligadas a presentar la gran batalla.

El proletariado ibérico, que desde comienzos de nuestro siglo viene presentando una lucha decidida, y con pequeñas alternativas a los regímenes de explotación social, tiene en su cuerpo las marcas incon­fundibles de su largo martirio. En grado tan intenso como cualquier otro pueblo de la tierra ha experimentado los rigores que el nazi-fascismo ha desatado sobre el mundo que hoy encarnan la plutocracia anglosajona de ambos hemisferios. No es ajeno este pueblo a los rudos sinsabores, ni dolor con el sedimento de venganza que anima al mundo actual. Tampoco puede constituirse en sofocador de las ansias de justicia vindicativa después de haber sufrido tanto y haber quedado el suelo del mundo tapizado de cadáveres de sus hijos. Pero consciente de la responsabilidad de esta hora incierta, el proletariado ibérico llama al raciocinio a sus hermanos del mundo, conjurándoles a abandonar los prejuicios xenófobos del patrioterismo burgués con el propósito de desviar su atención de los problemas sociales que agi­tan la conciencia mundial. Les invita a olvidar las rencillas que los gobernantes de los distintos pueblos alimentan entre las masas traba­jadoras, aprovechándose de su ignorancia y fácil adaptación a sus credos, en nombre de conquistas patrioteriles tan odiosas como el régimen mismo que vivimos con todas sus formas de explotación. El proletariado ibérico reclama que cada productor del mundo, cada asalariado, haga suyo el convencimiento de que la libertad, la igualdad y la justicia ha de ser obra de sí mismo, como dijera el maestro. Y esa obra ha de comenzar ahora mismo, en este preciso instante.

La tarea que espera a todos los trabajadores es inmensa. El camino no está libre de peligros. La obra es de proporciones tales y tiende a aniquilar tanto privilegio, que estamos seguros, tanto la nobleza, la burguesía, los detentadores del Estado, la iglesia, el militarismo, los esbirros asalariados de la policía y toda esa chusma ignorante, selvá­tica y repugnante compuesta por funcionarios públicos, representados por toda figura humana con gorra de plato, se lanzarán a dentelladas sobre nosotros. ¡La revolución les compadece, a unos y a otros! Aqué­llos, porque han sido víctimas de un sistema injusto y desigual; a éstos porque tiene conciencia de su liberación. La revolución tiene que redimir a unos y a otros. Y al proletariado ibérico, en sus actividades manuales o intelectuales, le cabe hoy el llevar como trofeo de libe­ración sobre el ancho mundo la bandera de la revolución social.

Para ello, acude a todos los sentimientos. Exige el concurso desin­teresado de los hombres honestos del mundo entero, de todos los liber­tarios sinceros y de todos aquellos que reconocen el descalabro en que el capitalismo ha colocado a la humanidad. A todos ellos les infunde confianza y fe absolutas en la anarquía, que es su objetivo inmediato, y para cuyo programa de acción hará tabla rasa con todo obstáculo para lograr su objeto. Confiad en su promesa, que será confiar en la anarquía.

En cualquier esfera de actividad, nación o pueblo, nuestra misión radica en desarticular los últimos resortes del Estado hasta su total destrucción. Con ello, abolir hasta en sus últimos vestigios el derecho de explotación del suelo, en disfrute de personas sociales o jurídicas, por constituir un delito de alta traición contra toda la humanidad. Abo­lir e impedir en todas sus formas el empleo del dinero como medio de cambio en las relaciones entre personas o entidades, que representa, por su fácil medio acumulativo, el endiosamiento de las dictaduras y hegemonías que desde sus comienzos han llenado la historia de muerte y espanto. En destruir, hasta extirparlo en sus raíces, el prin­cipio de autoridad en cualquiera de sus manifestaciones en que aparez­ca, por constituir el último resabio de barbarie que desde las cavernas cultiva la animalidad patuda y que mares de sangre hizo correr sobre la corteza de la tierra dolorida. En destrozar para siempre el secta­rismo formado por las religiones, cualesquiera sean sus dioses, cuyo fana­tismo e ignorancia aprovecharon todos los tiranos del mundo para mantener sometidos bajo el yugo de la explotación a la conciencia universal. Aplastar todo amago politicante en el que el productor de­lega facultades o poderes discrecionales en otra persona, prerrogati­vas que convierte en uso y abuso individuales, degenerando en un re­nunciamiento colectivo de la responsabilidad de cada componente de las organizaciones humanas. Eliminar todos los obstáculos que se interpongan en el camino de la revolución y de la anarquía.

Tenemos que ordenar la convivencia social sobre bases de igualdad absoluta, elevada al máximo dentro de la libertad, en la libertad y por la libertad, y el día que hayamos logrado la conquista de la primera etapa de nuestra labor, nos quedará campo amplio todavía para co­menzar de nuevo, hasta lograr la organización del trabajo, producción y distribución de los frutos de la naturaleza a cada uno de acuerdo con sus propias necesidades. En esta tarea, hemos de lograr infundir a cada miembro de la sociedad futura un convencimiento de respon­sabilidad tal que se sentiría ofendido al pensar en el viejo egoísmo de a cada uno de acuerdo con sus facultades. ¡No!, lo que sería poco anárquico. Aspiramos a que cada miembro de la colectividad sea su propio guardián, tanto en el aspecto individual como general, sin necesidad de albaceas ni consultores domésticos, sino que, consciente de ser él mismo uno de los pilares de la organización sabrá defenderse y defenderla en cualquier momento y lugar que estime necesario.

Tenemos el deber de crear un sistema de vida tan perfecto colecti­vamente como individualmente tratamos de serlo. Establecer medios de cambio a base de los productos mismos en relación con sus valores alimenticios o de otras aplicaciones, con la responsabilidad inmediata de eliminar el espectro del hambre sobre la tierra, que desde los prin­cipios de su historia la viene agitando. En este orden, impulsar todas las actividades humanas, mecánicas o de otro carácter con el objeto de servir el hombre y no a una clase privilegiada. Activar el estudio de los fenómenos de la naturaleza en sus múltiples manifestaciones y acepciones para tornar el suelo en que vivimos siempre más agra­dable, hermoseándolo en la medida que las necesidades, las posibilida­des y facultades lo permitan hasta olvidarse de la miseria que viene cabalgando a espaldas de la historia. Hay que redimir al arte de su autoritarismo y cortarle las ligaduras que le atan al pasado de vio­lencias y crímenes. Reformar la historia del mundo, haciéndola de nuevo, expurgada de sus iniquidades para ofrecerla a las futuras gene­raciones como un ejemplo del deseo de libertad que anima al anar­quismo en nuestro siglo, olvidándonos del pasado lúgubre y tenebroso en que el régimen capitalista nos ha mantenido. Tenemos que aniquilar para siempre las hordas armadas, formadas para la guerra, el robo, saqueo y atropello de las libertades, que son un cáncer devorador de la economía de todos los pueblos del orbe, formando misiones de cul­tura, legiones de trabajadores conscientes que lleven el saber y las luces de nuestra civilización a los confines del planeta, levantando ciu­dades, universidades, escuelas, centros técnicos de enseñanza para fo­mento de la agricultura, la industria, abriendo una nueva ruta en el camino del porvenir.

Esta es la primera faz del programa que la conciencia ibérica pre­sente aspira a realizar y para lo cual pone en el platillo de la balanza todo su haber y saber. Pero difícilmente, si no contara con la colabo­ración decidida de todos los trabajadores del universo podría dar cima a una empresa de tan vastas proporciones y proyecciones audaces. El proletariado ibérico sabe perfectamente que no puede haber feli­cidad sobre la tierra en tanto exista en el globo una sola persona que padezca. Del mismo modo, frente a la burguesía e instrumentos tiránicos de una Europa decadente hace suya la causa de la revolución, a la que no puede renunciar. Para conseguir los propósitos que le ani­man, confía en la capacidad y comprensión del proletariado interna­cional que, colocado en la línea de la revolución, entiende que sólo una actitud decidida y terminante, con todas sus consecuencias, podrá abatir los regímenes de tiranía que impiden el avance de la humanidad por los cauces del futuro. Esa confianza sirve de acicate para el sostenimiento de la lucha, que ha de proporcionarnos la libertad y la igualdad.

En este instante en que el proletariado ibérico se encuentra entre barrotes, parte dentro de las mazmorras del régimen despótico dentro de España que mantienen los señores Truman, Byrnes y su séquito de senadores y diputados al servicio del capitalismo yanqui por un lado y por el otro los socialistas circenses representados por los caballe­ros Attlee y Bevin, tras de los cuales están los camaradas de los pares, lores y comunes, con sus mesas redondas y cuadradas, los reacciona­rios Churchill y Edén, y todos los fenicios desde la corona abajo que succionan la última gota de sangre del pueblo español encarcelado, a quienes la revolución hace pasible de todas estas iniquidades e injus­ticias. De otro lado, medio millón de hombres, en las peores condicio­nes de inferioridad, han tenido que llevar sus ideas a través del mundo, tratando de huir de las manadas de mastines que la democracia anglo-yanqui ha alimentado, y hoy los mantiene desarmados, diseminados en diferentes partes del mundo, formando a su alrededor verdaderas filas de bayonetas para impedir todo movimiento de liberación.

A la cuenta de la democracia anglo-yanqui cargamos todos los crí­menes que los asesinos en España cometen con aquel pueblo vigoroso.
Estos dos regímenes son los únicos responsables del resultado de aquella contienda iniciada en 1936, como lo son del estado miserando en que se encuentra actualmente la población del universo. Por todos ellos, el proletariado internacional no tiene otra salida de la situación que el camino de las armas, por mucho que repugne a su conciencia. De lo contrario, como dijo el poeta, quien no lleve el hierro en la mano, terminará por llevarlo en los pies. El momento nos emplaza a una lucha a vida o muerte, por la libertad y la anarquía.

*Publicado en la revista Universo, de Sociología, Ciencia y Arte,  nº 5 (1947)

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