Encarna Juliá García

Desde hace unos años se viene aludiendo cada vez más en los medios de comunicación a un fenómeno de “polarización política”, que diferentes estudios sociológicos alertan de que va en aumento en la sociedad española. Los términos que se utilizan son significativos de la forma en que el régimen político interpreta los hechos. Por “polarización”, el sistema político entiende básicamente una tendencia a irse a los extremos y alejarse de un centro, visto éste como gran pilar de la paz social. Este concepto es autorreferencial y al final lo único que nos dice es que, si sobrepasamos los límites sistémicos, es decir, si aspiramos a ir más allá de lo que nos encontramos cuando llegamos, estamos introduciendo una tensión que provoca el conflicto.

Desde este punto de vista, los movimientos sociales encaminados a trascender el orden presente hacia formas políticas más avanzadas aparecerían como indeseables por excéntricos o extremos, porque bajo este modo de ver, romperían la unidad, traerían consigo la inseguridad de lo nuevo (amenaza de caos), y lo peor de todo, la discordia y la violencia. Si esto fuera así, no habría manera legítima de trascender para mejor los sistemas sociales y los regímenes políticos. Ahora bien, ¿qué hay en política que sea más legítimo que esto, es decir, que el derecho a mejorar nuestras formas de organización y de vida y no quedarnos con lo dado? Que los conflictos que sean naturales e inevitables de nuestra evolución se resuelvan de forma pacífica, dependerá de las resistencias al cambio que el propio sistema oponga, siendo la Revolución un gran cambio, necesario en todas las sociedades, pues no hay ninguna sociedad que sea perfecta.

Nuestro problema entonces no es de “polarización” simplemente, sino de qué está hecha esta polarización y cómo se resuelve. Y aquí hay que hacer referencia a otros fenómenos crecientes, el del conservadurismo y la intransigencia, vinculados al sistema de dominación-explotación como fuerza impulsora de la polarización y el conflicto.

En cuanto a la primera cuestión, de qué está hecha la polarización, o sea, el posicionamiento político en extremos, hay que tomar por referencia las divisorias sociales, unas más reales que otras, y que verdaderamente conllevan intereses enfrentados. Las divisorias de estrato social, en nuestras sociedades, clases sociales, son divisorias auténticas cuyo conflicto es inevitable: la clase capitalista, la que posee los medios de producción, no permite a las trabajadoras y trabajadores el autogestionarse, revolucionar los medios, organizarse libremente y orientar la producción a la satisfacción de las necesidades colectivas, en lugar de al beneficio particular. La gran masa gobernada por la élite política profesional que dirige los Estados se ve impedida de autogobernarse mientras exista esta élite y la democracia no sea asamblearia y directa. Son polos opuestos, son intereses que chocan. Una polarización de este tipo, donde el punto de vista de la élite y el de la mayoría social tienden a entrar en colisión, sería un síntoma de madurez social y propensión al cambio. Recordemos que la divisoria la impone el sistema, lo mismo que la violencia estructural y las guerras, asociadas al sostenimiento de las jerarquías. Las revoluciones no vienen a romper ninguna paz, porque el mundo está lleno de guerras que el propio orden imperante produce en su beneficio, y porque existe el derecho de defensa de la mayoría popular frente a los abusos de la clase superior, y que de nuevo hay que señalar, será pacífica en función de las resistencias de quienes llevan la ofensiva, que no lo olvidemos, están arriba, no abajo en la escala social.

La polarización que estamos viviendo hoy en la sociedad española es muy preocupante, porque es en torno a divisorias generadas en el cuerpo de la mayoría social por parte de las élites estatales y capitalistas con el fin de debilitarla. La mayoría social, como pueblo, se está enfrentando a sí misma. Personas de los estratos bajos sometidos, están defendiendo a los que les explotan. Principalmente son personas de la clase trabajadora, que defienden a la patronal y los proyectos políticos ultraliberales supuestamente en razón de que éstos generan empleo y evitan las crisis económicas, lo cual no está demostrado en ningún país del mundo, puesto que, más bien al contrario, estas políticas han hecho más pobres a los pobres.

Ejemplos de estas divisorias en el interior de la clase trabajadora. Uno de ellos, sería la confrontación entre nacionales e inmigrantes, a los que se criminaliza y respecto de los cuales se afirma que se falsean los datos oficiales para ocultar que la mayoría, supuestamente, son delincuentes. De las personas inmigrantes se dice que viven de las ayudas oficiales sostenidas por los contribuyentes españoles, pasando por alto el hecho de que sectores enteros de la economía, como la agricultura y los cuidados, donde son estas personas son explotadas sin límite, dependen de su trabajo.

La misma oposición se genera entre familias trabajadoras cuando se instigan recelos sobre quién cobra más ayudas oficiales o quién tiene más derecho a ellas, poniendo el foco en lo que los pobres puedan estar robándose entre sí, que jamás tendrá comparación con lo que les están robando desde arriba y que en esta visión pro-patronal queda oculto. Si acaso, se apunta al latrocinio de los políticos, pero no de todos ellos, solo de los de izquierda, a los que se acusa de derrochar el dinero de los impuestos en políticas sociales en lugar de ayudar a los empresarios.

A las trabajadoras y trabajadores autónomos, se les imbuye de una mentalidad empresarial capitalista, aun cuando no tengan asalariados y estén trabajando en peores condiciones y más horas que cualquiera de ellos. O al empresariado más pequeño, que sufre la competencia con el grande, se le alinea con la misma patronal que lo destruye. Se escucha mucho decir que las y los autónomos son los que levantan el país, y son tres millones de un total de más de veinte millones de trabajadores en España, como si el resto de los trabajadores no contara. A quienes trabajan por un salario, esa óptica empresarial, los ve como vagos sin espíritu de emprendimiento. Ni que decir tiene que, a las empleadas y empleados públicos, se les ve como parásitos que, como la población que cobra ayudas sociales, serían los que viven con los impuestos que pagan los autónomos, pequeños y grandes empresarios que, según esta visión, son los únicos que trabajan, generan riqueza, y pagan impuestos. Siempre, la culpa la tienen los otros: migrantes, funcionarios, parados, mujeres…todos los que, según los patronos, originan gastos públicos insostenibles. De los beneficios de la patronal, la industria, la banca…de eso ni hablar. El enfrentamiento se lleva a categorías con las que no hay un antagonismo intrínseco, porque, aunque existan las jerarquías de raza, sexo o función, la lucha aquí va encaminada a convivir de manera justa, no a eliminar, o en el caso de la función, a integrar más que a eliminar. Así, se invisibiliza la gran brecha entre Capital y Trabajo y se ocultan las causas de las crisis. Y cuando se apela a la unidad, es para reafirmar el status quo con todas sus jerarquías: se exalta y se idolatra la estratificación social, al tiempo que se condena y se reprime la diversidad natural, junto a todo lo que signifique crítica a las jerarquías. En esto la Iglesia católica en España sigue cumpliendo impecablemente su papel de guardiana de los valores más cercanos al Antiguo Régimen, mientras la ultraderecha política se presenta como soldado de una cruzada cristiana y de reconquista (en Francia, el partido equivalente de Vox se llama precisamente así, Reconquista) frente a las amenazas o “invasiones” que vienen de fuera de ese orden tradicional idolatrado, amenazas que, en su discurso, nunca son el capitalismo. Sus partidos son partidos del odio, que fomentan los sentimientos xenófobos hacia ciertos colectivos a los que se culpa de todos los problemas. Las fuerzas reaccionarias se caracterizan por la ausencia de consideración alguna hacia el adversario político, deshumanizándolo para legitimar incluso su exterminio físico. Y un arma para justificarse es aludir a los crímenes que a lo largo de la historia se cometieron en nombre del progreso social y la revolución. Se oculta así una diferencia fundamental entre régimen político democrático y no democrático, y es que en una democracia el pueblo tiene capacidad y posibilidad de hacer autocrítica de sus acciones y corregir sus errores, lo que en un orden autoritario es imposible. En una lucha revolucionaria por la democracia directa puede evitarse la violencia innecesaria, la crueldad, los crímenes contra la Humanidad, porque los derechos naturales de todo ser humano, frente al carácter artificial de las jerarquías, constituyen sus valores base. Mientras en la reacción política, esto no va a suceder nunca. Al contrario, se requiere deshumanizar, cosificar, mercantilizar… al otro, para perpetuar la desigualdad y el dominio. El polo reaccionario autoritario de la lucha social, jamás se exigirá a sí mismo el respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales. Lo que en las constituciones de los estados liberales, de democracia parlamentaria y no directa, se establece como tal, y que recoge las aspiraciones revolucionarias desde la Modernidad y el legado humanista de todo el pensamiento crítico desde la Antigüedad, no es respetado por los Estados. Y éste es precisamente el centro del que no tendríamos que desplazarnos si queremos una verdadera paz social. Si no, se estará como hoy en día creando polarización, y lo peor es que no es una polarización de oposición al sistema, sino una ola reaccionaria de división interna popular.

La ultraderecha en ascenso es una expresión del capitalismo triunfante frente al retroceso de la alternativa revolucionaria y del movimiento obrero. El capitalismo tiende a quedar como pensamiento único, y de ahí la degradación del sistema democrático parlamentario hacia el populismo, preponderantemente el más reaccionario. La memoria histórica brilla por su ausencia; no hay un juicio social sobre los crímenes del pasado, con la consecuencia de que todos los bandos se consideran iguales, o se idealiza el régimen dictatorial. En educación, no se nota un esfuerzo por transmitir unos valores universales seculares, sin adoctrinamiento, y más allá de las diferencias de credo o de ideología, ni por sacar la religión de los centros educativos públicos. Sabemos que con diálogo no es probable que se resuelva el conflicto social con las élites que imponen el sistema, pero necesitamos de unas habilidades dialécticas, un aprendizaje del cómo debatir sin pelear. El cómo se resuelve la polarización de opiniones, y más sabiendo que no siempre la opinión se corresponde con la posición social dada la existencia de la falsa conciencia y el desclasamiento, importa mucho para la convivencia. Radicalidad no es violencia, es consciencia de las raíces y coherencia con ellas. En ética libertaria las raíces proceden de la matriz humanista. De acuerdo con esto, lo ideal es poder resolver pacíficamente las diferencias de pensamiento, no destruir al otro por pensar en contrario, ni personalizar el odio que podamos sentir hacia las jerarquías. No seamos como los que están sembrando el odio entre nosotros, los que están alimentando una polarización reaccionaria y belicista, excluyente del diálogo y que busca vencer más que convencer, que lleva a enfrentamiento en las familias, en las comunidades y entre naciones. No a las guerras, sí a una revolución libertaria donde la violencia solo sea el último recurso de la autodefensa popular, donde los medios estén lo más de acuerdo posible a los fines, convivir en paz, justicia y diversidad. Combatamos las intransigencias y cultivemos el diálogo, dentro y también fuera de los espacios del movimiento libertario, ya que es fuera, por desgracia, donde en el presente están la mayoría de nuestros hermanos de clase. No lo olvidemos.

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