Xavier Díez
Una vez extinguido el capitalismo clásico, el mismo que describía y categorizaba Marx en base a la producción industrial (especialmente de bienes tangibles) y que comportaba un antagonismo de clases y apropiación de la plusvalía, el orden ha cambiado radicalmente. El neoliberalismo, implantado como doctrina política y praxis económica ha causado el declive occidental a partir de la opción de deslocalizar la industria hacia países con mano de obra más barata (especialmente en Asia), a la búsqueda de mayores beneficios. ¡Y, vaya si los han obtenido! Pero ¿a qué precio?
Klaus Schwab, antiguo presidente del Fórum Económico Mundial, conocido por la reunión anual que esta entidad organiza en la ciudad balnearia de Davos, en los Alpes Suizos, publicó en 2016 uno de los textos más interesantes de los últimos tiempos. La Cuarta Revolución Industrial, establece que, tras la revolución del vapor, la de la electricidad, la tecnológica, el desarrollo científico y digital implica una nueva etapa económica determinada por la fusión entre las esferas físicas, digital y biológica para determinar una nueva y radical lógica económica, plagada de incertidumbres (y sin nombrarlo como sí hizo el pensador Zygmunt Bauman), ello implica que las nuevas tecnologías hacen prescindible la mayoría de la población mundial. Schwab, uno de los hombres más respetados por las élites mundiales, propone un gran reinicio “Big Reset”, una especie de planificación para reconstruir la economía de manera sostenible en un momento de confusión y perspectivas negativas, especialmente a raíz de la crisis derivada de la pandemia global de 2019-2022.

Más allá del contenido de sus ideas o sus propuestas económicas, tanto Schwab como las élites globales occidentales, mientras tuvieron a sus poblaciones confinadas en sus casas y con graves dificultades de suministros de material sanitario, empezaron a darse cuenta de que su codicia de ahorrar hasta el último céntimo en la producción implicaba que en la mayoría de occidente había dejado de fabricar hasta una cosa tan tecnológicamente simple como una mascarilla. Prácticamente todo, gracias a un sistema de globalización que no busca la eficiencia, sino el beneficio privado, ponía en riesgo el orden mundial del cual dependían, incluso la seguridad de la mayoría ciudadana. Los axiomas del libre mercado y de la desregulación, habían ido demasiado lejos.
Sin embargo, si hemos llegado a esta situación es porque, efectivamente, el neoliberalismo también ha constituido una religión política, probablemente una de las más destructivas, teniendo en cuenta que, especialmente bajo Thatcher, Reagan, Blair o Aznar, no han dudado en establecer sacrificios humanos, puesto que otra cosa no se me ocurre para valorar lo que sucedió tras los procesos de reconversión (más bien, desertización) industrial. La misma Margaret Thatcher, quizá tras Pinochet, la más importante profeta de la nueva religión se estrenó como primera ministra, en 1979, formulando una referencia nada inocente a San Francisco de Asís, “cuando hay duda, debemos llevar fe”. La misma dama de hierro no dudó en convertir una opción de estructura económica en un axioma doctrinal: el “There Is Not Alternative”, el No Hay Alternativa, también conocido como TINA, uno de los lemas que sirvieron para que millones de personas sufrieran en silencio, como si su situación de empobrecimiento, de pérdida de empleo y perspectivas, de desesperación, de caída en el desamparo fuera el fruto de una catástrofe bíblica o natural, y no la consecuencia de decisiones deliberadas en el juego de suma cero del capitalismo.
Porque, efectivamente, si algo podemos aprender del neoliberalismo y su apuesta por la desregulación, la privatización, la supresión de la progresividad fiscal fue que permitió acumular la riqueza en manos de unos pocos… con la consecuencia de una gran pérdida colectiva. El declive industrial que comportó, no únicamente sufrimiento en unas clases trabajadoras humilladas, despreciadas y desposeídas de su orgullo de oficio, de sus prácticas colectivas, de sus sistemas de solidaridad, de su cultura de clase, sino que dejó una economía devastada y maquillada gracias a una de las más refinadas técnicas de contabilidad creativa: hacer ver que se crece mientras la vida de las personas se hunde. El Reino Unido, como Europa, dejó de fabricar cosas (que pasaron fácilmente a Asia, hoy un continente emergente que ha superado ya económica y tecnológicamente a Europa y Norteamérica), y lo substituyó por magia, por ficción. Porque, efectivamente, si estamos tentados de establecer una metáfora, Londres dejó el humo de las fábricas para pasar a fabricar humo. Puesto que… ¿Cuál es la principal industria británica del momento? Es posible que lo hayan adivinado: la especulación financiera. La City, esta ciudadela económica dentro de la ciudad, espacio donde se compran y venden voluntades, se ejerce de intermediarios de la corrupción y la delincuencia global, donde los extorsionados pagan rescates a los piratas de Somalia o los fondos de petrodólares wahabitas del Golfo compran voluntades políticas. Especulación financiera, pero también especulación inmobiliaria, que hace encarecerse artificialmente el precio de la vivienda de manera arbitraria y tramposa para convertirse en la principal actividad económica basada en la extorsión de la gente común.
Es así como el neoliberalismo reconvirtió el sistema económico en un capitalismo mágico, cuántico, místico, metafísico, sectario. Puesto que no hay nada tan ficticio como es el dinero, que refiriéndome a las consideraciones del historiador israelí Yuval Noah Harari, resulta una ficción, representa la fe en el sistema, la creencia que una determinada abstracción (el valor) permite intercambiar bienes y servicios. Hasta el punto de que la masa monetaria estimada representa entre 6 y 30 veces el total de los bienes y servicios que existen en el planeta. Ya no fabricamos cosas (o lo hacemos muy por debajo de nuestras necesidades). La globalización se ha convertido en un sistema perverso que busca las ventajas competitivas de deslocalizar la producción (o también a los trabajadores mediante el mecanismo de las migraciones) a la búsqueda de un gran beneficio acumulado en pocas manos. Incluso al precio del esperpento. Tenemos, por ejemplo, a personajes como Elon Musk, un supuesto empresario de éxito que no duda en perseguir al sindicalismo y rehuir cualquier impuesto, y con su dinero manda construir cohetes para ir a la luna como quien se compra un juguete. El nivel de inmadurez y narcisismo resulta tan excesivo como incomprensible.
No hay religión sin dogmas ni voluntad de controlar los cuerpos sin conquistar las almas. Si bien el primer neoliberalismo, el surgido durante el último cuarto del siglo XIX, se preocupó de desregular la economía y preocuparse de lo material, como surgía de los sectores sociales más prósperos y conservadores, también establecieron unos cánones morales que podrían recordar al rigor de los telepredicadores evangelistas. De hecho, hubo en los años 80 una cierta reacción frente a la liberación de costumbres de las dos décadas anteriores. Pero esa etapa no duró demasiado. En el fondo, los beneficiarios de la nueva economía, antiguos estudiantes rebeldes de los sesenta (que, como pasaba con la mayoría de los estudiantes universitarios de la época, solían provenir de buenas familias), en cuanto heredaron el negocio familiar, no dudaron en utilizar la retórica del inconformismo juvenil como una marca teóricamente progresista más adaptable a un capitalismo tan o más duro que el de sus padres, pero con una estética mucho más relajada e incluso atractiva. La actitud, forma de vestir y lenguaje de tipos como Steve Jobs combinaban aquel punto de irreverencia rebelde juvenil, con el capitalismo más inmisericorde. En otras palabras, el capitalismo, como nueva religión, necesitaba justificaciones morales, esperanza, sometimiento voluntario. Conquistar el alma.
Es así como llegamos, con el cambio del siglo, al hombre nuevo neoliberal. Un “empresario de sí mismo (¡sic!)”, emprendedor, seguro, individualista, con capacidad de liderazgo, que se responsabilice de sus éxitos y sus fracasos. En otras palabras, que un repartidor de comida de la nueva economía uberizada, que juega con las cartas marcadas en una actividad que es como un pozo sin fondo, se someta a la explotación laboral con entusiasmo y conformismo.
Quien esto escribe, que lleva un montón de años en el mundo educativo, percibe con demasiada facilidad una transformación del paradigma escolar, en el sentido que, mediante una retórica progresista, se imponen estos valores del capitalismo en el que se empuja a los alumnos a cooperar (trabajo por proyectos), a no esperar nada de nadie (pedagogías no directivas), a ser adaptable a las exigencias empresariales o formarlos en habilidades y profesiones que aún no existen (ni existirán). En este sentido, pocas veces he leído una tesis doctoral tan brillante como la ácida crítica a la que somete las nuevas pedagogías la educadora Ani Pérez Rueda, Las falsas alternativas: pedagogía libertaria y nueva educación (Virus, Barcelona, 2022).