Floreal Rodríguez de la Paz
El ser humano está acostumbrado a verse flagelado sin que logre encontrar remedio alguno. Vive anclado en las marismas insulsas, que tanto entretienen, sobre todo cuando el sufrimiento acosador aterra. ¡Suele vivirse sin el beneplácito de uno mismo! No se sabe despejar con soltura la duda. Qué penoso es estar entre las adversas conductas y no saber merecer, poder escapar del depredador, que siempre consigue objetivos rentables, sobre todo cuando domina ante la circunstancia social por la que se merece disfrutar, si fuere posible, quedando luego protegidos de los peligros sociales no deseados, que siempre son las leyes endiosadas.
Resulta perverso ver que si conjuntásemos a los sabios de manera asamblearia, a políticos, legisladores, prelados y proyectistas, registrados en la jungla, quedaría al descubierto la responsabilidad que pocos saben interpretar, porque no es verdad, es decir, haber inventado la triste figura mediocre de los dioses, dependiendo de ellos mismos toda circunstancia, lo que desde siempre es la suerte mágica, nunca lograda, protegiendo a los ciudadanos acertadamente lo de que jamás fuera exitosamente conseguido; lo que insistentes venimos despejando para la conquista social de convivir alejados de las conductas autoritarias, porque de ellas, siempre, fuera posible la usura y el derroche, gracias a las políticas de Estado, dotadas de costumbres come diosas, hasta los absurdos, del torpe estilo divino.
Hay guerrasque tienen su propio poder, pues lo inevitable, jamás, puede o debe tener certificado que acredite ser justificadas por ese arte que nace cuando las conductas demenciales forman su propia desfachatez; mientras que los ciudadanos nunca, jamás, aprueban el descalabro social: Merecen condena las políticas de Estado, los Dioses programados para Dominar, las Leyes que no son consensuadas por el Vulgo; el fiel compromiso de los ciudadanos aptos para que sea posible la mejora social en materia de derechos civilizados. En definitiva, condenar igualmente las promesas sociales, nunca respetadas por legisladores trémulos, hasta el tremendismo, dotados de fantasiosas costumbres remuneradas por la gracia de sus leyes apocalípticas: Las mismas que nunca son refrendadas por la sabiduría libre de cuantos tienen que obedecer, porque así lo certifica un grupo, pequeñísimo, de opinantes que nunca pueden intervenir en la decisión de pautas a seguir. La palabra Sociedad no tiene todavía garantía de responsabilidad. Pasa todo por determinadas leyes, eso sí, creadas para dominar y exigir, aunque también desorientar, como fin concreto de las políticas de Estado. Ese Estado que nace de ciertas ambiciones poderosas, con irreversibilidad, poseídas tristemente por el poder político, que esclaviza, sometiendo a los ciudadanos para conservar el dominio en toda circunstancia. Fuera de los principios de Estado no hay lugar en el pensamiento para las guerras, dotadas de principios exterminadores, tristemente siempre confusos y falsos en los megalómanos sin causa, dotado todo ello de absurdos execrables. En el ejercicio de la pobreza, bien que se manifiesta la sabiduría de criterios necesarios, sobre todo para orientar a los verdaderos caminantes, porque de ellos depende el progreso social, la suerte del alegre entusiasmo, para que no seamos pasto de la endémica, que no es otra cosa que la triste usura de cuantos viven asidos al engaño y la rapiña. ¡Qué seres humanos diseña el capitalismo! ¡Cómo son las conductas adiestradas para la confusión! ¡Qué miserables son las costumbres de la burguesía!, que certifica y adoran lo que jamás llevarán al silencioso sepulcro oscuro, fuera de la sociabilidad ciudadana, que no debemos descuidar.
Va siendo inteligente la Idea de toda protesta porque será posible la práctica de poder subsistir para no perecer en las cloacas del capitalismo de Estado, bendecido por las algaradas religiosas, siempre dotadas de bendiciones malparadas. Y siempre se sufrirá el descalabro de la burguesía financiera, burguesía comercial y burguesía industrial. Así que deberíamos elevar anclas, ya que estamos en puerto a la deriva. Para navegar fuera, bien lejos de los mandamientos burgueses, será obligado salir de las marismas desérticas, puesto que el raciocinio burgués pasa por los aledaños costumbristas, a los que la burguesía no permitirá nunca que se disuelva su ejercicio malévolo, cargado de tristeza, como bandera que no debe, ¡nunca!, salir triunfante. La burguesía inventó el suplicio (también llamado cadalso), legisló leyes violentas, impuso los valores de la clase productiva, poniendo de moda el derecho a cumplir para no menguar la defensa de los intereses burgueses. En la burguesía están todos los dioses, santos algunos de ellos, desde los niveles más despreciables, porque así lo decide su fanatismo, normas del estado político, controlando la imposibilidad de poder tomar decisiones desde los climas sociales del mundo obrero productor. La Clase Trabajadora debe despertar, ya entramos en 2024, y todo está socialmente confuso, inestable, hasta el mayor cansancio de la Clase Trabajadora. Desde su letargo, más bien ensombrecida conducta, cabe señalar la importancia, en el continuo y tumultuoso regreso a la esclavitud burguesa.
Las guerras tienen paternidad, ¡todas! Ignorar que estamos sometidos al suplicio sería la mayor ironía, poco menos que letal, no certificar que los ciudadanos somos cobayas del estado político, sin que escapen de esta observación los valores de la civilizada realidad, aunque discutible verlo así, pues la burguesía fabrica armas para matar, alcohol para fortalecer los egos, loterías para aumentar millonarios, iglesias para que la ignorancia no decida sobre la realidad acosadora; también osa la burguesía en el diseño de los principios políticos autoritarios, modelando el tedioso diseño de dictadores avezados en el arte de dioses, con la falacia, en su obligada castración, para no respetar cualquiera que sea la circunstancia. Hay guerras porque son las certificadas patologías que llevan en sus ‘de-neis’ conductas destructoras, siempre ejercitadas en las costumbres, que deforman la realidad perentoria como si se tratase de un breve tiempo -muy efímero-, en las formas de corresponder, ante los demás, a los que se debe respeto extraordinario.
Se puede acreditar fidelidad a toda protesta, aunque legisladores haberlos ahílos, están siempre ojo avizor, dando pábulo a toda crítica,eEs decir, el ladrón piensa que todos son de su misma condición. Sólo los dictadores practican la circunstancia del clima belicista. Resultando todo: ¡Justificar las guerras! Por todo ello es necesaria la Revolución Social Libertaria: Desde donde poder terminar con los verdugos de toda política de Estado, siendo éstos quienes certifican la patente de la barbarie de la garrulería más horrorizante. Lo sentenció el anarquista Errico Malatesta: “Casi ningún ladrón es rico, pero casi todos los ricos son ladrones”. Es decir, mientras haya ricos, habrá pobres…