Xavier Díez

Uno de los principales errores cometidos por las izquierdas durante los últimos siglos ha sido considerar el capitalismo como un sistema económico, social y, fundamentalmente, material. Karl Marx, procedente de la clase burguesa que se benefició del nuevo sistema, a partir de sus tesis materialistas y las influencias de la izquierda hegeliana, elaboró un análisis sobre relaciones de poder, mercados, sistemas de producción y todo un arsenal de recursos retóricos que permitían tratar de tú a tú a un sistema, por otra parte, surgido también de las ideas ilustradas, de las propuestas del liberalismo político, y que, ciertamente, podrían ser consideradas como revolucionarias porque pretendían (y hasta cierto punto, lo consiguieron) romper con la sociedad estamental y las instituciones feudales que regían en las sociedades occidentales hasta bien entrado el siglo XIX.

De hecho, volviendo a Marx, no resulta difícil pensar que la falsa secularización que implican las revoluciones burguesas del XIX cuenta con él como intérprete y acompañante necesario. Al igual que el capitalismo aparenta ser un sistema económico de carácter material, fundamentado en el progreso científico, que desplaza al viejo mundo estamental y supersticioso fundamentado en el papel preponderante de la Iglesia, Marx copia exactamente lo mismo en el campo político. Ataca despiadadamente a todos aquellos movimientos de protesta y resistencia ante las nuevas formas de explotación económica y las tilda de retrógradas, antiguas, anacrónicas. “Socialismo utópico”, deja ir con un ácido desdén contra quienes combaten el capitalismo a partir de principios morales o éticos. Los cartistas británicos, un extenso movimiento presente en la Gran Bretaña del primer tercio del siglo XIX, capaces de movilizar centenares de personas, ansían utilizar la movilización ciudadana para controlar democráticamente el proceso técnico y reivindicar el derecho de poner coto a la avidez material y la despiadada rapacidad de los industriales. Los ludistas, contrariamente a lo que distorsionaban sus detractores, no buscaban paralizar el progreso técnico, sino controlarlo y colectivizarlo para que, en vez de enriquecer una minoría, supusiera una mejora global de las condiciones materiales de la gente; evitar la proletarización y controlar estrictamente el progreso técnico para repartir el trabajo y los beneficios. Pero para Marx, eso era “socialismo utópico”, una expresión que busca desautorizar a los trabajadores organizados, para contraponerlo a su “socialismo científico”, que, en el fondo, como sucede a su vez con el capitalismo, no representa otra cosa que una religión laica.

En la larga disputa, desarrollada a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, entre marxistas y anarquistas, es necesario detenernos en dos concepciones filosóficas. Los primeros, como hemos comentado, hijos del progreso científico, pero también de la innovación en el mundo de los negocios y toda su “magia” (como la especulación financiera, las cartas de pago, la creación de sociedades anónimas, el desarrollo de bancos centrales y privados y la centralización de la moneda), se adscriben al positivismo filosófico, en el fondo, otra forma de religiosidad laica, junto con la fe en el progreso. Los segundos, sin embargo, se adhieren al pensamiento filosófico basado en el Ius Naturalismo, es decir, que existen unos principios morales inmutables y de carácter universal sobre los cuales debe reposar cualquier comunidad política. De hecho, en ámbitos como los del derecho, todavía existe esta disputa (muy poco dialéctica) entre los positivistas (que consideran que existen unas leyes, y por el hecho de existir, deben respetarse sin ninguna sombra de duda) y los ius naturalistas (que creen que existen principios morales superiores por encima de las normas elaboradas por individuos que pueden equivocarse o legislar de acuerdo con intereses privados).

Para los “socialistas científicos”, positivistas, posteriormente comunistas y con Marx como profeta, la religión laica reposa sobre una especie de teología dogmática elaborada pacientemente por Karl Marx y su patrocinador y fiel amigo Friedrih Engels. A partir de aquí, otros continuadores o interpretadores se añadirán a una especie de Torah sagrada que implican un conjunto de ortodoxias y heterodoxias, aunque mantendrán su cariz religioso de todas formas. Para los “socialistas utópicos”, o las diversas familias que podrían ubicarse en un heterogéneo anarquismo decimonónico, lo que cuentan no son las relaciones de producción, la lucha de clases o la dialéctica, sino establecer lo que es moral (y justo) y lo que no es. Y existen diversas propuestas, desde las mutualistas de Proudhon, hasta las comunistas libertarios de Kropotkin, pasando por el colectivismo de Bakunin, o el primitivismo de Zerzan, el individualismo de Thoreau o el anarquismo sin adjetivos e integrador de Tárrida de Mármol y Ricardo Mella. En cualquier caso, y de manera paradójica, el marxismo que presume de materialista acaba poseyendo unas fórmulas metafísicas e intangibles, mientras que los anarquistas acaban apelando a lo concreto: la injusticia del aquí y del ahora. Los primeros ensalzan la dialéctica de modos de producción, mientras que los segundos señalan, denuncian y combaten de manera directa aquello que se considera pernicioso desde la más elemental e intuitiva moral.

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