Pedro Ibarra

Son muy pocos los conceptos condicionados en su tiempo que puedan tener más arraigo que las mentiras. Sujetas están todas ellas a una envoltura que facilite su creatividad, que cubra, con su manto, provincias y naciones. Su gran facilidad de uso, dado su poco coste y la vigencia complaciente de su tiempo, permite que, como plaga bíblica, se extienda galopante en casi todo colectivo humano. En un tiempo y en unos lugares, según dicen las crónicas históricas, no tuvo este uso de las mentiras tan gran dominio entre las personas, ya que eran consideradas detestables en la condición humana de la convivencia.

Las relaciones sociales entre las gentes estuvieron condicionadas por una especie de límites éticos y morales que detenían la parte deprimente que acompaña casi siempre a las personas en sus comportamientos. Una simple prueba bastaría para poder justificar este argumento, describiendo el uso y las costumbres de relación entre los lugareños de cualquier pueblo de España en sus días de mercado caballar, bovino o lanar. Las compras y ventas de bestias estaban siempre presidida por el más riguroso documento notarial del mundo: El apretón de manos entre comprador y vendedor.  La palabra dada salía de las entrañas de aquellos hombres rústicos, y casi ignorantes, con la fuerza de la dignidad que oprimía aquellas manos. El honor a la palabra fue, sin duda, la mayor de las riquezas poseídas por las personas de nuestra tierra.

Quizás sea la causa de que estos grandes cambios, en los cuales la moral y la ética sufren enormes cataclismos, esté en el eterno movimiento continuo que todo lo arrastra en nuestro planeta. Esa ley física que nos obliga a todos a movernos y, por lo tanto, a transformarnos debe de ser la causante de que nada permanezca quieto e inalterable y se pase de disfrutar de unas pocas virtudes a épocas de lamentables ausencias de ellas.

El hombre, ese gran obrador capaz de modificar miles de cosas sobre la tierra, debe de tener algo de culpa de las miserias humanas. Si hemos de ser justos, tenemos que aceptarlo. Todos somos capaces de modificar casi todo lo que nos rodea, en su bien o en su mal. Depende en mucha parte del entorno dominante y en la manera de entender la vida en un presente vivido.

Son motores del cambio de la forma de vida los necesarios “soñadores de utopías “. Materia imprescindible y energía vital necesaria, aunque por el servil conservadurismo sean tratados de locos peligrosos. Ellos, y sólo ellos, son los que accionan las palancas del progreso, siendo los primeros en llegar a las metas encadenadas del futuro. Casi siempre, son ingratamente tratados e injustamente calificados, restándoles el tiempo como fiel reconocimiento y amigo entrañable.  

El resto de las personas que quedamos fuera de los locos vivimos de la espera, pasando toda nuestra vida esperando siempre algo. Algo que venga del cielo o de la tierra, pero que venga. Posición plañidera del cómodo sillón tapizado. Dulces amaneceres de soleadas albas a la espera de que nuestro Patrón se apiade de nuestra precariedad laboral. Dulces esperas en que todos nuestros «representantes sociales y políticos» respeten nuestras opiniones y deseos para ser ellos respetados y defendidos. Y dulces deseos para que los que acumulan riquezas se cansen de hacerlo por fin, alguna vez, y pongan en equilibrio la balanza social redentora. Todo ello consentido y apoyado por el Padre supremo que todo lo controla y dirige, incluidos los legendarios cataclismos que han azotado y azotan desde siempre a la humanidad.

Decíamos, porque lo creemos, que el hombre es capaz de todo lo bueno y de todo lo malo. Para que florezca lo bueno, creemos que se deben de dar unas condiciones mínimas. De la misma manera que para que una planta ofrezca su aromática flor tiene que haber unas aportaciones de clima, humedad y alimento; el ser humano desarrollará, también, su flor moral y ética cuando su entorno social sea el adecuado, cuando el abono que alimenta sus raíces sea, por lo menos, mejor. Y no solo lo desarrollará el sólo, sino que invitará a las demás personas a que imiten esa manera de vivir con la nueva maravillosa especie de flor.

Desgraciadamente, el entorno dominante presente no reúne las condiciones necesarias para tal delicia. Y no es que le pueda faltar una cierta humedad para que pueda germinar ese portento necesario, sino que es todo lo contrario, pues son las lágrimas de unos cuantos, y pocos locos, las que no paran de aportar el triste líquido, faltando los demás componentes. 

En nuestra casa común, que es la tierra, desgraciadamente no han faltado nunca los legendarios y mesiánicos salvadores cuerdos, que hicieron todo lo posible para poder cambiar el adjetivo de cuerdo por el de loco, prolongándose en el tiempo tan indeseables apariciones. Llegando a nuestro momento, en que por mucho que nos miremos los seres humanos los unos a los otros, no queremos ver en nada a un semejante nuestro que sea portador de bellos colores por considerarlo un ser extraño y de otro planeta.

Otra de las cosas que despiertan el esperpento nacional es el poder ver en las honras fúnebres de algún ciudadano cómo se aplaude al difunto, que hace mutis por el escenario. Como si el difunto estuviese vivo e interpretara magistralmente “el adiós a la vida de Puccini”. Lamentable esperpento asimilado y aceptado en toda la piel de toro, que no deja de ser un desahogo social que demuestra el grado de nuestras muchas anormalidades excéntricas que abundan en nuestro “momento danone”.

Mentiras y más mentiras fluyen por todos los poros de nuestro momento y nos las lanzamos en los rostros, junto con nuestro aliento, con la mayor de nuestras naturalidades. Aceptándolas de igual manera de cómo se acepta el parpadeo de unos ojos ajenos. Respondiendo a ellas con otras del mismo género o quizás mayor, convirtiéndonos todos en un infinito amasijo de adicción de la mayor de nuestras drogas: la mentira. Mentiras instituidas en el centro del átomo de nuestro oxígeno y en las células de nuestro cerebro, presas y carceleras cuya llave de libertad nos negamos a buscar, sirena de mil aguas que nos arrastra sin querer limpiar nuestro cuerpo hasta llegar a la sal. Mentiras en la pureza del aire, en las aguas, en los alimentos, en las relaciones humanas.

Mentiras tantas, que tejen el inmenso velo que a todos nos cubre robándonos el respirar. Mentiras fortalecidas y aceptadas como la luz solar. Mentiras acompañadas de falsas risas que enmascaran al engañador. Viejas mentiras de antaño, multiplicadas hoy por mil, llenando nuestras cabezas. Mentiras espantosamente necesarias para seguir viviendo , cortejo fúnebre que nos arrastra a enterrar lo más vello del mundo: LA VERDAD.

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