Herbert Read

La civilización no tiene necesidad de una definición precisa; es la suma de productos y comodidades de una organización social, su riqueza, sus costumbres y sus realizaciones materiales. Se puede resumir brevemente y con exactitud en la expresión: “nivel de vida de un país”.

El carácter de la cultura es menos evidente. Burckhardt la ha definido como la suma total del desarrollo espiritual que se cumple espontáneamente sin aspirar a una autoridad universal u opresora. Los distintos calificativos empleados por Burckhardt demuestran hasta qué punto es difícil definir el concepto de cultura. La espontaneidad, la diversidad y la libertad son las características de una cultura auténtica y precisamente los motivos que impiden que una cultura pueda ser impuesta a un pueblo como una cosa hecha, lo que confirma el error fundamental de los regímenes fascistas modernos.

Pero no compliquemos la cuestión tratando de definir todo lo que la cultura podría comportar o implicar. Sabemos que se expresa en ciertos valores tangibles, siendo los más evidentes la literatura, la música, la arquitectura, la pintura y la escultura en sus manifestaciones más elevadas. El término cultura puede igualmente significar otras muchas cosas, pero ninguna cultura ha existido que no poseyera una o varias de estas artes, y las más importantes las reunieron todas.

Burckhardt indica que el principal esfuerzo de nuestra civilización contemporánea tiende a elevar el nivel general de vida y el “confort”, el cual, más aún que la “grandeza” o la “felicidad”, parece traducir mejor el ideal del mundo moderno…

Burckhardt tal vez no tiene razón por completo cuando afirma que el esfuerzo principal de nuestra civilización tiende a elevar el nivel de vida -es un problema que merece ser explicado-, pero si la democracia tuviera que escoger entre la cultura y el “confort”, seguramente optaría por este último, aunque la alternativa no puede ni siquiera ser planteada seriamente.

Esta actitud de la mayoría no carece de fundamento. En la sociedad moderna, la cultura se ha convertido en sinónimo de algo artificial. Ya no emana del pueblo y de su manera de vivir, sino que le es impuesta por la enseñanza y la propaganda. La cultura es derecho adquirido de los universitarios, los académicos, los profesores, los editores y proveedores de cultura en general. Los organismos profesionales dispensadores de cultura poseen ciertos usos intelectuales, cierta apreciación de las artes y las literaturas del pasado, que se encuentran formulados en los cánones del gusto y se transmiten como una tradición, y aunque ésta se viene imponiendo desde diversos puntos de vista en tanto que guía como modelo -en tanto que “critérium” de iniciación-, el hombre medio es perfectamente libre de convenir en que esa tradición no tiene ninguna relación con su vida cotidiana. La desaparición de las literaturas griega y latina o la destrucción de la arquitectura de la Edad Media y del Renacimiento, no tendrían ningún efecto sobre el espesor de la capa de manteca que extenderá sobre su pan, ni sobre la calidad de la lana que servirá para confeccionar su ropa de abrigo.

La diversidad y la libertad aparecen manifiestamente como las dos condiciones previas a la vitalidad cultural, pero implican un tercer factor que, lejos de ser evidente, no es el menos esencial de todos. Burckhardt no hace ninguna mención en su definición de la cultura tal y como aparece en Consideraciones sobre la Historia, pero lo indica de una manera explícita en su gran obra titulada Civilización del Renacimiento en Italia. Se trata de una cuestión de dimensión. La cultura, observa J. B. Yeats en una carta, parece tener relación con las dimensiones de la sociedad. Las obras más importantes en materia de arquitectura, de pintura y de literatura han sido realizadas en el seno de comunidades relativamente poco importantes, en ciudades Estados como Atenas, Florencia y Siena. Esta cuestión es bastante compleja, pero si damos vuelta al enunciado del problema, podemos afirmar, sin temor a contradecirnos, que no hay un sólo testimonio histórico que establezca un punto de unión cualquiera entre la calidad de una cultura y las dimensiones de un Estado. Toda la historia del pasado sugiere a primera vista que la calidad está asociada, de uno u otro modo, a un límite de dimensión.

Yo creo que es precisamente en esta cuestión de dimensión donde se encuentra la clave del problema del dinamismo social. Una condición de completa uniformidad, al no ofrecer ninguna ocasión de rivalidad, excluye todo dinamismo. Cuanto más grande es un Estado, más estrictamente organizado se nos aparece, más mediocres son sus elementos, menos numerosas son las posibilidades de desarrollo de la diversidad o variedad.

La cultura es un fenómeno fundamentalmente biológico: utilizamos la misma palabra “cultura” para designar una bacteria o una obra de arte y tenemos absolutamente razón. Las condiciones que presiden la germinación de una cultura del arte deben estar determinadas con igual precisión y método científicos que las que determinan una cultura de penicilina en un laboratorio. Pero el proceso en sí es vital, espontáneo; es una “generación” de nuevas formas de vida. La extensión de la vida de una sociedad depende de la generación de esa vida molecular y si no prevemos las condiciones favorables al proceso molecular de la cultura, toda nuestra civilización desaparecerá sin dejar el menor rastro.

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