Patricio Barquín
No, en realidad no me dispongo a escribir un artículo que suponga una revelación para quien tenga a bien leerlo. Las revelaciones se ocupan más de cuestiones mitológicas, marianas o divinas; o bien, se refieren a actos relacionados con las sales de plata, baños de paro y fijaciones varias, y claro, no seré yo el que se meta en tales berenjenales, ya que como dijera en su día León Felipe: No sabiendo los oficios los haremos con respeto.
Así pues, presto me hallo en disposición de pensar en voz alta o, más bien, pensar teclado en ristre, (por más que me hubiera encantado disertar) sobre una cuestión que me planteó una buena amiga: ¿por qué no escribes algo sobre el turismo? Y, ¡pobre de mí!, aquí me encuentro en tamaña tesitura.
Etimología y un poco de historia que siempre viene bien
Empecemos, pues, descifrando el origen de tan vilipendiada como deseada palabra: turismo. Todo indica que tendría un origen en el latín tornus o en el griego tornos, que vienen a significar círculo, es decir, el movimiento alrededor de un punto central o eje; cosa que resulta harto cansina. Aunque, en realidad, al castellano llegó por vía mucho más moderna, que no podía ser otra que el inglés en su forma tourism, que a su vez la tomó prestada del francés tour, que viene a significar gira, y esto es importante para el desarrollo de este amago de reflexión que quiero presentar a través de este escrito. Pese a todo, cuánto mejor hubiera resultado que en lugar de gira significara jira, como aquellas que hacían los grupos anarquistas y de afinidad de la primera mitad del siglo XX. Ello nos hubiera ahorrado muchos disgustos.
Pero como no sólo de etimología vive la humanidad, deberíamos, también, adentrarnos en los oscuros vericuetos de la sociedad capitalista y liberal y su cultura del trabajo y del descanso, si es que este último es una acepción válida para este tipo de sociedad que sufrimos. Conviene recordar que el descanso es improductivo y que no ayuda, para nada, al crecimiento económico, por lo que el sistema capitalista ha inventado falsos descansos que continúan generando beneficios económicos y, sí, estamos hablando del turismo, así, en seco, sin florituras de ningún tipo.
Las luchas obreras consiguieron, consiguen y seguirán consiguiendo grandes logros laborales y sociales. Esto es inapelable, salvo para los palmeros del sistema que andan convencidos de que los logros son obra de la política parlamentaria, pero este es otro tema en el que no quiero enfangarme ahora. Como también es inapelable que la lógica capitalista devora y transforma todo lo que toca, cual rey Midas, en producción y beneficios. De tal manera, que eso de tener personas obreras descansando y, tal vez, pensando sin más es un despropósito inaceptable para el capital y tiene que encauzarlo por la vía del consumo. Y ahí es donde empiezan a surgir los conceptos, no ya de descanso sino de desconexión. Frases como: necesito desconectar del trabajo, necesito recargar pilas, etc. las hemos hecho tan nuestras que hemos perdido la capacidad de cuestionarlas como merecen. Seguramente sería más correcto tratar de no desconectar del trabajo sino empeñarse en luchar para que no nos resulte algo insufrible y sí para que nos supusiera un crecimiento personal. También estaría bien plantearnos para qué creemos necesario recargar esas pilas si luego las vamos a vaciar en trabajos que nos agobian y embrutecen. Aunque, por supuesto, no estoy diciendo en absoluto que no merezcamos descansar, lo único que cuestiono es el tipo de descanso que nos proponen para continuar manteniendo unos trabajos que nos hastían.
Pero salgamos de gira como si fuéramos estrellas del espectáculo o colonos ocupando y destruyendo otros mundos
Las vacaciones construidas sobre las bases del turismo, tal y como lo vivimos, nos llevan a viajar a
lugares más o menos remotos con la única finalidad de comportarnos como si no hubiera un mañana. Desplazarnos sin más pretensión que desconectar. Pasar por los diferentes lugares que visitamos sin interactuar y sin tener tiempo para conocer la realidad de los sitios, nos convierte en una especie de estrellas del espectáculo en una gira permanente (volvemos a la etimología del asunto y a maldecir por no estar de jira). Llegamos a un sitio y actuamos sin esperar nada a cambio, al menos nada que no se pueda comprar, más allá de pasar un rato agradable: sea visitando monumentos, museos, comiendo, bebiendo o tomando el sol y causando molestias, en la mayoría de los casos, a los pobres lugareños que no sacan tajada económica de nuestros desmanes (los que sacan tajada también nos odian, así como nosotros odiamos el trabajo. Son negocios, no es nada personal). Y no estoy hablando de los casos extremos de resorts o ciudades de vacaciones o cruceros, esas propuestas, deleznables y despojadas de tapujos, del sistema capitalista a las que acuden las personas buscando la alucinación de sentirse ricas y poderosas por un tiempo, cual descubridores de nuevas tierras que saquear. Hablo, simplemente, de las visitas fugaces en las que, con la mejor de las intenciones, nos limitamos a pasar con más pena que gloria.
Pensemos, por un momento, en aquellos viajeros de finales del siglo XIX y principios del XX que transitaban durante largo tiempo, de un país a otro, interactuado con la población. Viviendo un tiempo aquí y allí. Viviendo un crecimiento personal y brindando otras visiones a los pobladores con los que coincidían y conocían. Sí, ya sé que en la mayoría de los casos se trataba de europeos de alto estatus social, y que, si eras, por poner un ejemplo, una persona negra africana con pocos recursos no podías emprender un viaje de esta índole a riesgo de acabar vendida como esclava. Pero también es cierto que en ese momento había un elemento muy determinante, a parte del poderío económico, para llevar a cabo este tipo de viajes, y es que las fronteras tenían un concepto diferente del que tienen ahora. De hecho, los pasaportes no surgen hasta después de la primera guerra mundial y no se van asentando más que después de la segunda guerra mundial, y, pese a todo, no se generalizan hasta los años ochenta del siglo pasado. En definitiva, ahora, no hay posibilidad de moverse libremente si no es superando toda una barrera de trámites burocráticos que, ¡oh, sorpresa!, continúan siendo mucho más sencillos si tienes ciudadanía europea y dineretes, ya que si eres una persona de esos otros mundos considerados de segunda o tercera acabarás dando con tu cuerpo en una valla envuelta en concertinas o tiroteada en alta mar o en un desierto a las puertas del país al que tratas de llegar.
Pero ¿por qué hemos renunciado a viajar libremente en el espacio y en el tiempo? Simplemente por el capitalismo que nos quiere productivos. Si salimos de viaje debemos gastar el dinero que nos pagan por el merecido descanso. A ser posible, debemos gastar más que ese dinero, llegando, en algunos casos, a empeñarnos para pagar durante el resto del año esa alucinación de descanso merecido.
Y ¿por qué ponemos el foco en nuestra merecida desconexión, en lugar de ponerlo en la posible conexión con otras personas, otros pensares y otros vivires que nos puede brindar el viajar? Pues, una vez más, la cultura capitalista está haciendo con nosotras de las suyas abocándonos a avanzar por los caminos del individualismo más deshumanizante.
A modo de conclusión o el turismo que deseamos
En una sociedad justa, el trabajo y el dinero (de hecho el primero debería quedar reducido a lo mínimo imprescindible y el segundo debería desaparecer, pero es ese otro berenjenal que no quiero ahora transitar) no deberían ocupar la centralidad de nuestras vidas, por tanto, no deberían ser el obstáculo, ni las personas viajeras deberían ser vistas con recelo, sino como una oportunidad de conocer otros mundos, otras formas de ver el mundo, otras realidades que no son la nuestra, pero que podríamos hacer nuestras.
En una sociedad justa, deberíamos poder tomarnos tiempo indeterminado de no trabajo para viajar y crecer personalmente. Ser acogidos y acogidas allá donde vayamos y acoger a quienes vengan a visitarnos como valores humanos de crecimiento personal de ida y vuelta. Ser capaces de convivir, intercambiar, conocer el día a día porque lo viviríamos e incluso podríamos trabajar allá donde fuéramos, junto a las personas del lugar, convirtiéndonos así en una más de ellas y ellas en una más de nosotras.
En definitiva, tenemos que aspirar a desmercantilizar nuestras vidas y las vidas de las demás para conseguir que lo humano esté por encima de lo económico y lo pausado por encima de lo pautado y lo urgente. De todas formas, esto no lo vamos a conseguir de ahora al verano que viene, o sí, nunca se sabe, pero mientras tanto, deberíamos tratar de que nuestros viajes sean lo menos invasivos posibles y lo más enriquecedores, en un toma y daca tan difícil de conseguir en esta sociedad que nos ha tocado vivir. Ah, y que para viajar no hace falta hacer grandes desplazamientos y ver grandes cosas. A veces, viajar por nuestro entorno más cercano nos puede bastar para desarrollar, aunque sea, un mínimo intercambio con las personas que vayamos encontrando a nuestro paso, así nos podremos ir transformando, poco a poco, en más viajeras y en menos turistas.