Francisco José Fernández Andújar
El querido lector -libertario- disculpará que el presente texto acepte cierta premisa como correcta, dejando aparte las críticas que pesan sobre ella. Es respecto al término de «izquierdas», que usaremos como aquellos movimientos políticos y sociales tendentes al progreso y mejoramiento humano bajo las consignas de libertad, justicia y fraternidad. Este concepto se entendía muy bien en la primera mitad del siglo XIX, cuando el absolutismo político intentaba combatir las formas políticas «modernas», en particular la democracia y parlamentarismo contemporáneo.
En nuestra historia reciente, en España, un partido político ha encabezado la izquierda política española, y no me refiero al PSOE, sino a lo que fue Izquierda Unida. Su protagonismo, que ya estaba en decadencia, fue sustituido por un nuevo partido político tras el movimiento 15-M: PODEMOS. Tal formación empezó a diferenciarse fácilmente, de la izquierda tradicional, con consignas como “Asaltar los Cielos”: una referencia metafórica y algo grandilocuente a la estrategia de llegar al Poder, al sistema parlamentario, ganando las elecciones, y ejercer las políticas y principios que defienden desde las instituciones. La diferencia de esa izquierda de los ochenta y noventa a la del dos mil diez, a grandes rasgos y apuntando muchos grises y matices, es que la primera tiene una vocación asociativa, ideológica y militante, mientras que la segunda la tiene institucionalmente.

Por sus posiciones ideológicas, estratégicas y teóricas, la primera contempla la conquista del poder político, donde el sistema electoral y parlamentario es una vía legítima asociada a su agenda, pero no por ello dejaba de recordar que la prioridad era el partido, con sus propios acuerdos y principios. La presente izquierda, en cambio, incide en la mayor importancia de las instituciones frente al partido. Aunque defienden la “marca” que supone la formación en cuestión, lo hace tan sólo para no crear constantemente una organización política tras otra y, de esta manera, tener cierta estabilidad con la que poder centrarse en la labor parlamentaria y periodística, que son las esferas donde principalmente se mueve. Al respecto, en el programa de televisión de Pablo Iglesias, podíamos escucharle afirmar expresamente que las instituciones es el objetivo, porque es desde ahí donde se cambia todo, con leyes y poder. Pues bien, nosotros decimos todo lo contrario: es fuera de las instituciones y los “papelitos” donde está lo importante: en la gente, en la sociedad. Y así lo vemos día tras día: puedes tener una ley que condena la violencia policial, o que deben ir identificados con su número de placa, pero luego, si quieren, no van con la dichosa chapa y vete tú a denunciarles y meterte en problemas, a ver qué dice el juez y qué ocurre. Los inmigrantes asesinados en las aguas del Tarajal, por la frontera de Ceuta, fueron muertos por agentes que, finalmente, no han sido condenados por sus acciones. Puedes tener muchas leyes contra la violencia de género, pero si la población no es convencida y no se genera una nueva cultura entre la propia gente, la violencia de género persistirá. La “bondad” y “sabiduría” desde arriba, desde las instituciones, sin las personas, termina en papel mojado, por no decir que puede llegar a una “rebelión” de una mayoría reaccionaria, el típico “vivan las cadenas” del siglo XIX, o el trumpismo de nuestros tiempos, único movimiento que ha asaltado el Capitolio de la principal potencia mundial.
Las instituciones pretenden servir a la gente, pero son unos organismos que funcionan por un grupo de personas -autoridades, políticos y funcionarios- que asignan su propio modo de procedimientos y acción, al margen del criterio de los demás. Son las leyes que siguen las que se supone que influyen a la gente respecto a ideas, principios y soluciones, pero lo hacen desde arriba, desde la autoridad, en una acción que no dialoga y procura imponerse, que por muy justificada que esté, al final sin el acompañamiento de la población no se comprende y puede tomarse -sentirse- como una “opresión”.
En cambio, las asociaciones (que pueden ser partidos, sindicatos, grupos, etc.) pueden tener, si quieren, ideas y principios propios, que se relacionan, en igualdad y horizontalidad, con la gente desde las calles, centros de trabajo, eventos, sedes sociales, etc. Sin duda, su influencia es menor pues carece de los instrumentos coercitivos y recursos de un Estado, pero emana y se dirige desde y hacia la propia gente. Ha sido el modo de actuar tradicional de las organizaciones políticas y de los movimientos sociales, en las que, acertada o erróneamente, han decidido cómo funcionar y qué hacer, con un modo participativo y abierto, ciertamente con reglas internas, pero en esencia, quienquiera accedía sin requisitos (como tener que ganar o un aspecto que no depende de decisiones propias). Cuando estas organizaciones triunfaban o aglutinaban grandes masas de población, su influencia era suficiente para que las instituciones, sin importar su signo político, tuvieran que acatar y aceptar sus reivindicaciones, o adaptarse de algún modo. A veces, esta influencia llegaba a otros movimientos basados en vanguardias: el marxismo, desde los años setenta, se ha visto obligado a renunciar a sus tradicionales estructuras verticales y centralizadoras, hacia formas más asamblearias y horizontales. Obviamente, con límites, y muy gradualmente, pero cuando en esa época estas formas cobraban mayor fuerza social, sin necesidad de leyes o instituciones, muchas formaciones se vieron influidas y hasta forzadas a adoptar cambios. PODEMOS no deja de ser una formación que vive de lo que se hizo en el pasado: el 15M así como la trayectoria del conjunto de las organizaciones izquierdistas. En cambio, el Partido Comunista, o una organización que no busca concretar su ideología, pero sí recoge una serie de principios comunes entre sus distintas corrientes, como es Izquierda Unida, son entidades capaces de emanar ideas y criterios a la población. La organización morada no: se limita a intentar ganar las instituciones y servir en el sector público y en los cargos del gobierno, emitiendo desde arriba criterios y creencias que no vienen de su partido, sino del pasado, de la izquierda tradicional y acaso del 15M. Como servir en el sector público no es teorizar ni actuar colectivamente desde una organización propia, su influencia es menor, y como hay numerosas condiciones y leyes que definen ese servicio público, al final se hace todo con contradicciones, absurdos y hasta desfachateces, por lo que esos principios e ideas quedan desacreditados. No la constitución, sino el propio Estado existe para proteger la Propiedad Privada, y, de un modo privado o público, el capitalismo ha sido el modo que siempre ha utilizado. Cuando no lo ha sido, ha sido definido como sociedad primitiva o Estado fallido. Porque un Estado sólo triunfa cuando aplica ideas contrarias a lo que llamamos, muy genéricamente, la izquierda política.
El resultado es pobre por ese descrédito. También porque PODEMOS, en su labor acaparadora, ha conseguido debilitar las alternativas y el modelo de organización que genera ideas, para centrar a los más militantes en la conquista parlamentaria y en la vocación institucional. Los recursos del Estado no son muy útiles para cambiar el sistema o aplicar políticas de izquierdas, menos para convencer a la gente, pero sí son muy eficaces a la hora de debilitar y eliminar a las asociaciones e iniciativas populares que les hagan sombra. Pero también porque la izquierda tradicional de la segunda mitad del siglo XX ha sido también parlamentaria, aunque no exclusivamente, pues reconocían la labor militante como la principal.
Al final, debido a la debilidad de criterios, se empuja a la confianza del valor personal de quienes ocupan cargos, fomentando así el acercamiento de las habituales figuras de esos oportunistas que se metían en partidos políticos para, por una parte, cubrir necesidades electorales, pero por otra, ocupar cargos políticos e institucionales con perspectiva de sacar ventajas individuales. En muchos pueblos pequeños, con poco control del partido, al tratarse a menudo de participaciones cuya iniciativa es prácticamente individual o de un grupo muy reducido, es habitual en extremo estos casos. Como vemos, muchos problemas actuales que criticamos en este artículo ya estaban presentes anteriormente, si bien quizás en un grado menor, pues al menos tenían capacidad de generar ideas desde la organización política y sus espacios de influencia.
Antiguamente, las ideas progresistas, bajo la labor de las asociaciones, consiguieron que la población, acostumbrada a siglos de absolutismo, tomara el camino de las libertades y del progreso. Esta dinámica se corta con las guerras mundiales y el surgimiento de la Guerra Fría, con dos grandes bloques mundiales: uno de ellos, el soviético, que lidera lo que era la izquierda, y lo convierte en un movimiento que procura favorecer unos países de un “bando” o, quizás, convertir a su propia nación en parte de ese bloque. Entonces la izquierda ya no lucha ni se organiza de abajo hacia arriba, sino de igual a igual, en un sistema internacional de países que compiten en abusos y despropósitos. Ocurre entonces que la “izquierda” pasa a ser un igual al sistema opresor, se convierte en parte de otro sistema, que reproduce las mismas lógicas de poder y fuerza. La lucha se aleja de la gente humilde, y ahora son instituciones y gobernantes contra otras instituciones y gobernantes. Desde entonces, podemos observar que, más allá de las apariencias de supuestos “triunfos” en la Guerra Fría, la gente, los trabajadores, han ido perdiendo influencia, derechos y reivindicaciones día tras día, sumándose el colapso de ese bloque, que se había apropiado de la izquierda, dejándonos en el actual escenario. Se olvidó y abandonó aquella izquierda anterior y nos encontramos ahora en la situación del siglo XIX, pero con Estados que han aprendido mucho desde entonces, y ahora con esos exgobernantes “rojos” que suspiran por restablecer las instituciones colapsadas de su bloque.
El desastre está garantizado y la única esperanza es seguir el ejemplo de esa labor que triunfó hace dos siglos. Aunque el Estado ha aprendido, en esencia se trata de estar con la gente e influir con ideas y palabras, desde la igualdad, esto es, que tu hablas, pero también escuchas, entablándose un diálogo, aunque sea con ideas y principios opuestos, en el que se razona y se comprende, por parte de todos. Sólo así se hace un movimiento de la gente y no de vanguardias ni de Estados. En ese movimiento social, las instituciones no son parte, pues deben responder a toda la población, sin emanar la ideología de ningún sector, pero en cambio, sí la hegemónica que aprueba el Estado, que aglutina precisamente esas instituciones, ya que por y para eso mismo son un servicio “público”. Las instituciones no cambian a la gente, sino la gente cambia las instituciones. Eso es lo que no entienden los izquierdistas de ahora, pero sí los derechistas, y por eso han crecido en influencia en los últimos tiempos, con terrible pero predecible éxito, pero también con sus limitaciones, porque afortunadamente la derecha tampoco entiende lo popular, pero porque tampoco le hizo falta y puede que lo tema si llega a ser muy importante.
Los izquierdistas de ahora dicen que esa labor parlamentaria puede ser compatible con lo que hemos dicho de lo popular, asociativo o militante. Pero vemos que quienes afirman eso ocupan todo su tiempo en el parlamentarismo y en la prensa, y no se les ve, día a día, en el activismo ni en la organización de base, y si lo hacen su éxito institucional queda sin necesidad de comentarios. Porque, al final, todo esto se debe a que esa compatibilidad sólo es formal, de palabras: en la realidad es un choque de visión de la organización y del activismo. Siendo la izquierda lo que debe progresar y buscar el mejoramiento social, mientras que la derecha es lo conservador y el orden establecido, no cabe duda de que el propio sistema económico, el funcionamiento parlamentario y la legislación, cuyos cambios son difíciles y lentos, promueven el status quo, pues no pueden hacer muchos cambios esenciales y necesarios, como el absurdo legislativo de la “propiedad privada”, el autoritarismo patronal o los desastres de las fronteras nacionales. Hay que abandonar ese camino, cuanto más mejor, y seguir, en los nuevos tiempos, el modelo que siempre ha provocado nuestro fortalecimiento y crecimiento, es decir, el asociacionismo, el asamblearismo, el activismo, el federalismo, la autonomía, la solidaridad y la horizontalidad. La situación súper estatista y la confusión tras la derrota de las izquierdas, hace ya varias décadas, no deja una situación sencilla, pero las crisis y colapsos institucionales se han dado a lo largo de la historia, e incluso podemos ver serios atisbos como se pudo observar en Francia o Grecia, pero al final la militancia, basada en el asociacionismo popular en normas libertarias, es el único camino eficaz, como mostró aquellos momentos históricos en los que las clases bajas pasaron del absolutismo a movimientos obreros y campesinos masivos y combativos.