Xavier Díez
Olas reformadoras.
Los sistemas educativos públicos, como instituciones dependientes de los Estados, como herramientas a los servicios de proyectos políticos y sociales siempre están en el ojo del huracán de los debates y espacios donde se reflejan las tensiones entre los diferentes actores que pugnan por el poder. Entre ellos hallamos clases sociales con intereses antagónicos, los poderes tradicionales, que se resisten a perder peso en las periódicas transformaciones históricas, o aquellos sectores que habitualmente pelean por poner un ámbito tan estratégico, como es el educativo, al servicio de sus intereses particulares. Las maneras en que se traducen estas disputas suelen tomar la apariencia de reformas educativas, que, al menos en lo que se refiere a occidente, suelen desarrollarse de manera simultánea en varios países, apuntando en direcciones similares, aunque con formas e intensidades diversas.
Los sistemas educativos públicos consolidan sus estructuras, formas y currículos hacia la segunda mitad del siglo XIX, paralelamente a la consolidación del capitalismo, que ya ejerce en ese momento su hegemonía como pensamiento único. A pesar de los trasiegos históricos que ocurren durante la primera mitad del siglo XX, en buena medida, estos mantienen cierta estabilidad en cuanto a estructuras, organización curricular, metodologías, formación y selección del profesorado o funcionamiento interno. Se trataba de instituciones autoritarias y que tienden a reproducir las diferencias sociales, hecho especialmente grave en sociedades claramente desigualitarias.
A pesar de las críticas que se pudiera hacer, la educación era muy bien valorada, especialmente por las clases trabajadoras, porque a pesar de las claras disfunciones y el talante discriminatorio, en la práctica, se convertía en una eficaz herramienta de promoción social. Además, claro, está la cuestión del igualitarismo social. El hecho de que los grupos privilegiados o las clases medias mantuvieran a sus hijos varios años estudiando, especialmente en la etapa secundaria o la universidad, se convertía en una clara discriminación respecto al abuso del trabajo infantil al que eran sometidos niños y niñas de los suburbios urbanos, las fábricas o el campo. Por tanto, el principal problema educativo se convertía en la insuficiencia de suficientes plazas que permitieran abarcar a toda la población escolar, y extender la escolarización obligatoria efectiva, al menos hasta los catorce años, la edad a partir de la cual era legal empezar a trabajar en la mayor parte de países hasta la década de 1970, en que pasará a ser los dieciséis de la actualidad (y los dieciocho, a la práctica).
Es por ello por lo que asistimos a la gran primera ola reformadora educativa hacia la segunda mitad del siglo XX. Con el aplastamiento del fascismo, el contexto de la guerra fría, la amenaza de una revolución de izquierdas, especialmente gracias al prestigio de un comunismo que había podido derrotar al nazismo, implica que buena parte de los planes progresistas de inversión pública y convergencia social (como el New Deal, en Estados Unidos durante la era Roosevelt, o el Informe Bevan en Gran Bretaña) propician los diversos pactos que nos llevan a una serie de políticas de bienestar en los cuales la enseñanza pública ejercerá como sólido pilar. Sanidad universal, vivienda pública, salarios dignos, pensiones de jubilación y escuela gratuita para todos los niños serán aspiraciones largamente anheladas por la mayoría social que tomarán forma a lo largo de lo que los economistas llamarán los “Treinta Gloriosos” para definir el período de crecimiento económico, equilibrio social, y una sustancial mejora en las condiciones de vida y trabajo de la población occidental entre 1945 y 1973.
Esta oleada reformadora fue más cuantitativa que cualitativa. Consistía en expandir horizontalmente el sistema. Se ejecutó un plan generoso de construcciones escolares. Se contrataron millones de nuevos maestros. Se expande, sobre todo, la escolarización hacia la etapa de enseñanza secundaria, antes patrimonio casi exclusivo de las clases medias, y también la universidad. Precisamente uno de los pilares del estado del bienestar que permitirá nuevas oportunidades de promoción social será la enseñanza pública. Los diversos gobiernos incrementarán de manera ostensible los recursos en este ámbito, con una avalancha de nuevas escuelas e institutos, un reclutamiento masivo de docentes con mayor formación que las promociones anteriores, y en buena medida con ciertos niveles de conciencia social, y un alargamiento en la edad de escolarización obligatoria. Esto, por supuesto, generó cambios significativos. Para la mayoría de los europeos, especialmente procedentes del campo o de familias de trabajadores industriales, anteriormente a 1945 lo habitual era recibir no más de cuatro o cinco años de instrucción básica y ponerse a trabajar entre los doce y catorce años. La enseñanza secundaria se convertía en un lujo distintivo entre las clases medias (las prestigiosas y exigentes instituciones como las Grammar Schools británicas , los Lycées franceses o los Gymnasium alemanes), mientras que el acceso a la universidad era reservado tradicionalmente a las élites, a menudo en ciudades pequeñas, antiguos centros culturales que provenían de la edad media y que se convertían al mismo tiempo en un espacio de cohesión, conocimiento y contactos entre grupos restringidos como avant-sala a desarrollar funciones dirigentes dentro de las respectivas sociedades; es el caso de Oxford, Cambridge, Harvard o l’École National de l’Administration (ENA) francesa.
Es en este contexto de estado del bienestar, de proceso de convergencia social potenciado por el keynesianismo, sociedades para dar salida a las ambiciones individuales y colectivas lo inunda todo. Las familias desean mejorar su estatus y el instituto y la facultad pueden representar el ascensor social que lo posibilite. En la década de 1960 es cuando este proceso de cambio se empieza a constatar. El historiador Tony Judt (1948-2010) nos recuerda que mientras a finales de la década de 1950 sólo uno de cada veinte jóvenes italianos llega a la universidad, diez años después será uno de cada siete. Entre 1960 y 1970, Francia pasa de tener 210.000 estudiantes a 651.000. Evoluciones similares se registran en Alemania, Estados Unidos o las Islas Británicas. Esto representa un incremento exponencial que desborda las aulas universitarias. En muy poco tiempo se pasa de decenas de miles a centenares de miles de estudiantes universitarios en los países centrales europeos. Se produce un fenómeno de masificación que desconcierta a los planificadores. Ahora bien, y este es un factor a tener en cuenta, los estudiantes universitarios siguen siendo una minoría respecto a su cupo demográfico generacional, como lo son aún hoy, cuando entre los países occidentales el porcentaje de personas con estudios universitarios puede oscilar entre el 15 y el 40%.
También nos encontramos con otras circunstancias que favorecen estas mutaciones. Los nuevos organismos como la UNESCO o la OCDE son conscientes de que, en una fase de desarrollo tecnológico y modernización industrial, son necesarias unas clases trabajadoras mejor formadas técnicamente, mientras que la gran masa trabajadora y sin calificar tienen un peso cada vez menor en el mundo productivo. Un ejemplo será la gran reconversión de la agricultura, que propiciará un éxodo rural hacia las conurbaciones urbanas, donde habrá nuevas oportunidades de trabajo, especialmente entre las actividades laborales de cuello blanco, en lo que se considera el acceso de las clases trabajadoras a alcanzar un estatus de clase media, del mismo modo que los nuevos estilos de vida y cambios en las costumbres propiciarán una sociedad más abierta, más educada, más culta, y con mayores oportunidades. El reverso de estas transformaciones será el crecimiento de suburbios, de zonas degradadas y guetos conformadas en bloques de vivienda pública aislada y de baja calidad, escuelas no siempre sensibles a las demandas de la población, o el mantenimiento de las antiguas rigideces del sistema, que registrarán elevados niveles de fracaso escolar, precisamente entre alumnos de extracción obrera o campesina. Además, el crecimiento cuantitativo, muy por detrás del crecimiento demográfico de los estudiantes, tuvo como uno de los daños colaterales una masificación de las aulas como problema no resuelto. Son de esta época edificios escolares funcionales, construidos con prisas, mal diseñados y acabados, con materiales de escasa calidad y estética discutible, con aulas desbordadas. En buena medida, los planificadores, de una cultura tecnócrata, habían cometido errores de cálculo cuya persistencia pone en cuestión la sinceridad de su voluntad de progreso o sensibilidad social.
Además, esta universalización educativa puso de relieve otro de los daños colaterales que se convertirían en un problema endémico, en la raíz de la crítica de la institución. Como decíamos, la extensión educativa a aquellos amplios segmentos que habían sido excluidos supuso la aparición del fenómeno del fracaso escolar, que podía llegar a representar a cerca de la mitad de los alumnos matriculados, y que sería especialmente amplio entre las clases trabajadoras. Y ello, entre poblaciones culturalmente homogéneas (salvo estados Unidos, con una amplia población afroamericana y constituida por olas migratorias), sin entrar en la dimensión de diversidad cultural que se haría evidente en las aulas continentales a partir de las décadas de los setenta y ochenta, y en el caso de Cataluña, dos décadas después. El sistema educativo continuaba con una estructura institucional y mental rígida, en que las autoridades educativas y los docentes mantenían un listón rígido de conocimientos a alcanzar a un determinado nivel que excluía a todo aquel que no lo superaba. Es por ello que, hacia la década de los sesenta, y especialmente a partir de la sacudida que implicaría las revueltas de mayo del 68, se instala en el pensamiento pedagógico el concepto de “escuela comprensiva”. En el mundo anglosajón, donde aparece esta palabra, venía a ser una reacción contra las elitistas y selectas Grammar Schools y propiciaba una enseñanza donde el alumno fuera valorado por sus progresos en función de sus potencialidades (y carencias). Una traducción más idónea sería el popularizado término de “escuelas inclusivas”, donde se procuraba retrasar al máximo la separación de los alumnos en función de su rendimiento, buscar mecanismos de evaluación más complejos y ponderados, prolongar los años de escolarización, evitar el abandono prematuro y centrar los esfuerzos para que el niño y el adolescente no quedara descolgado en aquella dinámica darwiniana de los sistemas educativos del momento. Es aquí cuando aparecen los grandes debates sobre metodología, tipología de agrupamientos, autonomía de centro y otros elementos aún hoy presentes en el debate educativo. Sin embargo, este debate resultó bastante polémico entre los partidarios de la tradición (el viejo sistema meritocrático) y los de la renovación (donde se intentaba evitar abrir el abanico de diferenciación y jerarquización entre alumnos y redes escolares).
Lo cierto es que la escuela comprensiva no acababa de alcanzar sus objetivos, y eso supuso cierta decepción sobre los límites del sistema educativo. A pesar de los esfuerzos, lo que sucedía en la práctica era que la escuela, como institución estatal, seguía desempeñando su papel de reproductor de las diferencias sociales. Y ello, si bien generó cierta frustración entre la izquierda, propició cierta reacción entre aquellos sectores más conservadores que consideraban que los experimentos de los sesenta habían ido demasiado lejos, y que las generosas inversiones educativas en el marco de la extensión del estado del bienestar no estaban produciendo los resultados esperados. Estas discusiones no eran inocentes, porque en la década de 1970, y especialmente a partir de la de 1980, el neoliberalismo acaba convirtiéndose en la ideología hegemónica en las políticas sociales y educativas, y es a partir de ahí cuando se transforma el paradigma de las políticas escolares, ligadas a concepciones económicas cuyo ejercicio han permitido ver su talante reaccionario. Así, con la excusa del fracaso educativo como una circunstancia personal, la individualización del fracaso (en otros términos, se devuelve a la concepción del darwinismo social que fracasa aquel menos apto) sirve como excusa para una prolongada política de desinversión, de recortes, y de retorno a una filosofía política según la cual el sistema educativo debe ser transformado en función de las necesidades económicas y productivas (es decir, de acuerdo con los intereses de las empresas), unos nuevos cambios económicos y productivos muy vinculados al fenómeno de la desindustrialización, la deslocalización de las fábricas, la terciarización de la economía (con un segmento creciente de actividades de servicios de bajo valor, y a la precariedad como estilo de vida y de trabajo). En otros términos, es a partir de la crisis de 1973 que se empiezan a poner las bases de la globalización.
La globalización plantea una liberalización educativa, que es la que caracteriza a la nueva, y por ahora, detrás, oleada reformadora. La escuela neoliberal, como plantean algunos teóricos como Christian Laval (1953), Nico Hirtt (1954) Pilar Carrera (1959), Eduardo Luque (1958) o Rosa Cañadell (1948), y sobre la que va buena parte de este volumen. Lo que sí es cierto es que los nuevos modelos implican que los sistemas educativos, sin perder del todo sus vínculos con el Estado, pasan a ser conducidos por un mundo económico (a menudo a partir de las privatizaciones de escuelas, institutos y universidades) que, como nos recuerda Naomi Klein (1970) en el No Logo, se dedica más a fabricar humo, a ejercer de branding, a especular, que a tener una verdadera actividad económica o a realizar cosas tangibles. Sin embargo, acaba convirtiéndose en una estrategia que inocula el virus de la competitividad entre individuos, colectivos e instituciones en una especie de orgía autodestructiva, donde la escuela pierde sus funciones tradicionales sin que quede muy claro que sean reemplazadas por otras estrictamente educativas. Es aquí donde el hombre neoliberal implica un nuevo paradigma, donde, de nuevo, la tentación de hacer de la escuela un espacio de ingeniería social, se trata de modelar a cada individuo como si fuera un empresario de sí mismo. Ello implica que cada persona debe aprender a librarse de sus vínculos colectivos, dedicar sus esfuerzos a competir (también darwinianamente) contra sus iguales para asegurar un éxito prometido (y estrictamente restrictivo y excluyente), que sirve para disimular la recuperación de las jerarquías en la gestión educativa (donde la escuela pública asume la filosofía y el funcionamiento de la empresa privada) y donde, de nuevo, como en un eterno retorno nietzscheano, se desmantela el estado del bienestar y volvemos a contemplar el sistema educativo como uno de los principales espacios de reproducción de unas diferencias sociales, que en la actualidad, ya recuerdan estadísticamente a las existentes en la Europa previa a la guerra de 1914. Hay, claro está, ciertas diferencias: el desempleo estructural obliga a mantener a la mayoría de población escolarizada hasta, al menos, los 18 años, sin embargo, la meritocracia se disuelve en una red educativa donde, cada vez más, la procedencia social de sus alumnos determina sus posibilidades laborales, sociales y personales futuras.