Xavier Díez
- 2. Principios de la escuela republicana
A veces se tiende a olvidar que la escuela es un invento concebido como un instrumento de ingeniería social. A pesar de las aspiraciones populares que veían en la educación pública una posibilidad real de mejorar el estatus familiar, las élites políticas y económicas también han sido conscientes de la importancia de la institución para la conformación de la ciudadanía, en su cosmovisión, prácticas y creencias. Es por ello que la educación siempre ha estado en el ojo del huracán de las grandes discusiones políticas, expresadas también en las confrontaciones entre grupos sociales. Al fin y al cabo, las respectivas clases políticas, y por extensión, los grupos de presión, los intelectuales, los agentes sociales, han contemplado la escuela como una herramienta que puede favorecer sus intereses.
En este sentido, el republicanismo ha sido una ideología, sin duda compleja, caracterizada por la presencia de diversas corrientes internas, no necesariamente coherentes, que ha apostado decididamente por establecer sistemas educativos públicos, de acercar la instrucción a la totalidad de la sociedad, de emancipar a la opinión pública de la influencia de los sectores asociados al antiguo régimen, entre los que la iglesia tendrá un papel destacado. Es quizás por eso que cada realidad política, que hasta la era de la globalización solía tener una dimensión estatal, ha interpretado de manera diversa lo que entendemos por escuela pública. Para hacer referencia a los ejemplos más conocidos, Prusia (y por extensión, la Alemania unificada), utilizó su sofisticado y prestigioso sistema educativo para inocular el sentimiento de obediencia al Estado y a la autoridad. Es por ello, que se percibe cierta obsesión por la autoridad del docente, por un rígido y centralizado sistema de exámenes, y por una segregación (casi darwiniana) temprana. Por su parte, Francia puso el acento en la necesidad de construir la nación (a copia de marginar a las culturas no oficiales, como la catalana, la occitana, la bretona, la vasca o la corsa) y tatuar en el inconsciente colectivo una diglosia profunda donde había que fijar artificialmente la supremacía de una lengua y una cultura oficial. La escuela francesa, sin duda pedagógicamente sofisticada para los estándares de la época, que además servía de eficaz ascensor social, poseía un duro componente asimilacionista, aún presente en nuestros días, y que en un momento histórico caracterizado por la multiculturalidad es hoy centro de intensas críticas y debates. Por su parte, el mundo anglosajón, muy concentrado en la libertad (especialmente la de empresa, teniendo en cuenta que es el espacio donde se forja el capitalismo liberal moderno) dejaba mucho margen y autonomía a cada centro; normalmente las escuelas públicas dependían de ayuntamientos o distritos escolares no demasiado extensos, de manera que se producían desigualdades estructurales, con una red dispersa de escuelas segregadas por grupo social (y a menudo, también, de procedencia geográfica o religiosa), lo que se traducía en elevados grados de desigualdad social. En el mundo británico, esto implicaba la existencia de escuelas de élite (es bien conocido el instituto de Eton, en Londres, donde se formaba la práctica totalidad de los altos funcionarios de la corona), mientras que, en el mundo norteamericano, el progreso económico lo protagonizaban a menudo hombres sin estudios, a partir de la construcción del self-made man, y que explica cierto anti-intelectualismo aún presente en su cultura política.
En todos los casos, el sistema educativo, por muy oficialmente republicano que fuera, se convertía en una herramienta de reproducción social. En una sociedad capitalista, caracterizada por la tendencia al darwinismo social en la línea de lo que marcaba el pensador Herbert Spencer (1820-1903), la propia estructura de una estructura educativa reglada por etapas que hay que superar tendía a consolidar lo que pronto la sociología marxista denominaría como estructura de clases: la primaria establecía una instrucción básica, destinada a alfabetizar precariamente masas de población trabajadora y campesina con el fin de ser trabajadores más productivos, y sobre todo, adiestrados en la obediencia y las estructuras jerárquicas. El maestro, que podía exigirles disciplina, aunque también podía mostrarse paternal, controlaba y evaluaba sus progresos, y promocionaba a quienes consideraba más aptos. Sin embargo, la mayoría de alumnos de familias pobres abandonaban la escuela alrededor de los diez o doce años (hablamos del siglo XIX), o hacia los catorce (al menos hasta el segundo tercio del siglo XX). Por el contrario, los alumnos con mayor capacidad de adaptación a este entorno escolar artificial, aquellos procedentes de familias más comprometidas, o quien, procedente de las clases trabajadoras presentaba algún talento especial, podía acceder a un nuevo estadio: el de la secundaria, la escuela profesional (a menudo promovida por las asociaciones empresariales) y el instituto, que permitía acceder a una serie de profesiones técnicas, de servicios, o para reclutar los cuadros intermedios en la industria en lo que sería un proceso de ascenso social. La promoción de alumnos de familias modestas servía para justificar el sistema. También, las clases medias, enviaban a sus hijos, o bien a los institutos privados, a menudo en manos de la iglesia, o también en los prestigiosos centros de secundaria públicos (los Lycée en Francia, los High School en el mundo anglosajón, los Gymnasium en el mundo germánico, y en sus equivalentes en el resto del mundo). En el caso español, se contemplaba un instituto de segunda enseñanza en cada capital de provincia, donde sólo accedía un porcentaje muy reducido de adolescentes, normalmente procedentes de las escasas clases medias. Finalmente, la enseñanza universitaria era reservada a las élites. Sólo un escasísimo porcentaje de jóvenes ajenos a estos ámbitos solía acceder a estos estudios, que más allá de su dimensión técnica, funcionaban como un espacio de establecimiento de relaciones sociales, donde los grupos dominantes administraban su capital social y educativo.
El Republicanismo, con su idea de progreso, era consciente de que el invento de la enseñanza pública no acababa de hacer posible la trilogía de valores en que fundamentaban su ideología (y aspiración) política. Sin igualdad real, no era posible la fraternidad, y la libertad se convierta en una farsa. En cierta medida, recordando a Arno Mayer, la persistencia del antiguo régimen era obvia a partir de la reproducción de los roles sociales que tenía lugar en las aulas del sistema.
A todo ello, en aquellos Estados con una menor industrialización y aferrados al antiguo orden feudal, como era el caso de España o del sur de Italia, las cosas podían resultar aún más difíciles. En ambas regiones europeas, la iglesia tendrá un papel preponderante en la educación, precisamente como garante de la continuidad con el pasado, y de evitar las transformaciones sociales que pretendían desplazar a las élites tradicionales (rentistas, altos funcionarios, grandes propietarios rurales, …) frente a los grupos de la burguesía más dinámicos. Es aquí donde debemos entender el agrio enfrentamiento entre el republicanismo y la base ideológica y social del antiguo régimen: la iglesia, especialmente la católica.
Es así, y sobre todo con cuestiones como la educación en el epicentro del terremoto, como el enfrentamiento entre republicanismo y Estado tendrá el anticlericalismo como una de sus bases, una batalla cultural intensa y extensa, que se prolongará a lo largo de décadas. En cierta medida, la disputa por la educación será una guerra ideológica sobre dos concepciones antagónicas: la de las reminiscencias del antiguo régimen (con sus jerarquías, aunque también con sus seguridades) y las de la sociedad moderna (con sus ideas de progreso, acompañado de sus incertidumbres). Sin embargo, el republicanismo pretende, como toda utopía contemporánea, un hombre nuevo, fundamentado en la ciencia (y que se levanta contra la superstición), que interactúa con igualdad con el resto de la ciudadanía, racional, crítico, responsable, igualitario, con aquella serie de virtudes que deberían caracterizar a la ciudadanía y a los ideales de la Revolución francesa o norteamericana.
Su modelo educativo, por tanto, se inspiraba en este modelo: una escolarización universal, sin otra distinción que el talento individual: la integración en clases por edad, donde el rico se sentaba al lado del pobre y (más adelante) el niño compartía pupitre con la niña. Una escuela donde se daba una importancia fundamental a la ciencia moderna (habrá cierta fascinación por el positivismo de Comte y las teorías evolutivas de Darwin), donde el aprendizaje y el uso de la lengua se convertirá en central, porque la palabra será el instrumento de participación de la ciudadanía. Una escuela donde los contenidos humanísticos (normalmente reservados a las élites) sean trascendentales por su componente socialmente igualador, aunque también, porque estos ofrecen la clave para la comprensión del mundo. Estos conocimientos también se combinarán con aprendizajes prácticos, ya que la escuela también es contemplada como un espacio de formación en oficios prácticos. Al fin y al cabo, el republicanismo considera que todo el mundo debe tener una profesión, actividad o debe contribuir a la sociedad con su trabajo, en una clara reacción frente a la ociosidad de lo que considera las clases parasitarias: nobleza, rentistas o clero. Finalmente, la escuela también debe ser una especie de República a pequeña escala, donde los alumnos adquieren responsabilidades rotativas, participan de las tareas organizativas, y donde a pesar de la autoridad del docente, también poseen voz y voto, y, por lo tanto, se introducen mecanismos de participación de la comunidad educativa en el seno de la institución.
Ahora bien, la escuela republicana también implicará cierta uniformización: las escuelas graduadas (aquellas donde los niños están clasificados por año de nacimiento, deberán superar las mismas pruebas y exámenes, y se valorará a todos en base a los criterios fijados por la autoridad académica estatal). Por el contrario, y en una era industrial donde se acaban imponiendo cierta estandarización social y cultural, la escuela republicana no tenía prevista la diversidad. La meritocracia también conlleva una diferenciación de clase, camuflada entre las diferencias de aptitudes y talentos. Al fin y al cabo, la institución académica está diseñada por las emergentes clases medias, con sus valores, sus referentes, y su propia cultura. Y el fracaso escolar, especialmente espectacular entre los niños de las clases trabajadoras, y sobre todo campesinas, alejadas del estilo de vida y la cosmovisión burguesa, se convertirá en una herramienta de justificación de las desigualdades, que, en cierta medida, restará apoyos entre buena parte de las clases populares, y que explicará ciertas resistencias, especialmente en el mundo rural.
En Cataluña, la lucha por la educación será agria, precisamente por la disputa entre un republicanismo que debe luchar contra un Estado atrasado, incapaz de superar las rémoras feudales, y demasiado sometido al peso de una iglesia profundamente reaccionaria. El Estado y su monarquía tratarán de evitar la educación de las clases populares y contemplarán el progreso técnico, económico y cultural como una amenaza para su hegemonía. Es por ello por lo que sus políticas educativas irán en la dirección de conceder prácticamente el monopolio de la educación a los órdenes religiosos (especialmente los que huían de la laicización manu militari impulsada por la República francesa) y de subfinanciar la escuela pública, dependiendo de ayuntamientos sin recursos. El resultado: prácticamente la mitad de los adultos, en 1900, eran analfabetos. Todavía en una ciudad moderna y sofisticada como Barcelona, a lo largo del primer tercio del siglo XX, se calculaba que el 36% de los niños en edad escolar no tenían escuela.
Las iniciativas republicanas, hasta ese momento, habían sido tímidas, limitadas y trufadas de cierto clasismo. Ayuntamientos como los de Barcelona habían apostado por la creación de grandes grupos escolares a imagen y semejanza de las mejores iniciativas pedagógicas francesas e italianas del momento, aunque hablamos de escasos grupos escolares, que llegaban a una parte mínima de la ciudad, y que era destinada principalmente a los hijos de las clases medias republicanas de la capital catalana. Por su parte, la Mancomunidad había apostado por la creación de escuelas normales que aportaran una formación excelente y moderna a los nuevos maestros. Sin embargo, el problema de la desinversión persistía. Tanto es así, que la inmensa mayoría de la oferta seguía siendo privada. Es más, entre el movimiento republicano o libertario, se establecían los propios grupos escolares, reservados normalmente hacia su militancia o afiliación. Mención aparte merece el mundo libertario, que según el historiador Gianpietro Berti, puede considerarse como el liberalismo más genuino de la edad contemporánea. Por un lado, estará la primera experiencia de escuelas racionalistas, a principios de siglo XX, un éxito de Ferrer y Guardia capaz de generar una marca de prestigio que conllevará a decenas de imitadores. Una escuela que, en el fondo, seguirá la lógica curricular de la escuela republicana francesa, con algunas peculiaridades como la ausencia de exámenes, de premios o de castigos. Esta lógica de preocupación científica, alta cultura humanística y preparación de oficio será la que caracterizará este espacio, que tendrá como culminación el CENU, es decir, la aplicación generalizada de los principios de la escuela republicana, también la libertaria (no olvidemos que su presidente será Josep Puig Elías (1898-1972), antiguo director de la escuela libertaria La Farigola del Clot) aunque esta vez a partir de la colectivización de la importante red educativa religiosa, lo que supuso, por primera vez, la universalización completa de la educación.