Stefan Zweig
…Nada muestra con mayor evidencia el retroceso enorme en que ha caído el mundo desde la Primera Guerra Mundial que la limitación de la libertad de movimiento personal del individuo y la reducción de su derecho a la libertad. Antes de 1914, la tierra pertenecía a todos los hombres. Cada cual iba a donde quería y se quedaba tanto como quería. No había permisos ni autorizaciones; siempre me divierte el asombro de los jóvenes cada vez que les cuento que viajé antes de 1914 a la India y América sin tener pasaporte ni haber visto uno jamás. Se subía y bajaba de barcos y trenes sin preguntar ni ser preguntado; no hacía falta llenar ninguno de los centenares de papeles que hoy se exigen. No había salvoconductos, visados ni molestias; las mismas fronteras que hoy se han convertido en una alambrada por los aduaneros, policías y guardias gracias a la desconfianza patológica de todos contra todos no significaban más que una línea simbólica que se cruzaba con la misma despreocupación que el meridiano de Greenwich. Hasta después de la guerra no comenzó el trastorno del mundo gracias al nacionalsocialismo, y esa epidemia espiritual produjo como primer fenómeno visible la xenofobia: el odio al extranjero o al menos el miedo al extranjero. En todas partes había que defenderse contra el extranjero y en todas partes se le excluía. Todas las humillaciones que antes se habían inventado exclusivamente para criminales se le infligían ahora a cada viajero antes y después de un viaje. Habíaque fotografiarse de izquierda y derecha, de perfil y de frente, cortarse el cabello de modo que se pudiera ver la oreja, había que imprimir huellas digitales, primero sólo del pulgar, luego de los diez dedos; además, había que aportar certificados de salud, de vacunación y policiales de buena conducta, y cartas de recomendación, y poder presentar invitaciones y direcciones de parientes, traer garantías morales y financieras, llenar formularios y firmarlos por triplicado y cuadruplicado, y, si faltaba una sola hoja del montón, todo era inútil.
Parecen pequeñeces. Y a primera vista puede parecer mezquino por mi parte mencionarlas. Pero con esas “pequeñeces” sin sentido nuestra generación ha perdido absurdamente un tiempo costoso e irrecuperable. Si calculo en total cuántos formularios he llenado en esos años, declaraciones con cada viaje, declaraciones de impuestos, certificados de cambios de divisas, pasos de frontera, permisos de estancia, permisos de viaje, de entrada y de salida, cuántas horas pasé en salas de espera de consulados y autoridades, ante cuántos funcionarios me he sentado, amables y desabridos, aburridos y ajetreados, cuántos registros e interrogatorios en fronteras he tenido, es cuando me doy cuenta de cuánto se ha perdido de dignidad humana en este siglo que, cuando éramos jóvenes y crédulos, soñamos como el de la libertad, como la era venidera de la ciudadanía universal. ¡Cuánto se ha quitado a nuestra producción, nuestra creación, nuestro pensamiento, con ese jaleo improductivo que al mismo tiempo humilla el alma! Porque cada uno de nosotros estudió esos años más normativa oficial que libros intelectuales, la primera ruta en una ciudad o un país extranjeros no conducía antes a los museos y a los paisajes, sino a un consulado o a una comisaría de policía para recoger un “permiso”.