Xavier Díez

1.1. La diversidad de tradiciones educativas Las revoluciones políticas del siglo XVIII y el XIX lo cambian todo. Hijas del pensamiento ilustrado, se ningunea la lógica social. Se acaba con este mundo estable donde la vida, las profesiones y la consideración social la determinaba la sangre y pasaba de padres a hijos. Las revoluciones políticas, expandidas por los ejércitos napoleónicos, exhiben cierta fascinación política acompañada de una implacable superioridad militar. Filósofos como Hegel (1770-1831) ven en la batalla de Jena de 1806, donde un ejército ciudadano “le Peuple en armes” derrota a los mercenarios de la absolutista Prusia, como la culminación de su teoría de la dialéctica histórica.
Pocos años después, y forzado por la superioridad de lo que se considera el nuevo modelo político liberal (pese, en términos de Arno Mayer, la persistencia del antiguo régimen), los diversos reinos alemanes irán abriendo las leyes y las costumbres a la nueva lógica donde el individuo se construye como a partir de sus propios méritos. Se impone -cuando menos de manera nominal- la igualdad ante la ley, se acaba con los diversos apregimientos sociales y culturales que limitaban los movimientos y las capacidades de movilidad social. Como modo de ejemplo, se acaba con los guetos de las ciudades europeas que obligaban a los judíos a residir en determinadas áreas y que les impedían ejercer determinadas profesiones o a interactuar libremente con el resto de la población. Uno de ellos, en la ciudad de
Tréveris, aprovechará esta oportunidad de ascenso social, llegará a ser un abogado de éxito y un notable local. Su hijo, estudiante de filosofía en Berlín y discípulo del propio Hegel, acabará siendo uno de los teóricos más notables de la contemporaneidad: Karl Marx (1818-1883).

Más allá de anécdotas, lo cierto es que los cambios políticos abrirán un mundo de oportunidades insospechado. Se abrirán mecanismos de movilidad social: ascendientes, aunque también descendientes, como comprobarán pronto los artesanos que, desprotegidos del antiguo y regulado mundo gremial, serán empujados a una degradante proletarización. También lo vivirán los aldeanos, expulsados de sus tierras mediante los enclousures o las desamortizaciones y empeñados en hacer de mano de obra barata en las fábricas de los suburbios o como braceros
de una agricultura comercial que provocará terribles episodios de hambre. Nos encontraremos con lo que el historiador Eric Hobsbawn (1917- 2012) llamará las revoluciones burguesas, en el sentido de que buena parte de aquellos que eran excluidos de los mecanismos de decisión política en función de sus orígenes familiares, se abrirán a nuevas oportunidades a partir de la meritocracia, en una situación donde precisamente la burguesía será quien consiga
mejorar su situación colectiva como grupo social.
Los sistemas educativos públicos son invenciones relativamente recientes, y asociados a la contemporaneidad. Surgen de manera paralela a las profundas transformaciones a raíz de la Revolución Francesa, se van conformando a lo largo del siglo XIX, van modificando su papel a lo largo del siglo XX, y en la actualidad, en tiempos de involución neoliberal,
son presionados para replantear sus formas y objetivos. En todos los casos, a lo largo de todos estos siglos, lo que determina su evolución son las formas políticas de distribución del poder, las fórmulas de elación entre clases sociales, muy especialmente, la evolución de la lógica productiva y económica.
Sin embargo, y como bien explican los profesores de historia en los institutos de todo el mundo, es 1789, con el principio del fin del Antiguo Régimen, lo que determina unos cambios profundos en las maneras de relacionarse los individuos. Las ideas de la Revolución Francesa, con su liberté, égalité, fraternité convierte a cada persona, antes ligada
por complejos mecanismos de sumisión y redes de dependencia, en individuos legalmente libres, a la intemperie de un nuevo mundo aún por construir. En el feudalismo, el nacimiento marcaba el estatus de cada hombre o mujer. Implicaba que, en la mayoría de los casos, cada persona quedaba ligada a una actividad, profesión, acceso a conocimientos y limitación de movimientos. De hecho, la principal limitación tenía que ver con la inexistencia de la movilidad social. La condición social, atada a la sangre, se heredaba de padres a hijos, y una rígida estructura social propiciaba una estabilidad forzada.
Precisamente la meritocracia, especialmente destacable en la otra gran revolución del XVIII, la norteamericana, implica todo un nuevo mundo donde la agitación política no es posible sin cierta expansión de la cultura letrada. Las revoluciones burguesas de la contemporaneidad requerirán un uso intensivo de la propaganda impresa: diarios, libros, opúsculos, manifiestos,… que implicarán cierta expansión de la lectura y la escritura. Y esta será una exigencia creciente
acompañada de las revoluciones científicas y tecnológicas que acompañarán a la Revolución Industrial.
Todo este conjunto de cambios culturales y tecnológicos irán acompañadas de otro factor. A lo largo del siglo XIX, mientras se producen profundas transformaciones sociales, aparece otro invento de la modernidad: el Estado. Si el mundo del antiguo régimen estaba conformado en base a reinos, principados y otras formaciones preestatales en que la vinculación de cada individuo se hacía, de manera vertical, en base al señor del territorio, y éstos, a su vez, a complejos pactos feudales con el soberano como referencia, en la contemporaneidad el nuevo ciudadano debe su obediencia al estado. Sin embargo, hablamos de territorios conformados debido a violentas conquistas militares o alianzas matrimoniales, con poblaciones heterogéneas de sentimientos nacionales variados y sin conciencia o voluntad
de pertenecer a unidades políticas determinadas. Francia es el estado territorial más extenso de la Europa occidental, sin embargo, es un conglomerado de identidades de gran diversidad, con lenguas, culturas y creencias religiosas diferentes. Por el contrario, espacios como los principados alemanes o italianos tienen rasgos comunes sin un espacio político que los reúna. Y esta aspiración a crear un estado bastante extenso tiene que ver con cierto pensamiento
romántico de acuerdo con las concepciones nacionalistas del momento, aunque tiene que ver, sobre todo, con la voluntad de reunir recursos para la carrera armamentística y el engorde de ejércitos cada vez más numerosos con la intención de disputarse la hegemonía continental o participar en la incipiente carrera colonial. Porque, de hecho, con la
contemporaneidad, y como daño colateral de la Revolución Francesa y la experiencia napoleónica, se abandona aquella dinámica de ejércitos mercenarios profesionales para entrar en una lógica de ejércitos ciudadanos, disciplinados mediante la conscripción obligatoria que requiere cierta militarización de la sociedad.
Todos estos ingredientes: expansión de la cultura letrada, revoluciones tecnológicas, movilidad social, meritocracia, nacionalización de poblaciones heterogéneas o militarización creciente de la ciudadanía acabarán conformando uno de los grandes inventos del siglo XIX: los sistemas educativos públicos tal como los conocemos. Unos sistemas educativos que persiguen impulsar este conjunto de transformaciones sociales y que conlleva cierta universalización
del acceso a la educación formal, antes reservado a las élites. Unos sistemas educativos que tendrán una clara vocación de ingeniería social, donde, a pesar de la retórica liberal, hablaremos de sociedades de estructura piramidal, y donde la primera preocupación es que la escuela sirva, sobre todo, como sistema de reproducción de las desigualdades.
Ahora bien, como toda invención institucional, y como sucede a lo largo de un XIX donde la evolución histórica tiene más componentes de improvisación de los comúnmente aceptados, estos pasarán por estadios diferentes, y serán el reflejo de la diversidad de tradiciones europeas, con los imprescindibles componentes de circunstancias específicas.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que los sistemas educativos no surgen de la nada. Anteriormente, y al menos desde la Edad Media, la iglesia había ostentado prácticamente el monopolio educativo. Gestor de conocimientos culturales, depositario de la cultura europea clásica, uno de los principales financieros de la actividad cultural, sus instituciones educativas se habían puesto tradicionalmente al servicio de las élites. Además, determinados órdenes
religiosos como los jesuitas habían mantenido cierta vocación educativa a la hora de conformar el pensamiento de los alumnos beneméritos. De hecho, no es ningún secreto que la iglesia gestionaba la mayoría del patrimonio cultural europeo y disponía de un prestigio en este ámbito sin prácticamente competencia. Aparte de conventos y monasterios donde a menudo las élites recibían una educación letrada más o menos formal, a iniciativa de reyes y príncipes,
se habían creado también algunas instituciones educativas superiores como las universidades de referencia de Oxford, Cambridge, La Sorbona, Salamanca, Bolonia u otros centros culturales importantes, que seguían una función de liderazgo cultural o de referencia de aquellos saberes humanísticos o técnicos imprescindibles. Unas universidades, donde, por descontado, las respectivas iglesias mantenían un papel preponderante. Por el contrario, y a medida que los descubrimientos científicos de los siglos XVII y XVIII ponen las bases de la revolución industriales, algunas escuelas de vocación técnica, especialmente en territorio alemán o británico, irán conformando una oferta creciente y más complejas. En una época donde la educación seguía manteniendo una estructura informal y artesanal -era habitual entre los grupos benemérticos la figura del preceptor o institutriz, como complemento a las instituciones religiosas especializadas- había que ampliar la base de personas que pudieran disfrutar de una educación formal. Y es aquí cuando los estados, especialmente durante la primera mitad del XIX empiezan a legislar lo que sería denominado como Instrucción Pública. Ahora bien, cada territorio, fruto de sus propias tradiciones, lo hace a su manera. En el
mundo anglosajón, con concepciones y tradiciones liberales más profundas, se deja mucho margen a la iniciativa privada. Aparecen las Public Schools (que, contrariamente a lo que podríamos pensar, se trataría de establecimientos privados) que conformarían un conjunto de centros que gozarían de gran autonomía respecto a las directrices de un estado más pensado en controlar la ortodoxia de los contenidos curriculares que en regular estrictamente la educación. La oferta de las Public Schools se complementaría con iniciativas, a menudo de carácter caritativo o asistencial de las parroquias o de los ayuntamientos. Esta estructura fuertemente atomizada y segregada
socialmente (con una educación de primera, segunda y tercera categoría) se iría expandiendo en los territorios de habla inglesa, como serían las colonias de la Commonwealth, los Estados Unidos, Irlanda, Australia, Sudáfrica o Canadá.
Por el contrario, Francia, con una tradición donde el absolutismo había dejado su huella y cierta tendencia a la centralización optó por un modelo escolar más regulado. Cabe mencionar el prestigio que tenía en el XIX la lengua y la cultura francesas, con órdenes religiosas de vocación educativa con una estructura formal muy profesional que se
expandiría a países donde el catolicismo era mayoritario. Precisamente este talante centralista, la necesidad de «fabricar franceses» y de entender que la instrucción pública era una cuestión de estado, impulsa la idea de la educación como monopolio público. Además, la derrota militar ante un ejército prusiano disciplinado, y amado de patriotismo, en 1870, y el peligro de la revolución (con estallidos en 1830, 1848 y sobre todo la Comuna, de 1871), empuja a la clase política francesa a construir la escuela republicana, con un modelo de eficacia, a cargo de
funcionarios públicos estrictamente seleccionados, formados profesionalmente, con técnicas pedagógicas
relativamente avanzadas, donde se impone el francés como lengua, y que, a cambio de renuncias a las identidades y lenguas de origenes (reducidas a la condicio de patois) permite experimentar a los alumnos que el ascensor social, la meritocracia, es real y constatable. La maquinaria educativa pública, en este sentido, tendrá un éxito indiscutible y será
el espejo donde muchos otros países, entre ellos España, se querrían reflejar. La influencia y el prestigio de la escuela francesa también se extenderá a buena parte de Latinoamérica, aunque es evidente que sin recursos económicos ni rigor (en Francia, la financiación de la escuela pública es puesta al nivel del ejército y la administración) no funcionará. La escuela republicana francesa, especialmente a raíz de las reformas emprendidas por Jules Ferry (1832- 1893), será un modelo de éxito de escuela republicana, donde se impone una estricta separación entre iglesia y estado que actuará como un modernizador de la sociedad francesa, y una poderosa herramienta de nacionalización (y uniformización cultural). Por el contrario, la intervención del Estado, la apuesta clara por la meritocracia hará que la escuela tenga éxito en su función de ascensor social. Los campesinos bretones, catalanes, vascos o corsos quizá renunciarán a su identidad a cambio de poder ver su inserción en la cultura ciudadana de clase media, especialmente
en ámbitos de las profesiones liberales o la función pública. De hecho, el propio magisterio, los Lycées se convertirán en espacios de promoción social, profesiones que ejemplificarán la movilidad y que explica esta vertiente misionera que tendrán muchos maestros y profesores de orígenes humildes que gozarán de respetabilidad social y que querrán
transmitir a sus alumnos estas concepciones republicanas y nacionales.
En el centro de Europa, especialmente en el mundo alemán, y específicamente desde el epicentro de la unificación, Prusia, nos encontraremos con una tradición de despotismo ilustrado proveniente del siglo de las luces germánico. En el contexto de la competencia por la hegemonía europea, este pequeño reino que se acabará expandiendo encargó a
Wilhem von Humboldt (1767-1835) la creación de la primera universidad alemana (1810) institución que será la primera en la que se conecta la investigación con la docencia, y en la que se trata de hacer de la institución un espacio caracterizado por el rigor académico y la libertad de pensamiento. El estado prusiano le pide, de hecho, a principios de siglo, elaborar las directrices del sistema educativo nacional, y es la primera vez donde de manera metódica se
separan las etapas educativas en elemental, de carácter universal, secundaria, para los alumnos que por nivel de conocimientos y capacidad de trabajo pudieran seguirlos, y universitaria, para las élites. Humboldt considera, además, que la instrucción debe ser gratuita y a cargo de funcionarios del estado que pudieran mantener su independencia política y académica para impedir la injerencia de los estados o de los poderes fácticos. Se imponía, pues, un sistema meritocrático y exigente, con etapas diferenciadas según la naturaleza y la evolución psicológicadel individuo, donde se progresara a partir de la superación de exámenes y asignaturas, con una combinación de saberes humanísticos y científicos, y donde los estudiantes, especialmente a partir de los prestigiosos institutos de secundaria -los Gymnasium caracterizados por una férrea disciplina capaz de construir generaciones de ciudadanos fieles a la nación y obedientes al estado, estrictamente organizados, y trabajadores comprometidos con su patrón y con su soberano.
Ciertamente, el éxito de Alemania a lo largo del siglo XIX se correlaciona claramente con esta importante reforma educativa que tanto habían admirado Hegel y los ilustrados alemanes. Y lo cierto es que el modelo prusiano de educación, especialmente el modelo de la secundaria y el universitario (que inspiró las reformas universimultáneas de todo el mundo, hasta la deriva neoliberal de la década de 1980), influyó de manera muy estrecha en centro Europa, y por extensión, la Europa oriental. El sistema resultaba excelente en cuanto a aquellos alumnos que tenían éxito, aunque al precio de resultar muy segregador. A partir de los diez años, de media, en función de las capacidades que ostraban los alumnos, estos eran separados por itinerarios. Un modelo que perdura aún hoy en el mundo germánico.

Notas
1.- Arno Mayer, La persistencia del antiguo régimen.
Europa hasta la Gran Guerra. Alianza Editorial,
Madrid, 1984.
2.- Reinhard Wittmann, ¿Hubo una revolución en
la lectura a finales del siglo XVIII?, a Giugliemo Cavallo
y Roger Chartier (dires.), Historia de la lectura
en el mundo occidental. Taurus, Madrid, 1997, pp.
435-472.
3.- Reinhard Wittmann, ¿Hubo una revolución
en la lectura a finales del siglo XVIII?, a Giugliemo
Cavallo y Roger Chartier (dires.), Historia de la lectura
en el mundo occidental. Taurus, Madrid, 1997,
pp. 435-472

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