Pedro García
Raro es el día en que no aparece una nueva noticia sobre algún producto nocivo para nuestra salud. En esta comunidad de naciones y pueblos que es Europa, se disfruta del solidario instinto fenicio mercantil con el agravante derecho a enriquecerse a la velocidad de la luz.
Todo ello hace que nos tengamos que sorprender frecuentemente con algunos “mágicos productos químicos”, que alegran nuestro organizado cuerpo, tales como el aceite de colza, la salmonela, la legionela, las beneméritas toxinas o la vaca loca, etc. etc. Nuestro convencimiento de que la química tiene un esplendoroso porvenir es bien patente. Pocas son las carreras universitarias con mejores perspectivas de un risueño futuro como la de químicas. Su aplicación es infinita, y nos cubre todo el cuerpo, desde los pies hasta la cabeza. Todo, o casi todo, pertenece al “reino de la química”. La inmensa mayoría de los alimentos que ingerimos tienen colorantes, antioxidantes, aromatizantes, conservantes y un sinfín de fórmulas no menos inteligibles. Nada escapa a estos productos bienhechores, ni el pan, ni las carnes, los cereales, las verduras y las hortalizas. Todo lo que hemos de usar para nuestro sustento tiene la tarjeta de visita del señor químico, incluso lo que usamos exteriormente tiene relación familiar con la química.
Lógico es pensar y deducir que nosotros, los “consumidos consumidores”, somos y estamos presentes en esta sociedad laboratorio como unas auténticas cobayas, de eficientes comportamientos espartanos, tanto físicos como económicos. Físico por el hecho de ser actos para toda prueba química que se quiera hacer con nosotros, y económico también por si los magos de las finanzas quieren hacer algún experimento económico con las sumisas cobayas versátiles que somos nosotros: tales como restructuraciones, flexibilizaciones, privatizaciones, despidos incentivados, reducciones de plantillas, reducciones de salarios y demás lindezas orales de la jerga fenicio mercantil del laboratorio. La original diferencia que separa a las auténticas cobayas de nosotros los humanos es que ellas tienen gratuitamente la casa y su alimentación, y nosotros hemos de pagar absolutamente todo, incluso nuestro veneno, sin olvidar los sueldos de nuestros eficientes controladores químicos del Estado.
Verdaderamente se le ponen a uno los pelos de punta al pensar la cantidad de productos químicos que tenemos que ingerir diariamente. Si no fuera por el “seguro de enfermedad” y sus medicinas se despoblaría el país. Aunque pensándolo un poco, a no ser que exista un convenio secreto entre los laboratorios químicos y farmacéuticos con la sanidad. Con lo cual uno te envenena y el otro te cura. Lo que no deja de ser un verdadero encaje de bolillos.
¿Qué puede uno esperar del frenesí de nuestros honestos negociantes?: negocios y más negocios. ¿Y de los lazos inquebrantablemente humanos de los solidarios cofrades europeos?: negocios y más negocios, toda esta jauría marina de tiburones sedientos de grandes beneficios no se verán jamás hartos de acumular dinero, porque la riqueza nunca deja satisfecho a nadie y, además, transforma los ojos de los acumuladores en miopía.
La aparición de todo tipo de alergias en las personas nos induce a pensar que si por ejemplo te comes un tomate y te sienta mal, algo tiene el tomate, y que si abres una barreta de pan y te encuentras una pelota de moya cruda en medio de ella es que por lo menos se han equivocado, porque este pan era para un futbolista y no para ti. Lo que ocurre es que no podemos estar tranquilos nunca, y no es porque no lo deseemos, sino porque no nos dejan. Nuestra mayor intranquilidad no es solamente el tener noticias de estas nuevas apariciones de productos nocivos para nuestra salud, lo que nos preocupa es el ignorar lo que no sabemos e ingerimos. Asusta el pensar cuando se descubre una nueva invasión química en nuestros alimentos, y nos maravilla la fulminante respuesta de nuestras Autoridades Sanitarias de Control al decirnos lo que decía Bernal Hilda en su canción, cuando la Sra. Varonesa preguntaba por teléfono a su lacayo si había alguna novedad en el castillo. Y decía “…No hay novedad Sra. Varonesa, sólo pasó que anoche cayó un rayo y del palacio quedó un solar, por lo demás, aquí no pasa nada, no hay novedad, no hay novedad…”. Primero dicen que no pasa nada, que son cuatro gallinas locas, bailarinas y folclóricas de nada. Y a las pocas horas aparecen cientos de toneladas de benefactoras toxinas extendidas por las conducciones del pís.
De estas cómicas y siniestras situaciones se pueden deducir dos cosas: Una es la firme y auténtica demostración de que son una atajo de mediocres inútiles los que dicen controlar nuestros alimentos. O bien es que estos inútiles son accionistas de esas multinacionales que abastecen de víveres a la Comunidad Europea (cosa esta no muy descabellada de pensar), pues en estos felices tiempos de desprecio por lo material y el retorno al sublime dulzor de los tiempos espartanos de necesidades todo está permitido para llegar a ellos. Angelicales tiempos de Solidaridad Europea de honestos mercaderes preñados de amor al prójimo, tiempos en los cuales los amasadores de modestas fortunas apartan sus ojos para no poseerlas llevados por el deseo que todo buen cristiano posee.
Todo será justo para llegar al reparto equitativo de toxinas para todos los europeos, esta unión de almas caritativas, sedientas por hacer el bien, no sería justo el poder pensar cualquier pensamiento impuro de estas personas y, por lo tanto, no nos queda otra razón que pensar más que en la santidad de estos buenos mercaderes y en el servicio desinteresado y humano al prójimo. Solamente turba nuestra paz intestinal un modesto cálculo matemático, y es el temor del incremento de benefactores manipuladores de alimentos al unirse los españolitos al resta de los europeos.
Pero menos mal que nosotros disponemos de un soberbio ejército de santos protectores patrios, que sin duda cuando llegue la hora nos defenderán de todo mal. En el caso que no podamos gozar de esta ayuda del cielo (dada la falta de la presencia santa en los casos de grandes cataclismos por estar estos en el caribe), nos restará el poder ingerir un eficiente antidepresivo que nos pueda liberar de las felonías de los malditos fenicios que atormentan nuestro cuerpo. Más si tampoco se consigue el efecto deseado, no habría otro remedio que tomar una porción de cicuta y así nos veríamos libres de los hijos del mercado libre. Otra de las alternativas seria reunir a nuestros eminentes controladores químicos y fletar varias aeronaves para poderlos enviar a la histórica cuna del saber de todo el mundo (Alejandría, Egipto). De esta simple manera se podía organizar una expedición de Ilustrados químicos que podrían recibir algunas y necesarias lecciones del sapientísimo burro de Egipto, cosa esta que alegraría al burro y a nosotros también.