Mijail Bakunin
No se ha hecho ninguna gran transformación política y social en el mundo sin que haya sido acompañada y a menudo precedida por un movimiento análogo en las ideas religiosas y filosóficas que dirigen la conciencia, tanto de los individuos como de la sociedad… Desafiamos a quien quiera que sea a salir de ese círculo, y ahora que se elija (1).
Por otra parte, la Historia, ¿no nos demuestra que los sacerdotes de todas las religiones, exceptuados los de los cultos perseguidos, han sido siempre los aliados de la tiranía? Y estos últimos, aun al combatir y al maldecir los poderes que le son contrarios, ¿no disciplinan sus propios creyentes en vista a una tiranía nueva? La esclavitud intelectual, de cualquier naturaleza que sea, tendrá siempre por corolario la esclavitud política y social. Hoy, el cristianismo, bajo todas sus formas diferentes, y con él esa metafísica doctrinaria, deísta o panteísta, que no es otra cosa que una teología mal ataviada, constituyen en conjunto el obstáculo más formidable a la emancipación de la sociedad; y la prueba es que todos los gobernantes, todos los hombres de Estado, todos los hombres que se consideran, sea oficialmente, sea oficiosamente, como pastores del pueblo, y cuya inmensa mayoría no es hoy, sin duda, ni cristiana, ni siquiera deísta, sino incrédula, que no cree, como Bismarck, como el Conde de Cavour, como Muravief el ahorcador, y Napoleón III el caído, ni en Dios ni en el Diablo, protegen, sin embargo, con un visible interés, todas las religiones, siempre que esas religiones enseñen, como por lo demás lo hacen todas, la resignación, la paciencia, la sumisión.
Ese interés unánime de los gobernantes de todos los países en el mantenimiento del culto religioso, prueba cuan necesario es, en interés de los pueblos, que sea combatido y derribado… (2).
Al lado de la cuestión a la vez negativa y positiva de la emancipación y de la organización del trabajo sobre bases de igualdad económica; al lado de la cuestión exclusivamente negativa de la abolición del poder político y de la liquidación del Estado, la de la destrucción de las ideas y de los cultos religiosos, es una de las más urgentes, porque, mientras las ideas religiosas no sean radicalmente extirpadas de la imaginación de los pueblos, la completa emancipación popular será imposible.
Para el hombre, cuya inteligencia se ha elevado a la altura actual de la ciencia, la unidad del universo o del ser real, es ya un hecho realizado. Pero es imposible negar que ese hecho, que para nosotros es de tal evidencia que no podemos ni siquiera comprender que sea posible desconocerlo, se encuentra en flagrante contradicción con la conciencia universal de la humanidad que, hecha abstracción de la diferencia de las formas bajo las cuales se ha manifestado en la Historia, se ha pronunciado siempre unánimemente por la existencia de dos mundos distintos: el mundo espiritual y el mundo material, el mundo divino y el mundo real. Desde los fetichistas que adoran, en el medio que les rodea, la acción de una potencia sobrenatural encarnada en algún objeto material, hasta los metafísicos más sutiles y trascendentes, la inmensa mayoría de los hombres, todos los pueblos, han creído y creen aún en la existencia de una divinidad extramundial cualquiera… (3).
Me parece, pues, urgente resolver por completo la siguiente cuestión:
Formando el hombre con la naturaleza universal un sólo todo, y no siendo más que el producto material de un concurso indefinido de causas materiales, ¿cómo la idea de esa dualidad, la suposición de la existencia de dos mundos opuestos, uno de ellos espiritual, el otro material, ha podido nacer, establecerse y arraigar tan profundamente en la conciencia humana?
La acción y la reacción incesantes del todo sobre cada punto, y de cada punto sobre el todo, constituyen, he dicho, la Ley general, suprema, y la realidad misma de ese ser único que llamamos el universo y que es siempre, a la vez, productor y producto. Eternamente activo, omnipotente, fuente y resultante eterna de cuanto es, de cuanto nace, obra, reacciona, después muere en su seno, esa universal solidaridad, esa causalidad mutua, ese proceso eterno de transformaciones reales, tan universales como infinitamente detalladas, y que se producen en el espacio infinito, la naturaleza, ha formado, entre una cantidad infinita de otros mundos, nuestra Tierra, con toda la escala de sus seres, desde los más simples elementos químicos, desde las primeras formaciones de la materia con sus propiedades mecánicas y físicas, hasta el hombre. Los reproduce siempre, los desarrolla, los nutre, los conserva; después, cuando llega su término, y a menudo antes de que llegue, los destruye, o más bien, los transforma en nuevos seres. Es, por tanto, la omnipotencia contra la cual no hay independencia ni autonomía posibles, el ser supremo que abarca y penetra con su acción irresistible toda la existencia de los seres; y entre los seres vivientes, no hay uno sólo que no lleve en sí, sin duda, más o menos desarrollado, el sentimiento o la sensación de esa influencia suprema y de esa dependencia absoluta. Esa sensación y ese sentimiento son lo que constituyen, como se ve, así como todas las cosas humanas, tiene su primera fuente en la vida animal. Es imposible decir que ningún animal, exceptuado el hombre, tenga una religión determinada, porque la religión más grosera supone siempre un grado de reflexión al que ningún animal, fuera del hombre, se elevó aún. Pero es imposible también negar que, en la existencia de todos los animales, sin exceptuar uno, se encuentran todos los elementos, por decirlo así, materiales e instintivos, constitutivos de la religión, menos, sin duda, su parte puramente ideal, la que debe destruirla tarde o temprano, el pensamiento. En efecto, ¿cuál es la esencia real de toda religión? Es precisamente ese sentimiento de absoluta dependencia del individuo, pasajero ante la eterna y omnipotente naturaleza.
Nos es difícil observar ese sentimiento y analizar sus manifestaciones en los animales de especies inferiores; sin embargo, podemos decir que el instinto de conservación que se encuentra hasta en la organización relativamente más pobre, sin duda en un grado menor que en las organizaciones relativamente superiores, no es nada más que una prudente costumbre que se forma en cada animal, bajo la influencia de ese sentimiento, que no es otro que el primer fundamento del sentimiento religioso. En los animales dotados de una organización más compleja y que se acercan más al hombre, se manifiesta de una manera mucho más sensible para nosotros: en el miedo instintivo y pánico, por ejemplo, que se apodera de ellos a la aproximación de alguna gran catástrofe natural, tal como un temblor de tierra, un incendio de bosque o una fuerte tempestad, o bien a la aproximación de algún feroz animal carnicero. Y, en general, se puede decir que el miedo es uno de los sentimientos predominantes en la vida animal. Todos los animales que viven en libertad son feroces, lo que prueba que viven en un miedo instintivo incesante, que tienen siempre el sentimiento del peligro; es decir, el de una influencia omnipotente, que los persigue, los penetra y los envuelve siempre y en todas partes. Ese temor, el temor de Dios, dirían los teólogos, es el comienzo de la prudencia; es decir, de la religión. Pero en los animales no llega a una religión, porque les falta esa potencia de reflexión que fija el sentimiento y determina el objeto, y que transforma ese sentimiento en una noción abstracta, capaz de traducirse en palabras. Se ha tenido, pues, razón al decir que el hombre es religioso por naturaleza; es como todos los animales; pero él sólo en esta tierra tiene la conciencia de su religión.
La religión -se ha dicho- es el primer despertar de la razón. Sí, pero bajo la forma de la sinrazón. La religión, he dicho hace un momento, comienza por el temor. En efecto, el hombre, al despertar a los primeros resplandores de ese sol interior que se llama la conciencia de sí mismo, al salir lentamente, paso a paso, de la somnolencia magnética de esa existencia completamente instintiva que llevaba cuando se encontraba aún en el estado de pura inocencia, es decir, en el estado animal, habiendo nacido, como todo animal, en el temor a ese mundo exterior que lo produce y lo destruye, el hombre ha debido de tener, necesariamente, por primer objeto de su naciente reflexión, ese temor mismo. Se puede, también, presumir que en el hombre primitivo, al despertar su inteligencia, ese terror instintivo debía de ser más fuerte que en los otros animales, primeramente porque nace mucho menos armado que los otros y su infancia dura más tiempo, y luego porque esa misma reflexión, apenas florecida y no llegada aún a un grado suficiente de madurez y de fuerza para reconocer y para utilizar los objetos exteriores, ha debido, sin embargo, de arrancar al hombre a la unión, a la armonía instintiva en que, como primo del gorila, antes que se hubiese despertado su pensamiento, debió de encontrarse con el resto de la naturaleza. La primera reflexión lo aislaba, en cierto modo, en medio de ese mundo exterior que, haciéndosele extraño, debió de aparecérsele a través del prisma de su imaginación
infantil, excitada y agrandada por el efecto mismo de esa reflexión naciente, como una sombría y misteriosa potencia, infinitamente más hostil y más amenazadora que lo es en realidad.
Nos es excesivamente difícil, si no imposible, darnos cuenta exacta de las primeras sensaciones e imaginaciones religiosas del hombre salvaje. En sus detalles, debieron de ser, sin duda, tan diversas como han sido las distintas tribus primitivas que las experimentaron y concibieron, o como fueron los climas, la naturaleza de los lugares y las demás circunstancias determinantes en medio de las cuales se han desarrollado. Pero como después de todo, eran sensaciones e imaginaciones humanas, han debido, a pesar de esa gran diversidad de detalles, de resumirse en algunos simples puntos idénticos, de un carácter general y que no es muy difícil fijar. Cualquiera que sea la procedencia de los diversos grupos humanos, cualquiera que sea la causa de las diferencias analíticas que existen entre las razas humanas, que los hombres no hayan tenido por antepasado más que un sólo Adán-gorila, o primo del gorila o, lo que es más probable, que hayan salido de varios antepasados que habrá formado la naturaleza independientemente unos de otros, sobre diferentes puntos del globo y en épocas distintas, lo cierto es que la facultad que constituye y que crea propiamente la humanidad en los hombres: la reflexión, el poder de abstracción, la razón, es decir, la facultad de combinar las ideas, permanece siempre y en todas partes la misma, al igual que las leyes que determinan las manifestaciones diferentes, de suerte que ningún desenvolvimiento humano podría hacerse contrariamente a esas leyes. Eso nos da derecho a pensar que las fases principales observadas en el primer desenvolvimiento religioso de un sólo pueblo han debido de reproducirse en el de todas las otras poblaciones primitivas de la tierra.
A juzgar por los relatos unánimes de los viajeros que, desde el siglo pasado, han visitado las islas de Oceanía, y los de aquellos que, en nuestros días, han penetrado en el interior de África, el fetichismo debe de ser la primera religión, la de todos los pueblos salvajes que se han alejado poco del estado natural. Pero el fetichismo no es otra cosa que la religión del miedo. Es la primera expresión humana de esa sensación de dependencia absoluta, mezclada con terror instintivo que encontramos en el fondo de toda vida animal y que, como lo hice observar ya, constituye el lazo religioso de los individuos que pertenecen a las especies más inferiores con la omnipotencia de la naturaleza. ¿Quién no conoce la influencia que ejercen y la impresión que producen sobre todos los seres vivientes los grandes fenómenos de la naturaleza, tales como la salida y la puesta del sol, el claro de luna, la vuelta de las estaciones, la sucesión del frío y del calor, o bien las catástrofes naturales, o también las relaciones tan variadas y mutuamente destructivas de las especies animales entre sí y con las diferentes especies vegetales? Todo eso constituye, para cada animal, un conjunto de condiciones de existencia, un carácter, una naturaleza, y yo estaría casi tentado a decir un culto particular, porque en los animales, en todos los seres vivientes, encontraréis una especie de adoración de la naturaleza, mezcla de temor y de alegría, de esperanza y de inquietud -la alegría de vivir y el temor de cesar de vivir- que, como sentimiento, se parece mucho a la religión humana. La invocación y la oración misma no faltan. Considerad al perro domesticado, implorando una caricia, una mirada de su amo: ¿no es la imagen del hombre de rodillas ante su Dios? ¿No proyecta ese perro, con su imaginación y con un comienzo de reflexión que la experiencia ha desarrollado en él, la omnipotencia natural que le obsesiona, en su amo, lo mismo que el creyente la proyecta en su Dios? ¿Cuál es, pues, la diferencia entre el sentimiento del perro y el del hombre? No es siquiera la reflexión: es el grado de reflexión, o más bien: es la capacidad de fijarla y de concebirla como un pensamiento abstracto, de generalizarla al nombrarla, pues la palabra humana tiene esto de particular: que, incapaz de nombrar las cosas reales, las que obran inmediatamente sobre nuestros sentidos, no expresan más que la noción o la generalidad abstracta; y como la palabra y el pensamiento son dos formas distintas, pero inseparables, de un sólo y mismo acto de la humana reflexión, esta última, al fijar el objeto del terror y de la adoración animales o del primer culto del hombre, lo generaliza, lo transforma, por decirlo así, en un ser abstracto, tratando de designarlo con un nombre. El objeto realmente adorado por tal o cual individuo es siempre este: esa piedra, ese trozo de madera, ese trapo. Así es cómo comienza con el primer despertar del pensamiento, manifestado por la palabra, el mundo exclusivamente humano, el mundo de las abstracciones.
Esa facultad de abstracción, fuente de todos nuestros conocimientos y de todas nuestras ideas, es, sin duda, la única causa de todas las emancipaciones humanas. Pero el primer despertar de esa facultad en el hombre no produce inmediatamente su libertad.
Cuando comienza a formarse, destacándose lentamente de la instintividad animal, se manifiesta primero, no bajo la forma de una reflexión razonada, que tiene conciencia y conocimiento de su actividad propia, sino en forma de una reflexión imaginativa, inconsciente de lo que hace y que, a causa de eso mismo, toma siempre sus propios productos por seres reales, a los cuales atribuye ingenuamente una existencia independiente, anterior a todo conocimiento humano, y no se atribuye otro mérito que el de haberlos descubierto fuera de sí. Por ese procedimiento, la reflexión imaginativa del hombre puebla su mundo exterior de fantasmas que le parecen más peligrosos, más poderosos, más terribles que los seres reales que le rodean; no liberta al hombre de la esclavitud natural que le obsesiona sino para volverlo a colocar a continuación bajo el peso de una esclavitud mil veces más dura y más espantosa todavía: la de la religión.
Es la reflexión imaginativa del hombre la que transforma el culto natural, cuyos elementos hemos encontrado en los animales, en un culto humano, bajo la forma elemental del fetichismo. Hemos visto a los animales adorando instintivamente los grandes fenómenos de la naturaleza que ejercen realmente en su existencia una acción inmediata y potente; pero no hemos oído nunca hablar de animales que adoren un inofensivo trozo de madera, un trapo, un hueso o una piedra, mientras que encontramos ese culto en la religión primitiva de los salvajes y hasta en el catolicismo. ¿Cómo explicar esa anomalía -en apariencia al menos- tan extraña y que, bajo la relación del buen sentido y del sentimiento de la realidad de las cosas, nos presenta al hombre muy inferior a los animales más insignificantes?
Este absurdo es el producto de la reflexión imaginativa del salvaje. No sólo siente, como los otros animales, la omnipotencia de la naturaleza: hace de ella el objeto de su constante reflexión, la fija, trata de localizarla y, al mismo tiempo, la generaliza, dándole un nombre cualquiera; hace de ella el centro a cuyo alrededor se agrupan sus ima-ginaciones infantiles. Incapaz aún de abarcar con su propio pensamiento el universo, ni siquiera el globo terrestre, ni siquiera el ambiente tan restringido, en cuyo seno nació y vive, busca por todas partes, preguntándose dónde reside esa omnipotencia, cuyo sentimiento, luego reflexivo y fijado, le obsesiona, y por un juego, por una aberración de su fantasía ignorante, que nos sería difícil explicar hoy, la asocia a ese trozo de madera, a ese trapo, a esa piedra. Este es el puro fetichismo, la más religiosa, es decir, la más absurda de las religiones.
Después, y a menudo, con el fetichismo viene el culto de los brujos. Es un culto, si no mucho más racional, más natural, y que nos sorprenderá menos que el fetichismo. Estamos más habituados a él, pues todavía hoy, en el seno mismo de esta civilización de que nos mostramos tan orgullosos, estamos rodeados de brujos: los espiritistas, los médiums, los clarividentes con su magnetismo, los sacerdotes de la Iglesia católica, griega y romana, que pretenden tener el poder de forzar al buen Dios, con ayuda de algunas fórmulas misteriosas, a bajar sobre el agua, hasta transformarse en pan y en vino, todos estos forzadores de la divinidad sometida a sus encantos ¿no son otros tantos brujos? Es verdad que la divinidad adorada e invocada por nuestros brujos modernos, enriquecida por varios millares de años de extravagancia humana, es mucho más complicada que el dios de la brujería primitiva, pues ésta, ante todo, sólo tiene por objeto la representación, sin duda, ya fija, pero muy poco determinaba aún, de la omnipotencia material, sin ningún otro atributo, intelectual o moral. La situación del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, es aún desconocida. No se sabe lo que la omnipotencia ama, lo que detesta, lo que no quiere: no es ni buena ni mala, no es nada más que la omnipotencia. Sin embargo, el carácter divino comienza ya a dibujarse: es egoísta, vanidoso, gusta de los cumplimientos, de las genuflexiones, de la humillación y la inmolación de los hombres, su adoración y sus sacrificios, y persigue y castiga cruelmente a los que no quieren someterse: a los rebeldes, a los orgullosos, a los impíos. Ese es, como se sabe, el fondo principal de la naturaleza divina en todos los dioses antiguos y presentes, creados por la humana sinrazón. ¿Hubo jamás en el mundo un ser más atrozmente envidioso, vanidoso, egoísta, vindicativo, sanguinario que el Jehová de los judíos, más tarde el Dios Padre de los cristianos?
En el culto de la brujería primitiva, Dios o esa omnipotencia indeterminada desde el punto de vista intelectual y moral, aparece primeramente como inseparable de la persona del brujo: él mismo es dios, como el fetiche. Pero, a la larga, el papel de hombre sobrenatural, de hombre-dios, para un hombre real -sobre todo para un salvaje que, no teniendo ningún medio de abrigarse contra la curiosidad indiscreta de sus creyentes, permanece desde la mañana a la noche sometido a sus investigaciones- se hace imposible. El buen sentido, el espíritu práctico de un pueblo salvaje, que se desarrollan lentamente, es verdad, pero que se desarrollan por la experiencia de la vida, y a pesar de todas las divagaciones religiosas, acaban por demostrarle la imposibilidad práctica de que un hombre, accesible a todas las debilidades y enfermedades humanas, sea un dios. El brujo es, pues, para sus creyentes salvajes, un ser sobrenatural, pero sólo por instantes, cuando está poseído (4). Pero ¿poseído por quién? Por la omnipotencia, por Dios. Por consiguiente, la divinidad se encuentra ordinariamente fuera del brujo. ¿Dónde buscarla? El fetiche, el dios-cosa, ha sido superado; el brujo, el hombre-dios, también. Todas esas transformaciones, en los tiempos primitivos, han llenado, sin duda, los siglos. El salvaje, ya avanzado, un poco desarrollado y rico con la tradición de varios siglos, busca entonces la divinidad muy lejos de él, pero siempre en los seres realmente existentes: en el bosque, en el campo, en un río, y, más tarde, en el Sol, en la Luna, en el cielo. El pensamiento religioso comienza ya a abarcar el universo. El hombre ha podido llegar a ese punto, he dicho, después de una larga serie de siglos. Su facultad abstractiva, su razón, se ha fortificado ya, y desarrollado por el conocimiento práctico de las cosas y por la observación de las relaciones o de su causalidad mutua, mientras que la aparición regular de tales fenómenos le dio la primera noción de algunas leyes naturales. Comienza a inquietarse por el conjunto de los hechos y de sus causas. Al mismo tiempo comienza también a conocerse él mismo, y gracias siempre a esa potencia de abstracción, que le permite considerarse como objeto, separa su ser exterior y viviente de su ser pensante, su exterior de su interior, su cuerpo de su alma; y como no tiene la menor idea de las ciencias naturales, y como ignora hasta el nombre de esas ciencias, por lo demás completamente modernas, que se llaman la fisiología y la antropología, es deslumbrado por ese descubrimiento de su propio espíritu en sí mismo, y se imagina, naturalmente, necesariamente, que su alma, ese producto de su cuerpo, es, al contrario, el principio y la causa del cuerpo. Pero una vez que ha hecho esa distinción de lo interior y de lo exterior, de lo espiritual y de lo material en sí mismo, lo proyecta necesariamente en su Dios: comienza a buscar el alma invisible de ese visible universo. Es así como ha debido de nacer el panteísmo religioso de los hindúes.
Debemos detenernos sobre este punto, porque es aquí donde comienza propiamente la religión en la plena acepción de esta palabra, y con ella la teología y la metafísica también. Hasta entonces, la imaginación religiosa del hombre, obsesionada por la representación fija de una omnipotencia indeterminada e inencontrable, había procedido, naturalmente, al buscarla, por la vía de la investigación experimental, primero en los objetos más próximos, en los fetiches, después en los brujos, más tarde en los grandes fenómenos de la naturaleza, por fin, en los astros, pero asociándola siempre a algún objeto real y visible, por lejano que estuviese. Ahora se eleva hasta la idea de un Dios-universo, una abstracción. Hasta entonces, todos sus dioses habían sido seres particulares, pero no menos realmente existentes. Ahora tiene, por primera vez, una divinidad universal: el ser de los seres, sustancia creadora de todos los seres restringidos y particulares, el alma universal, el Gran Todo. He aquí, pues, el verdadero Dios que comienza, y con él la verdadera religión.
Notas
1.- En el manuscrito sigue un párrafo que el autor empleó en El imperio knutogermánico, segunda entrega, y que, por consiguiente, borró en este original, anotando al margen en ruso la palabra: Empleado. (Nota del traductor.)
2.-Sigue un fragmento que Bakunin borró por haberlo empleado en El imperio knutogermánico, segunda entrega. (Nota del traductor.)
3.- Bakunin ha inutilizado un fragmento que debía ir a continuación y, va-riando un poco su forma, lo incluyó en El imperio knutogermánico, segunda entrega. (Nota del traductor.)
4.- Lo mismo que el sacerdote católico, que no es verdaderamente sagrado más que cuando realiza sus cabalísticos misterios; lo mismo que el Papa, que no es infalible más que cuando, inspirado por el Espíritu Santo, define los dogmas de la fe. (Bakunin)