Xavier Díez
Como casi todo el mundo, asisto entre la perplejidad y la hipnosis del espectáculo, a los fastos que rodean la agonía, muerte y funeral de la reina Isabel II del Reino Unido. Sería fácil, desde mi republicanismo, apuntarme al bombardeo propiciado desde el amplio espectro de una izquierda que actúa previsiblemente, o bien mediante la adhesión a la catarsis monárquica colectiva, o bien recordando las miserias del Imperio Británico y las responsabilidades de la corona entre el amplio corolario de injusticias globales y locales.
Sin embargo, como historiador, hice voto de escepticismo, y tan censurable me parece la reivindicación, más de una institución que una persona, como la crítica fácil emanada desde el prejuicio. Me parece más inteligente disponer de una visión algo más amplia, con mayor perspectiva. Y soy de los que defienden que siempre puede aprenderse de todo acontecimiento histórico. La presencia en los medios de comunicación convencionales, así como también en los relacionados con la prensa rosa, hace de la monarquía británica un elemento cotidiano, casi familiar. Las historias de tensiones internas, escándalos, peleas, cismas han pasado de ser materia de tragedias shakespearianas a ingredientes televisivos al más puro estilo Sálvame. En todo caso, y con la excelencia que el mundo británico dedica al teatro, la literatura y los mitos, un serial televisivo como The Crown nos ha acercado aún más, no a la fallecida monarca, sino a todo el ecosistema sobre el cual se sustenta una institución que, sorprendentemente, genera un elevado consenso entre la propia ciudadanía. Por cierto, recomiendo vivamente este producto televisivo que, por su gran calidad, admite muchas lecturas no siempre coincidentes. Podría ser comprendida como una apología de la monarquía, aunque también a la manera de un retrato escasamente amable con la historia del Reino Unido. Precisamente, los mejores momentos se centran en retratar la toxicidad de un personaje como Margaret Thatcher (magistralmente interpretada por Gilliam Anderson) y su amargo legado.
Ricardo Mella
Mi reflexión personal parece ir contra corriente. Lo más fascinante de todo este espectáculo es toda esta liturgia que favorece la mistificación de la monarquía, y en consecuencia de un orden tan injusto como absurdo. La sociedad británica se caracteriza por mantener unas fronteras de clase que van más allá de elementos cuantificables como el dinero, la riqueza o la prosperidad. La distancia se fundamenta especialmente en el dominio de unos códigos de clase, vinculados a la educación, los usos, costumbres y creencias compartidas, que hace de las clases privilegiadas británicas un gueto prácticamente inaccesible. De la misma manera, y en el sentido de lo que cineastas como Ken Loach o sociólogos como Owen Jones han retratado de forma precisa, hallamos también a las working class, un grupo social denostado, maltratado no solo por su poder adquisitivo, sino a un nivel casi ontológico. La herencia del victorianismo y su legado en forma de darwinismo social permite generar un desprecio por quien trabaja que resulta desconcertante. Tan desconcertante como el hecho de que quienes son despreciados por la propia aristocracia del dinero y la herencia, son los primeros en llorar por su reina.
Quien escribe estas líneas, que no es amigo de definiciones, aunque se halla cómodo ante etiquetas como librepensador, considera absurda la idea de desigualdad existencial. Más allá de condiciones contextuales diferentes, del hecho de que uno sea pobre o rico, hombre o mujer, blanco o negro, la igualdad existencial, derivada de la condición humana, resulta un hecho inherente e inmutable, que comporta idénticos derechos y deberes universales. Sin embargo, unas fronteras invisibles dividen a unos y otros, que asumen acríticamente una asimetría existencial e interiorizan de manera respectiva la superioridad o inferioridad social en función del grupo donde uno nace y vive. ¿Cómo se logra este artificio?
La palabra clave, a mi entender, es “liturgia”. Y en estos días asistimos en directo. Todo lo que ha rodeado a la vida y la muerte de Isabel II, una mujer que, nacida en 1926, acabó, por una carambola del destino, como reina de un Imperio Británico en descomposición, vivió rodeada de una de estas ficciones de las que habla el historiador Yuval Noah Harari, que permiten creer a una colectividad en una especie de orden mágico. Y, como toda religión, la pompa y la circunstancia, con sus coronas, desfiles, relatos, incluso la forma de dirigirse a la gente, convencen a los creyentes de la existencia de un orden divino e inmutable, que hace llorar de pena a aquellos que hace generaciones sobreviven de ayudas sociales. Una pompa y circunstancias bidireccionales, en el sentido que la institución se proyecta en el pueblo y el pueblo se identifica con la institución. Es por ello que, en escasas ocasiones, pueda haber un niño que pueda afirmar que el emperador va desnudo.
Pienso que, más allá de criticar a la monarquía -una acción harto fácil en nuestros tiempos- deberíamos extraer unas cuantas lecciones. Lo que se ha venido a denominar la izquierda, o incluso desde la riqueza y diversidad del anarquismo, deberíamos ser menos iconoclastas y más constructores. Como recordaba Réclus: “la anarquía es la expresión más elevada del orden”, frase que debería inducirnos a recuperar algunas de las liturgias de nuestros antepasados, también librepensadores. No hace mucho, un provocador amigo, Antonio Baños, trataba de polemizar con la obsesión de algunos activistas autoproclamados de izquierdas para expresarse a través de la informalidad indumentaria. Baños, acompañado de una periodista dedicada a la moda, Patricia Centeno, recordaba que los círculos anarquistas anteriores a la guerra, incluidos los fundadores de la CNT, vestían de domingo, con cierta elegancia. Era su forma de expresar que no deberían existir diferencias de clase, que un obrero no era menos que un aristócrata. Ello se complementaba con la obsesión del Movimiento Libertario por las bibliotecas y la educación. Precisamente allá donde más diferencias “naturales” entre clases se perciben es en el grado de educación (y también de seguridad psicológica) entre pobres y ricos. Hallarse en un mismo plano y nivel es esencial para destruir todo aquello (y me refiero también a las liturgias) que trata de generar esta relación asimétrica entre quien se auto ubica en un plano de superioridad y otro de inferioridad. Y es la cultura, la educación lo que iguala las personas, y, por tanto, la que discute ontológicamente las diferencias de clase, privilegio, rango y prosperidad.
Soy de los que defienden que el anarquismo debería entrar en una dinámica de “radicalización”. Y no me refiero en absoluto a montar barricadas o quemarlo todo, sino todo lo contrario. “Radical” es una palabra de origen latino que significa “raíces”. Y es en estas raíces, las de nivelamiento social, cultural, existencial, donde los padres del Movimiento Libertario como Proudhon, Stirner, Bakunin, Malatesta, Kropotkin, Mella, Llunas nos mostraban el camino a transitar. Y para ello, nosotros también deberíamos reconstruir y construir antiguas y nuevas liturgias.