Xavier Díez
Ningún periodista debería desconocer el nombre de Rodolfo Walsh (1927-1977). Éste fue uno de los periodistas argentinos más brillantes de su generación, que no se limitó a analizar la realidad de una América Latina, escenario de una de las sangrientas batallas secundarias de la guerra fría, sino que, asistiendo a las profundas injusticias que las dictaduras militares cometían contra la población civil, combatió al fascismo con las armas y con la pluma. Perseguido por el ejército y los servicios policiales de la dictadura, escribió una carta abierta a la Junta Militar donde exponía que la persecución desatada contra la disidencia no iba, contrariamente a lo que afirmaba la propaganda gubernamental, ni contra el comunismo, o el marxismo, ni la supuesta subversión, sino que perseguía a todos aquellos elementos: dirigentes sindicales, líderes vecinales, periodistas independientes, activistas públicos, personas carismáticas capaces de organizar a la sociedad para oponerse a las medidas de destrucción económica y civil que se impulsaron desde gobiernos dirigidos por la CIA, la Escuela de las Américas y, sobre todo, la Escuela de Negocios de Chicago, con Milton Friedman como gurú, en los primeros experimentos a gran escala de lo que serían las políticas neoliberales que sufrimos hoy por todas partes.
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El de Walsh es uno de los episodios relatados por Naomi Klein en su obra de referencia La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre, dedicado a explicar como las políticas económicas de la globalización tienen como objetivo concentrar la riqueza en pocas manos y, como “daños colaterales”, la destrucción de las clases medias y la instalación de un caos social y económico global. El caso es que Walsh, en plena dictadura, fue lúcido para alertar que las operaciones en América Latina tenían como objetivo, precisamente eso, la destrucción de la economía y la sociedad argentina. Por ello, en plena clandestinidad, publicó su conocida “Carta abierta a la Junta Militar”. En este escrito, pasado como hoja volante cicrostilada que circuló de mano en mano, tras avergonzar al conjunto de generales que ocuparon el poder ilegalmente, de reprocharles las desapariciones, las torturas y las muertes causadas por la dictadura, entre las cuales las de su propia hija, prosiguió con unas palabras muy transcendentes que es necesario recordar: “Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son, sin embargo, los que más graves sufrimientos llevados al pueblo argentino, ni las peores violaciones de los derechos humanos que ustedes perpetran. En la política económica de este gobierno debemos buscar, no solamente la explicación de sus crímenes, sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”. Porque, efectivamente, el conjunto de medidas económicas: privatizaciones, destrucción del sector público, desregulación económica, ataques a los sindicatos, recortes de derechos… es lo que acabó con las antiguamente potentes clases medias argentinas y han llevado a este país, antiguamente próspero, al caos económico y a la crisis endémica. Al día siguiente de hacerse pública la carta, Walsh moriría, pistola en mano, abatido por decenas de balas del ejército argentino. Su cuerpo nunca apareció.
La idea de miseria planificada sobrevuela sobre las medias económicas que surgen de Davos, que son implementadas por organismos como el Banco Mundial, el FMI o la OCDE, y que últimamente, la propia UNESCO acaba dedicándose a blanquear con sus discursos sobre los objetivos del milenio o la sostenibilidad. La “gran transformación educativa”, impulsada a nivel global con un conjunto de medidas destinadas a cambiar significativamente de filosofía a los sistemas educativos y que es aplicada aquí por una serie de tecnócratas con más entusiasmo que conocimiento forman parte de esta agenda de destrucción del sistema educativo como instrumento de promoción social y posibilitador de la igualdad de oportunidades. De hecho, a lo largo de las últimas décadas, y a la hora de hablar de Cataluña, disponemos de una pirámide social cada vez más degradada. Los estudios sociológicos, como los realizados por Marina Subirats, dibujan una Cataluña con un 1% de élite, un 9% de clases profesionales (altos ejecutivos, empresarios con importante facturación, arquitectos de prestigio, médicos con consulta privada…), un 50% de clases trabajadoras (peones, empleados de medio-bajo nivel, autónomos precarios, cajeras de supermercado, trabajadores industriales o del sector turístico…). Un 10% de lo que se denomina “infraclase” (perceptores crónicos de ayudas sociales, personas sin hogar, parados de larga duración, inmigrantes sin papeles que viven en la clandestinidad económica…). Y, en este panorama, únicamente encontramos alrededor de un 30% de clases medias (empleados de mediana-alta calificación, pequeños comerciantes o empresarios, profesores, personal sanitario, administrativos…). Este último sector ya hace por lo menos dos décadas que se halla en regresión, amenazado por las transformaciones económicas, la precariedad y las políticas de desregulación. En este panorama, la segregación educativa (y en Cataluña tenemos diploma olímpico en la clasificación europea de este siniestro campeonato) es una reacción instintiva como fórmula para proteger un espacio cada vez más reducido. A diferencia del sistema educativo de 1980 y 1990, las escuelas están sirviendo para segregar e impedir el acceso de los hijos de las clases trabajadoras a las capas medias. Los guetos tienen precisamente esta función. Las familias escogen centro en función de la voluntad de homogeneidad social. En un país en el que un buen apellido vale más que dos doctorados, muchas familias apuestan claramente por llevar a sus hijos a una clase donde puedan encontrar una agenda de contactos que les faciliten las cosas cuando, una vez sean adultos, necesiten un trabajo mínimamente atractivo.
Este hecho, sumado a los efectos de la cuarta revolución industrial, fundamentada en la inteligencia artificial, la digitalización, el big data, produce lo que, según el McKinsey Global Institute, se pronostique que se puedan perder de aquí hasta el 2030, en occidente, entre 400 y 800 millones de puestos de trabajo de media y alta calificación. Este hecho, conocido por los diseñadores de políticas globales, es lo que marca la verdadera agenda educativa. Por el contrario, buena parte de estos empleos, que en el fondo son los que hacen disminuir o crecer las clases medias, es previsto que vayan hacia Asia, el nuevo espacio donde pivota el centro económico mundial. Esto, por supuesto, se acaba reflejando en los sistemas educativos. Entre los 10 países mejor clasificados en las polémicas pruebas PISA, 7 son asiáticos (especialmente China, Hong Kong, Corea del Sur, Singapur…) mientras que los países occidentales, especialmente los de economías como la catalana, la de Valencia, la de las Baleares, concentrados en el turismo y en actividades de escaso nivel añadido, se van hundiendo. Los sistemas educativos de los países asiáticos son una copia de los sistemas occidentales de los años sesenta y setenta: exigentes y meritocráticos. Los países occidentales han ido realizando unas reformas educativas en los que la parte lúdica se impone a la educativa, las competencias se imponen al conocimiento; la distracción, a la exigencia.
En otras palabras, la lógica de las políticas educativas se orientan a adaptar los sistemas a una composición social que se aproxima cada vez más a la de los países latinoamericanos, a sociedades como la de Argentina, la de Chile o Uruguay, víctimas de las políticas de “miseria planificada” que empuja hacia la descomposición social y los desequilibrios internos, donde el talento debe emigrar y los gobiernos no saben qué hacer ante sectores cada vez más amplios de la sociedad sin un espacio o rol definido. En cualquier caso, y respecto a Cataluña, se trató de alejar a las clases trabajadoras de la enseñanza superior, último baluarte de la meritocracia. Y a tal efecto se perpetró el Proceso de Bolonia que, aquí, consistió en multiplicar por tres el precio de las tasas universitarias (imitando lo sucedido en Estados Unidos o Inglaterra). No funcionó. A pesar de grandes sacrificios económicos, la mayoría de las familias adoptan decisiones racionales respecto a la educación de sus hijos y la disminución de estudiantes en las facultades no disminuyó de manera significativa. En todo caso, lo que sí sucedió entre 2000 y 2017 ha sido un incremento brutal de sobre cualificación entre la población de 25 a 35 años (es decir, trabajar en empleos por debajo de las propias aptitudes profesionales), que pasó del 23% en 2000 al 38% en 2017 (en el caso de las mujeres, de manera aún más dramática, con un 41%).
El objetivo está más que claro: degradar la educación para que el sistema funcione como reproductor, y no atenuador de las diferencias sociales. Como el invento de multiplicar el precio de la universidad no ha funcionado, el nuevo intento para conseguirlo ha pasado a denominarse “transformaciones educativas”, un concepto etéreo, cargado de retórica falsamente progresista y que esconde una agenda oculta de regresión social. Por ello, especialmente en Cataluña, donde los supuestos expertos educativos que han ocupado las plantas del bunquerizado edificio de la Vía Augusta donde se halla la sede oficial de la Consejería de Educación (la oficiosa se ubica en la calle Provenza, donde tiene la sede la Fundación Bofill), ha avanzado, con nocturnidad y alevosía, unos currículums que pretenden convertir la escuela en un no-lugar, en un no-espacio educativo, propiciando unas metodologías antiguas recauchutadas que han demostrado históricamente sus limitaciones, generando un caos y colapso en la organización de los centros, cargando a los docentes con toneladas e inacabables horas de tareas inútiles y contraproducentes (con el fin de desmoralizarlos y de evitar que se dediquen a enseñar), tratando al alumnado como si fuera tonto, y procurando convertir a escuelas e institutos, como denuncia Gregorio Luri, en una especie de parque de atracciones. Medidas absurdas, como un trabajo por ámbitos que implica que el profesor de matemáticas debe impartir biología; el de biología, tecnología y el de tecnología debe acompañar en la clase de lengua sin saber exactamente con qué función más allá de un genérico “acompañamiento”. O dedicarse a una “educación emocional” que a menudo acaba en sesiones con alumnos al más puro estilo “alcohólicos anónimos” o a practicar la pedagogía de la resignación. Todo ello, con calendarios y horarios más prolongados con la función de acostumbrar al alumnado a pasar más tiempo supervisados por las instituciones (existe un verdadero pánico a que niños y adolescentes dispongan de tiempo para pensar, no vaya a pasar que se les ocurra aprender) y con oportunidades de negocios privados en los comedores escolares o en una proliferación de actividades formativas fuera del ámbito educativo con gurús diversos que se dediquen a “reeducar” a unos docentes que todavía pretenden enseñar a sus estudiantes. En cualquier caso, la ofensiva contra los profesionales de la educación y de su cultura docente forma parte de una estrategia global de devaluación de los sistemas educativos, lo que explicaría la inflexibilidad hostil del actual titular de educación. Parece que el futuro distópico que nos espera, con unas políticas neoliberales que, en el fondo, se dedican a remachar los últimos clavos del ataúd en el que enterrar la sociología de nuestro país, tienen que ver con el esfuerzo para serrar el cable del ascensor social y montar una especie de escuela paliativa donde el alumnado, se halle, simplemente distraído y que únicamente las élites dispongan de acceso a conocimientos sofisticados. Santiago Niño Becerra, este economista que siempre plantea un (documentado) futuro negro, considera que la evolución de la economía mundial, con estas transformaciones que no generan otra cosa que desigualdades extremas que podrían provocar desbordamientos sociales, puede tener en la legalización del cánnabis, algunas formas de renta básica y ocio gratuito o asequible, una fórmula de sedación social preventiva. Y, en este sentido, la escuela (o su destrucción y substitución de sus funciones primordiales) posee un papel fundamental. Se trataría, parafraseando a Rodolfo Walsh, de promover una miseria educativa planificada.