Floreal Rodríguez de la Paz
La fuerza de los sueños busca eternizar los nuevos criterios sociales para tranquilizar el ánimo, que pocas veces conseguimos. ¡Ya está bien! Somos adorables, pero cuando se trate de satisfacer si vivimos bien, pocos lanzan la primera piedra… Luchas que van serenando la suerte que buscamos sin tregua hasta que encontremos la realidad de una sociedad liberada de los improperios sociales. ¡No terminamos de encontrarnos a nosotros mismos! Y va siendo verdad que perdemos el tiempo, enredados en los peores axiomas practicados. Vivimos, sí, pero de qué manera: Siempre buscando el lujo del dinero y los privilegios aduladores de todo escenario humano. Somos retórica, demagogos, sinuosos, tristemente fuera del concurso que merece nuestra participación en el compromiso que permite vivir sin que nos demos cuenta de cómo sería la sociedad que merecemos, según la ética civilizada que protegería nuestra realidad con futuro. Pero ya que no hay nada por descubrir, tengamos en cuenta lo que se nos enseña para vivir alejados de los problemas, que nunca son creados por la persona, por el sueño que cada uno guarda en silencio, a pesar de que sabemos bien dónde están los inconvenientes que impiden salir de los desiertos mentales, faltos de alimento como es el agua, el pan y la claridad de la Naturaleza que nos permite ver y oír, pero sin disfrutarla demasiado en justicia social. ¡Claro que sabemos ver, orientar y aplicar para lo diferente de lo que estamos soportando socialmente! Para gobernar una sociedad, un colectivo humano, bastaría con suprimir, ipso facto, el poder que nos entretiene intermediando los intereses del capitalismo y la justicia desproporcionada, mientras que siempre sale ganando el gestor intermediario: Empresario y las leyes que legisla el Estado para que siempre sea beneficiario la usura de quienes explotan la mano de obra. Pero vayamos a poner el cascabel al gato, transparentando lo que tan oscuro queda desde la gobernada sociedad burguesa.
El anarquismo, como Filosofía Social, nace en la primera mitad del siglo XIX. Tiene, sin duda, una larga prehistoria, pero su formulación explícita y sistemática no puede considerarse anterior a Proudhon.
El anarquismo, como ideología, discutido entre historiadores y politólogos es el carácter de clase de la ideología anarquista. Lo cierto es que allí donde el anarquismo floreció y logró influencia decisiva sobre el curso de los acontecimientos, sus huestes estaban, mayoritariamente, integradas por obreros y campesinos. Varios ejemplos podrían traerse, pero el más significativo es, sin duda, el de España. Consultemos algunos matices de la sabiduría docente de los que tantas semillas sembraron en las enciclopedias y libros de ‘libre pensamiento’.
La Sociedad y Estado: El anarquismo no significa en modo alguno ausencia de orden o de organización. Los pensadores anarquistas opusieron el orden inmanente, surgido de la vida misma de la sociedad, de la actividad humana y del trabajo al orden trascendente, externo, impuesto desde afuera por la fuerza física, económica o intelectual. El primero, que es no solo el único auténtico, sino también el único sólido y duradero, supone la supresión del segundo, falaz y esencialmente inestable. En esta oposición se basa la aparente paradoja: “La libertad no es la hija del orden sino su madre”. Anarquismo no quiere decir, tampoco, negación de todo poder y de toda autoridad: quiere decir únicamente negación del poder permanente y de la autoridad instituida o, en otras palabras, negación del Estado.
En una palabra, los anarquistas no niegan el poder, sino ese ‘coágulo’ del poder que se denomina Estado. Tratan de que el gobierno, como poder político trascendente, se haga inmanente, disolviéndose en la sociedad. La sociedad que todos los pensadores anarquistas distinguen cuidadosamente del Estado es una realidad natural, tan natural por lo menos como el lenguaje. No es el fruto de un pacto o de un contrato. No es, por consiguiente, algo contingente, accidental, fortuito. El Estado, por el contrario, representa una degradación de esa realidad natural y originaria. Se le puede definir como la organización jerárquica y coactiva de la sociedad. Supone siempre una división permanente y rígida entre gobernantes y gobernados. Esta división se relaciona obviamente con la división de clases y, en tal sentido, implica el nacimiento de la propiedad privada. La propiedad privada y la aparición de las clases sociales da origen al poder político y al Estado. Éste no es sino el órgano o el instrumento con que la clase dominante asegura sus privilegios y salvaguarda su propiedad. El poder político resulta así una consecuencia del poder económico. Éste surge primero y engendra a aquél. Hay, por tanto, una relación lineal y unidireccional entre ambos: poder económico (sociedad de clases) y poder político (Estado).
De aquí que el Estado y el Gobierno sean, para el anarquismo, la máxima representación del Poder. La sociedad está dividida esencialmente por obra del Estado; los hombres se encuentran alineados y no pueden vivir una vida plenamente humana, gracias, ante todo, a tal concentración de poder. Según las disposiciones físicas o intelectuales, tales diferencias no son nunca, por sí mismas, demasiado notables. La vida social tiende a hacerlas equivalentes. En ningún caso el exceso de poder, del que naturalmente dispone un individuo o un grupo natural, basta para establecer un dominio sobre la sociedad y sobre los demás, considerados en conjunto. Lejos de ser, pues, una entidad universal, imparcial y anónima, el Estado es la expresión máxima de los intereses de ciertos individuos y de ciertas clases. Lejos de ser la más perfecta encarnación del Espíritu, es la negación misma de todo Espíritu, pues nace de la cobardía y se nutre de los más mezquinos intereses.