Encarnación Julià García

Mis anteriores escritos en Orto, estuvieron dedicados a exponer una serie de ideas extraídas o derivadas de los clásicos del socialismo, y que, a mi parecer, van a ser fundamentales para desarrollar la teoría del anarquismo en el siglo XXI. Al paso aproveché para reivindicar la teoría misma, sin la cual la praxis no puede evolucionar, y que está muy necesitada de respeto y aún más de dedicación, pues todavía nos queda muchísimo por trabajar. Del materialismo sistematizado por Marx y Engels, destacaban unos postulados necesarios para sostener una teoría revolucionaria del cambio social, insertos en una filosofía de la historia; de Kropotkin, a propósito del centenario de su muerte, comenté unas claves para trazar el modelo social alternativo. Siempre, a partir de una selección de lo que me parecía más útil y vigente, y entendiendo que desde la teoría anarquista es posible servirse de aportes troncales de la teoría del socialismo, al ser éste matriz para diferentes ideologías políticas. Para justificar el interés que pongo en los clásicos, me faltó explicar una cosa, y es que después de Proudhon, Bakunin y Kropotkin, si bien ha habido teóricos anarquistas, apenas los ha habido que hicieran teoría del anarquismo, y si hablamos de teorización del modelo social anarquista, las propuestas básicamente no han variado desde entonces. La teoría evoluciona con la fuerza del propio movimiento; las primeras décadas del XX sobre todo gracias al anarcosindicalismo español, fueron de fructificación práctica de las ideas, a la vez que de una teorización a un nivel mayor de concreción y a partir de la práxis histórica, por parte de los propios militantes que vivieron la utopía. La segunda parte de ese siglo, fue lo que siguió a la etapa de las revoluciones, un intento de resistir entre los golpes de la represión y los intentos de absorción por parte del sistema. A esto hay que añadir, que lo que se ha hecho últimamente en teoría responde más a este último propósito que a verdaderas innovaciones, que pronto, estoy segura, llegarán de la mano de un movimiento anarquista revitalizado, y que tal como dijo Louise Michel: “la Comuna volverá”.

En esta ocasión daré unos rudimentos para desentrañar la clave de diversas imposturas, para evitar que se siga dormitando en los laureles de modas intelectuales mientras postergamos el verdadero cambio. Que lo que hoy se vende como nuevo hace medio siglo se autodenominara “post-moderno”, no es muy relevante en el sentido de que cada escuela se puede llamar según sienta su diferencia. Lo grave son las implicaciones de ese “post”, la afirmación de la discontinuidad absoluta, de forma que se pretenda que detrás de ella no hay nada, y lo que había antes, la historia, ya no importa. Tal es así, que casi medio siglo después, esta escuela sigue pasando por joven, copando cátedras, y moldeando el pensamiento y el discurso de la juventud como si fuera el último grito. Todo lo que se le contraponga es continuidad, toma de atrás, y, en consecuencia, se considerará retrógrado, decimonónico, y el etcétera de calificativos que se usan cuando tienen que evaluar al que excepcionalmente se sale de la línea. El truco les ha salido muy bien, pero no es nuevo, para desilusión de los seducidos por el cuento de la eterna juventud, que han querido alcanzar la novedad a base de etarismo, de marginación de los que les allanaron el camino.

Hablando de lo que es viejo como el mundo, difícilmente se podrá encontrar nada más viejo entre las ideas. La conciencia se proyectó a sí misma en un más allá del cuerpo físico y allí empezó la creencia en la discontinuidad sustancial, propia del pensamiento místico y religioso: espíritu, pensamiento y voluntad, se conciben como absolutamente superiores y con una vida independiente del cuerpo. Hasta que, en el siglo VII antes de nuestra era, los filósofos milesios inician la búsqueda del “arjé” de lo real, una esencia que es tanto material como lógica e inteligible. Ese sustrato único fue la lanzadera de las ciencias, y de la filosofía, madre de todas las ciencias. Materialismo, ateísmo. Ahí quedaron las palabras de Anaximandro: “este mundo, que es el mismo para todos, no lo hizo ningún hombre ni ningún dios, sino que fue y será, fuego siempre ardiente”.

¡Pero esto no les valía a los tiranos, ni a los demagogos, ni tampoco era bueno para los misántropos, o los narcisistas! Ellos necesitaban el corte sustancial para legitimar su dominio sobre los que harían las funciones de “cosas” al servicio de ellos, la élite social, que eran el “cerebro y el espíritu creador”, mientras la inmensa mayoría de los demás era el cuerpo, la materia. Por eso el arjé no reaparece hasta más de mil años después en los salones de los ilustrados franceses que prepararon la cultura de la revolución social contra el Antiguo Régimen, y en un pensador en concreto, el barón de Holbach. Si a nosotros se nos puede achacar obsolescencia porque retomamos un trabajo de hace cien, no podremos imaginar qué se les podría criticar a los que retomaron esta idea de hacía más de dos mil años, y, sin embargo, es lo que hicieron, porque tuvieron que hacerlo. En qué momento alcanzó el ateísmo su madurez con una formulación política, como parte de un ideal social, eso ya lo conocemos, fue con el socialismo y en estado puro, en el anarquismo, que defiende la supresión de todas las jerarquías, empezando por éstas, que son ontológicas, referidas a la sustancia del ser.

Teorías del ser, teorías del conocimiento o epistemologías, teorías sobre la verdad, y las éticas que de ellas se derivan, son el meollo de la filosofía. Desde ahí quedan modelados todos los sistemas de pensamiento, queda definida la metodología, los campos en que se divide la ciencia, y el lugar que ocupa cada una en la jerarquía del conocimiento, reflejo de la jerarquía funcional. Ya estaban en germen en la antigua Grecia las posiciones que se han ido repitiendo a lo largo de los siglos: el nombre del idealismo era Parménides, y Platón, luego se llamó Descartes, Hegel…y sostenía que la verdad era algo dado al espíritu humano como una especie de revelación. Del convencionalismo es Sócrates, luego se llamará Hume, Kant…filósofos que defendían que la verdad era resultado de un contraste intersubjetivo de percepciones, y nada más. El objetivismo, que va a estar en los atomistas, y luego en los positivistas, y se queda con la información de fuera del sujeto por considerar que éste contamina, y pretende hacer algo “puramente empírico” y “avalorativo”. Y allí estaba el nihilismo, con los sofistas, que son los postmodernos de la Antigüedad, y que decían como ellos que la verdad es relativa a cada uno. Lo mismo que el nominalismo medieval, al negar lo universal, lo único que dejaba en pie son los nombres de las cosas. Al final todas estas escuelas filosóficas lo que tratan de preservar, negando la realidad extramental o bien el vínculo con ella, y sosteniendo la idea de sujeto incondicionado, es la Arbitrariedad del individuo, que no su libertad.

El Nihilismo representa la fase más asocial de esta patología del pensamiento. Se aviene bien con la ideología política liberal, pero ésta se hizo para una clase ascendente de mercaderes mientras que el nihilismo es más para individuos que confían en dominar por su propia fuerza. La diferencia entre “el hombre es un lobo para el hombre” de Hobbes, y la idea de que la historia será siempre una sucesión de élites puesto que el motor de la misma es la voluntad de poder del individuo (Nietzsche-Foucault), está en que los nihilistas aspiran a cargarse cualquier estructura social, puesto que cualquiera les resulta opresiva. No solamente provee la moral perfecta para el fascismo, sino que además ese sustrato individualista compartido con el liberalismo, se camufla muy bien en el mundo libertario. Vamos a establecer unas diferencias. El nihilismo postmoderno, como todo el anterior nihilismo, afirma que no hay sentido en la naturaleza ni en la historia, porque ni siquiera hay historia, que no hay esencia, que no hay causalidad, que no hay determinación sino indeterminación, que no hay verdad, y que todo es relativo al sujeto que usa la información para su propia ventaja. El anarquismo, en cambio, asume que la anarquía es la más alta expresión del orden, establece una ética basada en una esencia natural social y cooperativa en el ser humano, que tiene que respetar las leyes de un todo mayor que es, primeramente, la naturaleza, como especie parte de ella. Afirma un ateísmo materialista; no le sirven las místicas ni los primitivismos porque no hay grado cero de la jerarquía en la historia, sino que las jerarquías se han ido eliminando a fuerza de revoluciones. Por lo mismo acepta la ciencia y el progreso tecnológico, no como una imposición de las élites, sino como instituciones que han de estar bajo control del pueblo en una democracia directa y asamblearia, si bien es muy crítico con sus formas capitalistas. El anarquismo apela a la responsabilidad. Lo que le interesa es la autodeterminación, no la indeterminación. Eso es la libertad, poder reconocerse en el todo y realizar su diferencia en armonía con él.

¿Decimos con esto que no merezca la pena leer lo que se hace dentro de esta línea filosófica postmoderna? En absoluto. Hay buenos autores, y buena teoría, pero hay que desenmascarar el trasfondo moral. A ellos les gusta mucho hacer genealogías, pero nunca se la aplicaron a ellos mismos para desvelar su procedencia histórica. Nada se construye a partir de la nada. Las revoluciones, sea en la ciencia, en la filosofía o en la sociedad, no se pueden llevar a cabo si no es respetando cierta continuidad. El axioma post de que el conocimiento científico no es acumulativo sino sólo ruptura, es una de sus muchas negaciones de la evidencia. Y que conste que lo último que quisiera es tener que echar tiempo en demostrar lo evidente, que es lo que estoy haciendo aquí por imperativo ajeno.

Hablemos ahora de modas y de tendencias. Lo que la cultura capitalista ha sembrado en la sociedad es un cóctel de ideas procedentes de diferentes filosofías hegemónicas, es decir, de las diversas legitimaciones del sujeto incondicionado y su arbitrariedad. Lo peor es que no solo sirven para reforzar la ideología neoliberal, sino que también le están preparando el terreno a la extrema derecha. El neoliberalismo es el que pone el dinero por encima de las personas y reniega de los principios del humanismo, que en su día le sirvieron para la revolución moderna. Se corresponde con una descomposición del sistema parlamentario hacia el populismo, y con una fase de fuerte destrucción de los vínculos sociales. Este es el momento del “sálvese quien pueda” y del “todo vale porque todo es relativo”, momento en el que todo límite a la expresión o selección de contenido es juzgado como censura, y en el que sin embargo hay miedo de opinar, porque el predominio de los acuerdos tácitos y silenciosos está reemplazando a los consensos fruto de la deliberación colectiva, cuya búsqueda se malentiende como una voluntad de presionar o de imponer a los demás la propia opinión. Es el tiempo de los sujetos deseantes, donde lo más importante es que ellos puedan realizar sus deseos, aunque ello implique instrumentalizar, degradar o matar a otros, que son el otro polo de la exaltación: los objetos-cuerpos deseados, previamente desespiritualizados, como antes la res extensa, la mater natura. La dualidad ya está diseñada para evitar el afecto. El amor libre se concibe como consumismo de cuerpos, y este consumismo sexual en su modalidad de previo pago, y con toda la violencia que implica, se está defendiendo como opción laboral. Y es el tiempo de los negacionismos. El rasgo más irritante del nihilismo es este de reírse de la inteligencia del común afirmando que la realidad y la verdad son al gusto de cada uno. Este mentalismo triunfa en las masas de las democracias representativas y el capitalismo de consumo, porque otorga al individuo una apariencia de poder ilimitado. La manipulación que se ha querido hacer de las masas durante la pandemia de la Covid-19, por parte de los agentes informativos de la ultraderecha, del Capital, y de diversos sectores reaccionarios, tiene como fundamento este concepto de libertad como ausencia de límites. Evidentemente la sociología del negacionismo es compleja y no puedo analizarla aquí y ahora, pero sí se sabe de dónde proceden los contenidos negacionistas y es principalmente de los millones de euros gastados por esos agentes en intoxicar las redes sociales. Y contra esa determinación de restarle gravedad a una enfermedad con alcance global, con gran velocidad de propagación y fuerte letalidad, parece que ninguna consideración es suficiente porque a todo se le da la vuelta. De las estadísticas se dice que son falsas, de las muertes, que obedecen a otras causas. Al final son los golpes de la realidad los que rompen el aislamiento de la burbuja mental del despotismo, pero mientras tanto son muchas muertes. Esta epidemia no va a ser la última ni la más grave, ¿qué va a pasar cuando venga la próxima y tengamos a más población convencida de que las vacunas matan más que salvan? Da miedo imaginarlo. Podemos ser todo lo críticos que queramos y defender que se mejoren las vacunas existentes, o que se investiguen alternativas, pero en el presente la ciencia no cuenta con otra cosa que no sea la vacuna. Pero la cuestión esencial para los negacionistas, no es luchar por una ciencia independiente de los intereses capitalistas o los estados, como tampoco se preocupan en luchar contra la privatización de la sanidad, ni les interesa protestar contra la reforma laboral o de las pensiones. La cuestión es negar hasta el final para que ninguna medida parezca justificada, y ante todo negarse, y negarse a todo lo que implique una limitación ¡Y no porque venga del Estado! No nos engañemos los libertarios, que la sociedad libertaria, como toda sociedad, tiene sus normas de convivencia y de funcionamiento, que establecen qué no se puede hacer, y consecuencias cuando hay incumplimiento. Esto no quiere decir castigo, pero sí medidas que la colectividad toma para con sus individuos para que estos asuman su responsabilidad. La diferencia es que en la sociedad libertaria las normas están consensuadas y hay más concienciación, por lo que la necesidad de recurrir a la coacción se minimiza, y no hay un aparato de represión. Situaciones de emergencia provocadas por catástrofes naturales, por desabastecimiento, epidemias…pueden hacer necesarias medidas como el confinamiento, o el racionamiento. Por supuesto, no es lo mismo que esto lo decida directamente una población autogobernada y autogestionada, que el que le sea impuesto por un estado a través de sus fuerzas armadas. Y con ese factor de descontento han jugado los negacionistas. Y digo que han jugado porque a ellos no les interesa luchar por la supresión del estado: en su cúpula, el interés es conquistarlo a base de generar situaciones de caos, y en su base de seguidores, lo que les molesta es la responsabilidad. La responsabilidad requiere de límites. La “limitación de derechos” que figura en las leyes para estos estados de emergencia, y de la que los negacionistas se quejan tanto, es posible por la prevalencia del derecho a la vida en esas situaciones excepcionales. Una sociedad responsable debería saber ponerse sus limitaciones en una situación de emergencia, porque ella misma y no el estado debiera ser fuente del derecho. Que la limitación tiene que estar justificada, y hacerse de la manera menos coactiva, que no sea desproporcionada, y por el tiempo imprescindible, esa sí es una exigencia razonable, sobre todo para que los estados no se valgan de estas situaciones para fortalecer su posición de poder frente a la sociedad. Aunque para combatir esto, de nuevo hay que decir que no hay otra receta que caminar hacia la autogestión libertaria.

Por contraste, la reacción de irresponsabilidad de parte de la población, y su vulnerabilidad a este tipo de mensajes individualistas, augura un futuro negro, un futuro de caos. Muchos pensamos que la pandemia quizá haría meditar a la población, y que cuando acabara, la gente saldría más concienciada sobre la necesidad de cambiar nuestro modo de vida, pero no fue así. Prefirieron interpretarlo todo como un plan venido de fuera, prefirieron negar, junto a los capitalistas, para seguir consumiendo y produciendo, y haciendo las cosas como siempre, como si el problema no fuera con ellos. Pero ya va a ser imposible dar la espalda al problema ecológico, debido al agotamiento manifiesto de materias primas y recursos energéticos, que ha venido disimulándose como simples “desajustes de la cadena de suministros debidos a la crisis pandémica”, pero que a partir de ya se va a notar en la subida de precios, en la interrupción de la actividad, paro, escasez, en guerras por los recursos y colonialismo energético incluso entre los propios países europeos… El coronavirus no ha sido nada en comparación; las verdaderas restricciones empiezan ahora. Y lo más grave es que ni los capitalistas ni los estados parecen contar con alternativa viable. Los fondos multimillonarios que los estados como el español esperan obtener de la Unión Europea a cambio de fuertes recortes en los salarios y en las pensiones, se destinan en gran parte a empresas que los van a dilapidar en proyectos llamados “verdes” sin serlo. Entonces, solamente una sociedad responsable puede intentar recuperar el tiempo perdido y evitar el desastre trazando su propio plan de transición. El anarquismo organizado tiene que dar aquí un paso y reaccionar porque las teorías del decrecentismo no tienen ideología ni proyecto concreto, y lo mismo nos encontramos con un republicanismo cantonalista que con un ecofascismo, o simplemente el caos, escenarios nada deseables. Dar forma a una sociedad libertaria, sin jerarquías, sólo se puede hacer siendo conscientes de la Idea, y es en el rol de productores como únicamente se puede llevar a cabo una toma y una revolución de los medios de producir, es decir, que seguimos necesitando movimiento obrero libertario. Yo tengo la esperanza de que el anarcosindicalismo asumirá estos retos, confío en que supere las inercias de las últimas décadas y sea capaz de generar un nuevo proyecto alternativo, y nuevas estrategias y dinámicas de lucha que integren la respuesta a la crisis ecológica, que iluminen e ilusionen a los trabajadores. Confío en que el crecimiento en la afiliación vaya a la par con el crecimiento en cultura, capacitación y concienciación ideológica, y en que las asambleas sean auténticas asambleas, y no juguetes de los comités. Confío en que las formas de acción cultural, social y autogestionaria se recuperen tanto como la sindical, y que se recupere y amplíe el entorno organizacional de las específicas del movimiento libertario, que, desengañadas, se han ido alejando y disolviendo con los años. Esta serie de cambios por sí mismos valdrían para poner a raya los reformismos que han ido dividiéndolo desde dentro. Tengo esperanza en que por lo menos haya tolerancia para los que aporten lo que sepan o puedan, por más que esto quede fuera de lo estrictamente sindical o laboralista. Porque sin esperanza no hay vida, y nuestro deber es luchar por ella y por el futuro de la Humanidad.

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