Xavier Díez
Si hablo de Michael Collins, la mayoría podrían pensar en el famoso héroe de la independencia irlandesa interpretado por Liam Nesson en una memorable película de 1996. Sin embargo, estoy pensando en alguien que llegó mucho más lejos, literalmente. Un personaje que esquivó la gloria, que pasó a la historia como un secundario, que conoció la soledad absoluta, y que, sin embargo, fue esencial para un éxito colectivo en general, y de sus dos compañeros de viaje en particular. Un cantante de folk, John Craigie, le dedicó una canción, que termina con un significativo estribillo «Sometimes you take the fame, sometimes you sit back stage, but if it weren’t for me them boys would still be there.», que más o menos, en una traducción improvisada, viene a decir: «A veces, te toca la fama, a veces te toca ser tras el escenario, ahora bien, si no fuera por mí, esos chicos todavía serían allí…

Michael Collins fue el tercer componente del equipo del Apolo XI, junto con Neil Armstrong y Buzz Aldrin, en la primera misión espacial que consiguió pisar la luna, y volvió sana y salva en julio de 1969. Se ha dicho y escrito mucho sobre aquel viaje. De hecho, en 2019, con motivo del cincuentenario del evento, se estrenaron varios documentales, exposiciones, conmemoraciones y una interesante y emotiva película dramática de Damien Chazelle, First Man (2018) sobre todo lo que rodeó el programa espacial, y el primer alunizaje, desde la perspectiva íntima, incluso trágica, de Neill Armstrong, el comandante y, finalmente, quien fue el primero en dejar su huella en nuestra luna.
Efectivamente, de aquel trío compuesto por un introvertido e impasible Armstrong, incómodo ante la fama, obsesivo por los aspectos técnicos de la misión, y con el sufrimiento íntimo por la pérdida trágica de su hija Karen, de dos años, a causa de un glioma; del extravertido y expansivo Aldrin, que llevará clavada para siempre la espina de haber sido el segundo hombre en pisar la luna, y que pasará años entre el alcoholismo, la rehabilitación y la conversión en un cristiano renacido, hallamos a Collins, el hombre discreto y profesional, meticuloso, con nervios de acero, alguien en quien confiar, a quien no agrada el protagonismo. Collins será el hombre que, después de que el módulo de descenso, con sus dos compañeros se desacoplase del Apolo XI, y mientras los dos astronautas buscan un espacio donde aparcar la nave, quedará solo, completamente solo, en la más absoluta soledad y en el infinito silencio del espacio, pilotando el módulo principal y orbitando la luna durante veintidós horas.
Se ha hablado mucho de aquellas veintidós horas con Armstrong y Aldrin preparándose para hacer el «pequeño paso para un hombre, el gran paso para la humanidad» que el comandante de la misión tenía previsto pronunciar con un tono solemne, en la retransmisión en directo, para un planeta azul y lejano, para coronar aquella epopeya espacial. Millones de espectadores seguían con atención lo que sucedía en el módulo de alunizaje, de las conversaciones entre ambos astronautas, de la voz en off de los ingenieros de Houston, del paseo espacial, de la recogida de muestras lunares, incluso del rato que ambos astronautas trataban de dormir en un día agitado, o del momento improvisado, no incluido en el exhaustivo programa de la exploración, en el que Armstrong camina solitario, fuera de cámara, donde explica su biógrafo James R. Hansen, que deposita en un desierto cráter la pulsera que llevaba su hija cuando murió, siete años atrás.
Mientras los dos astronautas cumplen con el programa estipulado seguidos incesantemente por las cámaras, Collins se encuentra allá arriba, orbitando en solitario desde el módulo de servicio. Una soledad absoluta. Algún periodista lo describió como la soledad más absoluta desde Adán se plantó en el primer día de la creación del mundo. Una soledad incluso más profunda y oscura durante los períodos en que la nave se situaba en la cara oculta de la luna, cuando toda comunicación con la Tierra se interrumpía.
Probablemente, en la selección de los aspirantes para programa espacial habían buscado perfiles psicológicos como el suyo, de una fortaleza mental contrastada, alguien capaz de mantener la calma y seguir con rigor todo el numeroso programa de actividades sin inmutarse. En su caso, debía revisar constantemente el estado de la nave, con el fin de poder regresar. Una lista de actividades constante e interminable, para evitar sentirse abatido por la sensación de un aislamiento absoluto, lejos, literalmente, de toda humanidad.
La nuestra es una especie de animales sociales. Estamos programados para la vida en comunidad. Para estar acompañados constantemente. Nuestra supervivencia se fundamenta en la tribu, la cooperación, la colaboración, la empatía que nos hace protegernos mutuamente. Por ello la soledad, uno de nuestros males contemporáneos, resulta una situación poco natural. Sin embargo, también la soledad suele ser un reto que pone a prueba nuestra entereza. Cualquiera de nosotros, sin ser un aventurero destinado a vivir situaciones extremas puede haber experimentado esa extraña sensación de quedarnos solos como Collins orbitando solitariamente por la cara oculta de la luna. No hacen falta situaciones dramáticas ni que nos puedan definir como héroes. Incluso en los actos más banales, muchos nos hemos encontrado en momentos difíciles que debemos superar completamente solos. La primera noche que uno conduce solo por una carretera llena de curvas en un coche desvencijado. Cuando uno se pierde por la montaña, tratando de buscar orientación por una orografía desconocida, en un paisaje fantasmagórico y misterioso. Cuando se pasa un invierno en un estrecho apartamento en una urbanización desierta y inquietantemente silenciosa. Quien inicia su vida laboral. Quien da una primera clase ante un grupo de alumnos tan asustados como el profesor.
Como Collins, la incomunicación (o la comunicación parcial y con cuentagotas) durante el viaje, la incertidumbre sobre el retorno, la lucha constante para que la preocupación no degenere en angustia o se convierta en pánico, son retos que ponen a prueba la voluntad y el autocontrol de cualquiera. Sin embargo, en esta vida nadie nos selecciona en base a nuestro perfil psicológico. Ninguna NASA nos somete a pruebas para certificar nuestra idoneidad. La mayoría de nosotros, como Collins, no estamos hechos para la fama, sino para estar detrás del escenario, y en el mejor de los casos, recoger a aquellos chicos que, si no fuera por nuestra labor y responsabilidad, todavía estarían paseando entre los cráteres de la luna.
Michael Collins, como el resto de la tripulación del Apolo XI, regresaron sanos y salvos a la tierra. Tras algunos desfiles triunfales, tras haberse convertido en héroes contemporáneos a ojos de los medios de comunicación, tras haber sido recibidos por los principales líderes mundiales, fueron regresando, poco a poco, al anonimato. Cada uno siguió su propio camino. El introvertido Armstrong se convirtió en un agradable profesor universitario de ingeniería. El extrovertido Aldrin, con diversos problemas personales, siguió una errática trayectoria en la NASA y varios proyectos empresariales con resultados desiguales. Collins, por su parte, siguió una vida profesional ligada en el servicio público. Y de igual manera que durante las veintidós horas orbitando en solitario alrededor de la luna, mantuvo una existencia personal discreta, como desapercibida sucedió su muerte, a los 90 años, en el pasado mes de abril. Le tocó estar tras el escenario, aunque sin él, esos chicos todavía estarían allí.