Xavier Diez

A menudo, cuando un editor pide algún apunte biográfico sobre una mujer de trascendencia histórica, podemos caer fácilmente en la trampa de la hagiografía, la tentación de convertirla en símbolo de la causa feminista, el error de relatar una vida ejemplar. Esto lo encontramos a menudo en artículos conmemorativos del 8 de marzo o algunas publicaciones que tratan de reivindicar el papel de las mujeres en el pasado. Tiene su lógica. Han sido tradicionalmente invisibilizadas y apartadas de la vida pública y es muy fácil tratar de compensarlo idealizando las figuras singulares de algunos determinados personajes que emergen de las sombras. Ahora bien, y me pregunto si eso, ¿esta idealización juega a favor de la causa feminista? Como historiador que ha hecho incursiones en el género biográfico, quizás el más complejo de la disciplina, valorar una trayectoria personal y profesional resulta siempre un ejercicio más que arriesgado. Estamos acostumbrados a tratar biografías masculinas en la dimensión de la complejidad, de las contradicciones, a tratar las luces y las sombras, las inconsistencias personales, los aciertos y los errores. Lo mejor que podemos hacer con las mujeres del pasado es someterlas al mismo escrutinio, reservar idéntico trato, establecer la misma relación, a medias entre la atracción y el rechazo, la fascinación y el escepticismo.

Quizás por eso, en este encargo de la revista Dialogo he elegido uno de estos personajes complejos y contradictorios, la anarquista Federica Montseny, con un nombre que dice algo a mucha gente, aunque pocos conocen detalles de su existencia y su pensamiento. En un país como el nuestro, si bien las mujeres han sido ignoradas, cuarenta años de dictadura y cuarenta y cinco de monarquía autoritaria han hecho del anarquismo un espacio de difamación, mal entendido, mal comprendido, mal conocido.

Federica Montseny (Madrid, 1905 – Toulouse, 1994) se ajusta mucho a este perfil de mujer poliédrica, contradictoria, con innegables virtudes y generosos defectos, de carácter difícil, personalidad fuerte, implacable polemista y criticada sin piedad desde sus filas. A la hora de buscar una de estas etiquetas cómodas que permiten establecer una clasificación tranquilizadora, podríamos considerarla como una de las grandes intelectuales anarquistas europeas del siglo XX. Profesionalmente era escritora y periodista, y como definición humana, podríamos recurrir al título de una de sus novelas más conocidas y exitosas:  La indomable. Como hábil y dura oradora, algunos la conocían como La leona del anarquismo.

Su trayectoria biográfica fue bastante singular. Era la hija única de la mítica pareja de anarquistas y librepensadores catalanes Joan Montseny (Reus, 1864 – Salon, Francia, 1942) –conocido como Federico Urales– y de Teresa Mañé (Cubelles, 1865 – Perpinyà, 1939) –bajo el seudónimo Soledad Gustavo–, se crió en el ambiente del Madrid militante, y a partir de 1914, de la Barcelona libertaria y anarcosindicalista. No fue nunca a escuela. Sus padres, que habían sido maestros racionalistas y amigos personales de Francesc Ferrer i Guàrdia, la educaron en casa. Creció con una alta cultura autodidacta entre una extensa biblioteca, las visitas de buena parte de los intelectuales españoles y catalanes que frecuentaban su casa, y a partir del trabajo directo en la redacción de revistas y el pequeño imperio editorial que creó la familia. Sin embargo, frecuentó, en calidad de oyente, durante la década de 1920, las clases de Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona. Leyendo sus textos, rellenos de referencias literarias, historiográficas y sociológicas, podemos asegurar que fue una de las mujeres más cultas de su generación, aunque aislada de los círculos culturales barceloneses, prácticamente impermeables al mundo obrero y militante de la época.

La familia Montseny era bastante peculiar. Tras la detención de los padres a raíz de los procesos de Montjuïc (1896-1897), y de un exilio en Londres, se instalaron en casas relativamente grandes y medio ruinosas, lejos del centro de la ciudad, donde se dedicaron a la edición de revistas culturales militantes, y paralelamente, a la cría de conejos. En Madrid nació La Revista Blanca, una revista quincenal, siguiendo el modelo de la parisiense La Revue Blanche, de Vidal de la Blache, de gran calidad estética, con una primera época, de 1898 a 1905, dedicada a la sociología, el arte, el pensamiento y la literatura, donde desfilaron algunos de los principales intelectuales de la generación del 98, las élites modernistas catalanas y los principales teóricos anarquistas europeos.

A partir de los dieciséis años, en 1921, Montseny comenzará a publicar en la prensa anarquista y también su primera novela, Horas trágicas, una historia sobre el pistolerismo coetáneo, en la larga y sangrante guerra entre pistoleros de la patronal y sindicalistas que supuso cerca de medio millar de muertos entre 1917 y 1923. Su opera prima fue elogiada entre algunos de los principales intelectuales anarquistas y militantes del momento. Empezó así una carrera como escritora de literatura social, que, en algunas entrevistas posteriores, consideró que era su verdadera vocación, pese a que las circunstancias la llevaron a dirigir su trayectoria hacia la política y la vida orgánica del sindicato.

Posteriormente, y ya con dieciocho años, la joven Federica convenció a sus padres para volver a editar una segunda etapa de la revista (1923-1936), quizás con menos colaboraciones de los intelectuales del momento, aunque con un sentido más politizado de acuerdo con los principios de un anarquismo más filosófico, en un momento en el que, contrariamente a la primera etapa, la corriente anarcosindicalista se había impuesto mayoritariamente al movimiento. Paralelamente, y desde el barcelonés barrio del Guinardó, publicaban semanarios de carácter sindical, revistas mensuales de divulgación científica y, sobre todo, una colección de novelas de estética anarquista La Novela Ideal, la cual llegó a publicar más de seiscientos títulos en tiradas de decenas de miles de ejemplares. Tanto Federica, como su madre, escribieron muchas de estas novelas breves –Federica fue la autora de unas treinta, la mayoría publicadas entre 1925 y 1931– , de una cincuentena de páginas, concebidas como literatura de consumo, que trataba de establecer una estética anarquista en base a un conjunto de  leiv motiv  temáticos como la explotación del capitalismo,  la lucha contra los prejuicios morales, la hipocresía social, el talante depravado de la iglesia católica, la toma de conciencia de los protagonistas ante la injusticia social, las utopías de futuro de una sociedad sin clases, la denuncia social contra los males de la sociedad contemporánea o el amor libre. No debemos menospreciar a esta empresa editorial, que se podía adquirir por un precio muy bajo en los quioscos, las estaciones y por suscripción. Este tipo de historias, de estructura y recursos literarios de las novelas de folletín, se convertían en poderosos instrumentos propagandísticos a partir de los cuales se vehiculaban las ideas y principios libertarios, con un punto pedagógico, especialmente entre unas masas trabajadoras con graves carencias de escolarización. Aparte de ello, escribió una importante trilogía de una calidad literaria superior y que sería muy popular entre los círculos libertarios:  La Victoria, El hijo de Clara y La Indomable, que hablaban, desde una perspectiva deshinibidamente feminista, sobre la emancipación de la mujer, la unión libre sin matrimonio, la maternidad consciente y deliberada y la libertad femenina, generando cierto escándalo incluso entre unos militantes anarquistas con patrones familiares más bien conservadores.

De hecho, aquí nos encontramos con una de las primeras contradicciones de la periodista y escritora. En sus primeros años, y en una época en que el movimiento anarquista defiende los medios contraceptivos y combate el carácter patriarcal del matrimonio, Montseny teorizará sobre el amor libre como una relación sentimental sin convivencia. Sin embargo, uno de los muchos militantes cenetistas que se acercarán a la familia para ayudar a sostener el proyecto editorial, y maestro racionalista Germinal Esgleas, en 1930 se unirá libremente a Federica (es decir, sin matrimonio formal), tendrán tres hijos y vivirán juntos hasta la muerte de su compañero, en 1981.

Las tensiones entre la familia Montseny, partidaria de un anarquismo filosófico e individualista, y la CNT, el gran sindicato anarcosindicalista, generarán diversos conflictos y varias antipatías hacia «la nena», como algunos líderes anarcosindicalistas, como Joan García Oliver, la llamará despectivamente. Federica Montseny, como ideóloga, será partidaria de mantener una cierta ortodoxia anarquista dentro del movimiento, y será por ello por lo que, a medida que la CNT va evolucionando y modulando sus estrategias y principios políticos, especialmente con la llegada de la Segunda República (1931-1939), tratará de asegurar la ortodoxia de la CNT hacia los principios anarquistas. Afiliada al sindicato de periodistas y profesionales liberales desde 1923, siempre estará muy preocupada por mantener la orientación anarquista del sindicato, que experimentó alguna escisión (los sindicatos de oposición, 1931-1936) cuando la República, a partir de 1931, ofrecía unas expectativas de negociación y de políticas sociales. Esta obsesión por mantener la CNT dentro del carril anarquista se concretará mediante la influencia y acción de la FAI (una federación de grupos anarquistas de carácter variado que se introducirán en el sindicato con el fin de evitar «desviaciones» ideológicas y estratégicas). Ciertamente, no todos los grupos de afinidad anarquistas formarán parte de la FAI. La propia Federica, no ingresó formalmente hasta el estallido de la guerra civil, en 1936.

Y es precisamente durante la época de la República, especialmente durante los primeros años, cuando Montseny adquiere su fama de intelectual militante y oradora implacable, capaz de seducir a las masas, y de elaborar discurso e ideario politico a una organización obrera, hegemónica en Cataluña, y mayoritaria en el Estado, en aspectos que van mucho más allá de la dialéctica entre empresarios y trabajadores, condiciones de vida y de trabajo. En este sentido, Montseny es una ideóloga, una pensadora que ofrece modelos sociales y éticos propios, con los cuales se pone letra a la música anarquista. Con sus dotes de novelista, periodista, crítica, una mente ágil y brillante, un gran background cultural (y al mismo tiempo con un carácter irascible y cierta tendencia al dogmatismo y la inflexibilidad doctrinal) irá proveyendo de ideas y principios tanto a la CNT como a la FAI, ambas organizaciones, heterogéneas y plurales, y marcadas por grandes debates internos.

De hecho, será ella, quizás, la principal artífice de la ponencia sobre el Comunismo Libertario que será aprobado en el Congreso Confederal de Zaragoza. Aunque con la intervención del médico libertario Isaac Puente y muchos otros, participará de manera decisiva en lo que se puede considerar el programa ideológico de la CNT justo antes de la guerra y la revolución. Esto quería decir, planificar una sociedad en base a la autonomía municipal, la autogestión económica, la colectividad de la producción, aunque también el fundamento de unos modelos familiares sin jerarquías, la erradicación de los prejuicios morales de una sociedad marcada por la religión y el conservadorismo, la emancipación y la independencia económica y afectiva de las mujeres, programas de una educación libre y muchos aspectos aún a explorar en un rico legado.

Con el estallido de la Revolución de julio de 1936, algunas de sus ideas –como la vida comunitaria en comunas libres– se pusieron en práctica de manera más o menos espontánea. Por sorpresa, en circunstancias extremadamente difíciles, con un Madrid acosado por las tropas franquistas e italianas durante el otoño de ese año, y ante la necesidad de constituir un gobierno republicano de unidad nacional antifascistas, el presidente del gobierno español, Francisco Largo Caballero ofreció entrar en el gabinete a cuatro ministros anarquistas. Era la primera vez en la historia que los anarquistas, antipolíticos por naturaleza, formaron parte de un gobierno. Y, con el nombramiento de Montseny como ministra de sanidad y asistencia social, fue la primera vez en la historia europea que una mujer llegó a ostentar este nivel de responsabilidades.

¿Anarquistas y ministros? Ciertamente, una de esas paradojas que marcaron, para siempre más, a aquellas personas que se encontraron de este dilema moral. Quien es partidario de una sociedad sin poder ni autoridad, difícilmente sale indemne de un terrible dilema entre permanecer en la tranquilidad de ser fiel a los propios principios, y la necesidad de asumir responsabilidades en un momento de extrema dificultad y complejidad. Federica Montseny, después de consultarlo a su padre (y de pelearse con él, puesto que éste se consideraba un anarquista individualista y contrario a los gobiernos) aceptó el cargo, que ejerció entre noviembre de 1936 y junio de 1937, en plena guerra, con el fascismo a punto de tomar Madrid, y con el Partido Comunista haciéndose con el control progresivo de la República y la retaguardia, a costa de la obra constructiva de la Revolución Libertaria.

En el corto periodo de gobierno tomó algunas iniciativas que se recordarán. Elaboró –junto con el médico y sexólogo Fèlix Martí Ibàñez (1911-1972)– la primera ley de despenalización del aborto de toda Europa, una ley de plazos (que sólo se aplicó en Cataluña). También creó los «liberatorios de prostitución», unos espacios y actividades para el reciclaje profesional para que las mujeres que ejercían la prostitución pudieran dejarla) o el envío de niños refugiados españoles a Rusia y Bélgica para protegerlos de la guerra. En buena medida, su actuación como ministra fue consecuente con las ideas que había defendido. Y su popularidad creció a la misma velocidad que el número de sus detractores entre sus compañeros de militancia.

Con la derrota republicana, se exilió en Francia. Sus memorias relatan un éxodo prácticamente bíblico, donde primero llega a Perpiñán, (donde, poco después, morirá su madre) y poco después a París, desde donde trata de sacar a los centenares de miles de refugiados catalanes y españoles de los campos de concentración franceses del Rosellón y promover su huida hacia América, en un contexto en el que el estallido de la segunda guerra mundial parece inminente. Y, de hecho, ella no saldrá de Francia. La invasión alemana hace que emprenda, de nuevo, el éxodo hacia la Francia Libre, esta vez, acompañada de centenares de miles de refugiados franceses, que huían perseguidos por la Wehrmatch. Una vez en Limoges será detenida y encarcelada, junto con Largo Caballero, el presidente que la nombró ministra. El gobierno franquista pedirá su extradición, del mismo modo que había sucedido con Lluís Companys, quien caería en octubre bajo las balas del franquismo. En un proceso judicial muy intenso, el hecho de que estuviera embarazada de su hija Blanca la salvó de ser entregada a las autoridades franquistas, y eso le salvó la vida. Mientras tanto, bajo el régimen de Vichy vivió prácticamente una vida semiclandestina, ligada a la Resistencia. Allí, en Salon, en La Dordonya, en 1942 moriría su padre.

Una vez terminada la guerra, Montseny y su familia se instalaron en Toulouse. Desde allí contribuyó a reconstruir la CNT en el exilio. Seguiría con su labor propagandística haciendo viajes por todo el mundo y dedicada a su labor periodística, editando diarios como Espoir y diversas obras sobre la revolución, la historia de la central anarcosindicalista, obras teóricas, memorias y todo aquello que tratara de preservar la memoria anarquista. Junto con su compañero Germinal Esgleas dirigió con mano férrea la CNT de Toulouse, donde vivía un gran núcleo libertario, al igual que decenas de miles de exiliados anarcosindicalistas seguían en Francia, mientras que una buena parte habían podido instalarse en América (especialmente en México). Sus actuaciones eran polémicas, y vivió los enfrentamientos, las escicciones y las polémicas ideológicas dentro del propio universo libertario. Las críticas en su contra fueron implacables. Se le acusaba de negar la ayuda a los diversos grupos guerrilleros y maquis que hacían incursiones en Cataluña y España para seguir luchando con las armas en contra del franquismo, al menos hasta 1963, cuando muere el último maquis, Ramon Vila Capdevila, héroe de la Resistencia. Tenía su lógica. En cualquier momento, Francia podía poner fuera de la ley a la propia CNT en un contexto de guerra fría y reconocimiento del gobierno franquista.

No regresará a Cataluña hasta 1977, con motivo de las jornadas libertarias de Barcelona, ese mismo verano. Se planteó reconstruir la CNT en Cataluña. Sin embargo, lo que vio, la dejó descolocada. No era el mismo país que había dejado cuatro décadas atrás. Las nuevas generaciones no querían saber nada de los viejos anarquistas. Las circunstancias sociales y culturales habían cambiado radicalmente. Se sentía desorientada, como un pez fuera del agua. Algunas de sus entrevistas e intervenciones públicas así lo revelaban. Como sucedió con todo el exilio, quedó marginada, y pasó sus últimos años en Toulouse, hasta su muerte, en 1994, ignorada y marginada de la memoria oficial y popular. No ha sido hasta los últimos años cuando tímidamente, su figura y el legado anarquista han sido recuperadas por historiadores y activistas, tampoco demasiado leídos ni escuchados.

* Este artícículo es un perfil biográfico breve de Federica Montseny, que me solicitaron hace unas semanas en la revista italiana Diálogo Euroregionalista, https://centrostudidialogo.com donde están preparando un monográfico sobre mujeres de relevancia histórica europeas del siglo XX. Es por ello por lo que se trata de un artículo muy descriptivo y pedagógico, pensado para lectores italianos que, probablemente, no tienen ni idea de quien era Federica Montseny. Seguramente parecerá algo superficial, pero creo que me parece una obligación divulgar su figura histórica para un público que la desconoce.

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