Xavier Díez

Respecto a la memoria oficial, Salvador Seguí es una excepción entre los nombres del anarquismo. En un país -y una historiografía catalana todavía empapada de novecentismo- que ha luchado por borrar del mapa el movimiento popular más importante de la historia del país, y el movimiento anarquista más importante del mundo, Seguí resulta un nombre familiar. Salvo excepciones como Federica Montseny o Joan Peiró, cuenta con espacios dedicados a su memoria –calles de Santa Coloma de Gramenet, Sabadell, Sant Boi de Llobregat, L’Hospitalet, Vilafranca del Penedès, un instituto de Secundaria de Barcelona y una fundación–. Sin embargo, más allá de su asociación genérica con la CNT y su papel durante la huelga de la Canadiense de 1919, pocas otras cosas son conocidas por alguien mínimamente informado. Como mucho, algunos conocedores de la historia contemporánea sabrán de su estrecha amistad con Francesc Layret y Lluís Companys -cuya madre era prima de Seguí-, un trío que compartía pulsión social, alta cultura y que cayó bajo las balas de un estado asesino. Incluso cuenta con la excepcionalidad de haber sido biografiado -con bastante competencia- por brillantes intelectuales de la década de 1970 como Josep María Huertas Claveria o Manuel Cruells.
El 22 de septiembre se cumplen 134 años de su nacimiento, –según parece, en Lleida, aunque existe una disputa con Tornabous–, de donde procedía su madre. Coincidiendo con ello, y teniendo en cuenta que dentro de un par de años conmemoraremos el centenario de su asesinato a manos de pistoleros de la patronal –con la complicidad activa del gobierno civil de Barcelona-, la editorial Lo Diable Gros publica una recopilación de textos del anarcosindicalista, seleccionados, traducidos al catalán y editados por Jordi Martí Font. Es una excelente oportunidad para conocer qué hay detrás de los mitos. Es la ocasión en la que pueda volver a hablar, a través de los escritos, aquel hijo de panadero, pintor de profesión, activista cultural, uno de los arquitectos del Ateneo de la Enciclopedia Popular y uno de los fundadores de la CNT en 1910. Voy a hacer un spoiler: detrás de la colosal figura (en términos políticos y en términos físicos, con unos dos metros de altura y más de cien kilos de peso), hallaremos a un pensador brillante, y uno de los principales teóricos del anarcosindicalismo mundial, con un pensamiento elaborado y propuestas válidas a pesar de haber pasado más de un siglo. Cierto: su trabajo está disperso en artículos, discursos, correspondencia, entrevistas, … En este sentido, en las formas, era completamente socrático: la palabra viva, especialmente entre el mundo politizado del anarcosindicalismo a principios del siglo 20, se convirtió en el principal canal de información y agitación. En contraposición, era más bien refractario al tratado filosófico. En cambio, respecto, era aristotélico: consideraba que la virtud estaba en el punto medio. El anarcosindicalismo era la síntesis ideal entre el anarquismo como parte teórica y el sindicalismo como materialización práctica. Se oponía a la violencia revolucionaria como estratégica, aunque consideraba que la legítima defensa era útil y moral, y, de hecho, no se arrepentía de haber participado, con la ventaja de su físico, en enfrentamientos con empresarios y lerrouxistas. Defendió el apoliticismo, no porque no considerara útil la política, sino para evitar lo que estaba sucediendo a gran velocidad en Europa: que los sindicatos terminaran convirtiéndose en apéndices subordinados a partidos políticos teóricamente obreros (PSOE, socialdemócratas alemanes, socialistas franceses, laboristas británicos…). En cambio, abogó por el uso de políticos en beneficio de los trabajadores, manteniendo siempre una estricta independencia sindical. Y el ejemplo se podría tener con el republicanismo popular catalanista, basado en su privilegiada relación política y amistad personal con Francesc Layret y Lluís Companys, aunque también con el intento de manipular a dirigentes socialistas españoles como Francisco Largo Caballero.

Sin embargo, lo que más distinguió su pensamiento, transmitido tanto por algunos escritos -algunos de los cuales parecen haber sido escritos por algunos de sus amigos y colaboradores como Miquel Viadiu o Pere Foix-, fue comprender el sindicato como un espacio de formación continua y como una herramienta revolucionaria. El sindicalismo tenía que convertirse, sobre todo, en un lugar de encuentro para los trabajadores, donde debían aparcarse las diferencias de rango y categorías, de ahí el concepto de «sindicatos únicos», que debía utilizarse para que sus afiliados recibieran una formación política profunda e intensa (es decir, comprender cómo funciona el mundo) y, sobre todo, técnica (cómo se organiza la empresa y la producción, idea útil como manera de hacerla funcionar en el caso de colectivización). La parte revolucionaria del sindicalismo consistía, al fin y al cabo, a prepararse para ser capaz de, cuando llegado el momento, el Estado se derrumbase, éste fuera substituido fluidamente por el sindicato.
En otras palabras, ese anarcosindicalismo tenía que preparar a las clases populares, en base al conocimiento político, personal, humanístico, la psicología colectiva y valores como la disciplina y el rigor, para que forjaran una contrasociedad dentro de la propia sociedad hasta privar al capitalismo burgués de oxígeno, hasta el punto de que cayera por su propio peso (o mediante un empujón). un sindicato capaz de gestionar la vida pública podría proporcionar fácilmente todas las funciones y servicios básicos que la sociedad opera.
Parece fácil de decir, y difícil de aplicar. Por eso la CNT de la primera década de su existencia, más allá de la mística de las barricadas y los movimientos huelguísticos de 1909, 1917 y 1919, estaba asumiendo funciones propias de un Estado: la articulación de diversas iniciativas mutualistas, la simbiosis con ateneos que ofrecían contactos, ocio, sociabilidad, la creación de escuelas para los hijos de los trabajadores – y escuelas nocturnas para adquirir una cultura general y de perfeccionamiento técnico por comercio, para afiliados–, medios de comunicación –el diario Solidaridad Obrera, así como una especie de industria editorial militante–, bolsas de trabajo –es decir, algún control laboral para seleccionar a los trabajadores en empresas donde tenían representación–, y todo aquello que empoderase a la clase obrera –y que, a su vez, desataba el miedo entre los dueños de fábricas y negocios–.
Esto implicaba unas líneas estratégicas y pensamiento económico que el mito de la revolución ha ocultado a medias. Seguí fue un gran conocedor de Cristiaan Corneliseen, un economista holandés y teórico anarcosindicalista que consideraba necesario generar legalidad obrera, es decir, tomar en serio el mundo del derecho y la articulación institucional de la contrasociedad, o la aceptación de una economía mixta de mercado controlada por las clases trabajadoras, que era la antítesis del socialismo centralizado. Y no es de extrañar: tanto Seguí como muchas de las élites anarcosindicalistas catalanas de principios del siglo XX podrían considerarse como lo que hoy podríamos caracterizar como autónomos, cooperativistas o pequeños empresarios, con sus dosis de iniciativa económica, aunque con un sentido moral de la economía. De ahí una consecuencia importante, que no siempre fue comprendida por gran parte de la militancia, especialmente en un momento en que la toma del poder bolchevique, a finales de 1917, deslumbró al proletariado barcelonés y asustó a las clases ricas. Seguí sentía que las clases medias y el mundo campesino necesitaban sentirse atraídos por la causa. Las primeras eran necesarias para dirigir la economía y la sociedad el día después de la revolución. Las segundas, eran esenciales en cualquier revolución porque siempre existe el peligro del desabastecimiento alimentario si se crea un conflicto entre el mundo rural y el urbano, como sucedió durante la Revolución Soviética. A menudo se olvida que la huelga de la Canadiense se desencadenó cuando los ingenieros y el personal administrativo, es decir, los trabajadores de cuello blanco, fueron despedidos por la compañía eléctrica y acudieron a la CNT para pedir apoyo. Lo que había sido un conflicto limitado a veinte personas, prosiguió como una huelga de solidaridad, y concluyó como una huelga general de seis semanas, y con la claudicación -provisional y resentida- del empresario barcelonés.
Seguí, un hombre admirado por personas de todo tipo y condición, también y sobre todo por la intelectualidad de la época -por poner un ejemplo, por personajes como Eugeni d’Ors, quien coincidía con él en las principales tertulias barcelonesas–, era respetado por el mundo político republicano y catalanista, era un gran conocedor de las corrientes filosóficas de la época. Mirando su perfil psicológico, a pesar de una cultura autodidacta -su escolaridad no duró más allá de los diez años -, podía ser considerado un superdotado carismático, un líder natural, un primun inter pares. Eso lo convertía también en un escéptico. En contra de la opinión mayoritaria, fue de los primeros a detectar que la Revolución Soviética era una farsa, basada en lo que el sociólogo alemán Robert Michels definió disparadamente como la «ley de hierro de la oligarquía», según la cual cualquier grupo revolucionario que asalta un poder autocrático tendía a reproducir en el nuevo régimen las mismas estructuras políticas y sociales de la opresión anterior. Esto le generó muchos adversarios y críticas entre una militancia joven y radicalizada, sobre todo desde el momento en que la patronal catalana comenzó a apostar por una guerra social que provocó medio millar de muertos entre 1917-1923, y que como Seguí, iba acabando con los militantes más veteranos y carismáticos.
De hecho, su talento político y estratégico lo convirtió en objeto de represión. Fue encarcelado varias veces, entre ellas, prácticamente tres años (1919-1922) en el Castell de la Mola, en Mahón (donde escribió sus mejores páginas), hasta que, regresado a Barcelona, en plena ofensiva de terrorismo patronal, fue asesinado el sábado 10 de marzo de 1923, junto a su colaborador Francesc Comas, conocido como Peronas.
Su asesinato conmocionó a la ciudad. Muchos barceloneses peregrinarán a la esquina de la Calle de la Cadena, en pleno Raval, donde fueron tiroteos. Algunos intercambios dispersos de disparos, junto algunos disturbios fueron reportados el domingo por la tarde. Las autoridades, temiendo un motín, detuvieron a decenas de sindicalistas y cerraron los sindicatos, mandando a centenares de guardias civiles y policías a disolver violentamente las manifestaciones espontáneas. El lunes 12, el entierro de Seguí es clandestino. Ni siquiera permiten que la familia esté presente. Uno de los pocos autorizados para cumplir con los trámites administrativos es su amigo y abogado, Lluís Companys. La CNT interpreta estos hechos como una agresión. La noticia de este «no funeral» corre rápido por la ciudad. A lo largo de la mañana, grupos de sindicalistas recorren Barcelona, encomiando a los barceloneses a cerrar negocios y parar las fábricas. Se desencadena una huelga general. Una gran manifestación se concentra ante el Gobierno Civil. El gobernador, abrumado por la situación, libera a los anarquistas arrestados el domingo y promete celebrar un funeral público para Francesc Comas. El entierro de «Peronas», según los testigos, es apoteósico, con miles de asistentes a la comitiva. Es una especie de entierro sustituto. Pocos meses después, ante la intensificación de la guerra social, un nuevo golpe de Estado, el de Primo de Rivera, inició un sombrío período de dictadura. El hombre muere, el mito comienza. Hoy en día, vale la pena recuperar al hombre y, sobre todo, sus ideas y proyectos.

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