Pietro Gori

Nosotros luchamos, pueblo, por la igualdad ante todo, por la verdadera y propia igualdad, no por aquella mentira escrita en las cárceles de las monarquías o en los muros de la Francia republicana.

Nosotros queremos que todo pertenezca a todos; que­remos que las máquinas sean propiedad de los obreros que las hacen producir, y que sean expropiadas a los actuales patronos, que se enriquecen a costa de las fatigas de los traba­jadores.

Queremos que la tierra, hoy en poder de los viciosos pro­pietarios, que viven en la ciudad en medio del lujo y en ple­na orgía, sea entregada al campesino que la cultiva y la hace fructificar.

Queremos, en una palabra, que todos los instrumentos del trabajo sean poseídos por los trabajadores libremente asociados y que todos los productos naturales y artificiales de la riqueza sean declarados propiedad de todos. Por esto nosotros nos declaramos comunistas. Y desengañamos a to­dos los guiados por el egoísmo a que nos demuestren cómo la verdadera igualdad es posible sin el comunismo, que sin­tetiza el deber y el haber entre el individuo y la sociedad con la vieja e insuperable fórmula: de cada uno según sus fuerzas y a cada uno según sus necesidades.

Pero sin completa libertad no es posible la igualdad com­pleta, como sin verdadera igualdad no es concebible la ver­dadera y propia libertad. El que no posee es esclavo del que posee, como aquellos que dominan políticamente, hasta económicamente tienden a transformarse en los señores de los gobernantes. Y como no es posible efectuar la igualdad sin suprimir a los patronos, desposeyéndoles de todo lo que injustamente detentan, esto es, del privilegio económico que se llama propiedad, tampoco es posible reivindicar la libertad sin eliminar a los gobernantes, aboliendo todo gobierno, que es el privilegio político donde descansa la explotación del hombre por el hombre. Ni amos ni asalariados; ni gobernan­tes ni gobernados. Todos iguales en la libertad; todos libres en la igualdad.

Sin propiedad privada, que equivale a decir sin amos y, por consecuencia, sin la explotación económica, todos los individuos serán económicamente iguales, y esto es el co­munismo o propiedad común de todas las cosas.

Sin gobierno, sin autoridad del hombre sobre el hombre, sin la violencia moral de las leyes antinaturales, sin policías y sin burocracia, todos los hombres serán políticamente libres; esto es, cada individuo tendrá la plena y exclusiva sobera­nía sobre sí mismo y no encontrará quien le impida coope­rar al bien colectivo y podrá obrar espontáneamente según lo reclamen sus intereses individuales: existiendo completa armonía en los intereses de todos. Esta libertad es la Anar­quía, libertad de la libertad. Somos por todo esto, comunistas anarquistas, porque queremos ser verdaderamente libres y completamente iguales.

Nosotros que queremos la liberación de todos los opri­midos; nosotros, que amamos vivamente a nuestras madres, a nuestros hijos, a nuestras hermanas, a las compañeras de nuestra vida y de nuestros dolores, llamamos a la mujer do­blemente esclava, del patrono y del macho. ¡Venid a noso­tros, oh desventuradas!, y peleemos juntos por la redención de todas las miserias, ¡para que entre vosotras no impere la infelicidad!

Os dicen continuamente que nosotros queremos destruir los más santos afectos de la familia. Pero, ¿existe la familia para vosotros, pobres mártires del trabajo del campo, del ta­ller y de la mina? ¿Existe familia para vosotras, jóvenes vendi­das sin amor y por una baja especulación de intereses mate­riales a la prostitución legal del matrimonio? ¿Existe familia para vosotras, hermanas mías, niñas desfloradas en plena ju­ventud por la libidinosidad de un patrón libertino y echadas al medio del arroyo para que os compre las caricias el primer viandante? ¿Existe la familia para vosotras, irresponsables infanticidas, consagradas para el recreo de los elegantes la­drones de vuestra virginidad? ¿Para vosotras, desconsoladas y viejas solteronas, obligadas a una eterna castidad por el es­túpido convencionalismo social que llama inmoralidad a los estímulos imperiosos del corazón y de la carne que no estén controlados en el Registro Civil? Y, en fin, ¿existe la familia para vosotras, prostitutas, instrumentos del placer burgués, que os tuvisteis que vender porque el hambre trituraba vues­tros organismos, en el mercado de las esclavas blancas, para transformaros en entes donde el venéreo y la sífilis habían de surgir para corroerlo todo?

¿Dónde está, mujer dulce y dolorosa, mitad del género humano, vuestra dignidad frente a la bárbara prepotencia del macho?

Esta sociedad inmoral, que se lucra de vuestro producto de trabajadoras y de vuestra belleza; este conglomerado de gentes y de leyes, pudibundas, llenas de sífilis moral hasta los huesos, se atreve a llamarnos renegadores de los más genti­les afectos, porque queremos abolir el matrimonio-contrato de interés oponiendo el pacto libre de los afectos sentidos; porque queremos reivindicar el amor dándole toda su liber­tad, haciendo desaparecer toda esa engañifa a la que se da el nombre de código, y porque queremos abolir la especula­ción interesada y la mentira de la moralidad convencional.

¡Oh, mujer! No hagas caso de la negra calumnia que so­bre nosotros lanzan todos los mercantilistas del corazón y de la conciencia. Ellos viven del engaño y tienen interés en que la verdad que nosotros propagamos no ilumine al mundo como un sol del mediodía.

Nosotros queremos purificar la unión sexual y nada más. Hacerla desinteresada, con la abolición de la propiedad, cau­sa principal de todos los bajos cálculos de interés; hacerla libre, haciendo desaparecer todas las cadenas, morales o ma­teriales, que se opongan al espontáneo y natural desarrollo de todas las manifestaciones.

Proclamar el amor libre no es otra cosa que declarar le­gítima y santa la unión de dos seres para la sublime y moral función de la procreación, que es suprema necesidad para la vida de la especie. Abolir el vínculo civil del matrimonio para sustituirlo por la elección espontánea de dos almas y de dos cuerpos tendentes a unirse por afinidad y por tiempo ilimita­do, no es otra cosa que implantar la familia del amor en susti­tución de la actual familia de los intereses. Es, en una palabra, promulgar la ley universal de la Naturaleza en sustitución de las varias leyes artificiales manipuladas por los hombres en beneficio de los intereses de una clase dominante o de un sexo privilegiado.

He aquí por qué los comunistas anarquistas proponemos el amor libre como la forma natural del goce sexual en una sociedad de hombres sinceramente iguales y completamen­te libres.

Los religiosos dicen continuamente que los anarquistas quieren destruir la religión. ¿Pero tienen los religiosos otra religión que no sea aquella de la propia panza y del propio bienestar material?

Los anarquistas no quieren otra cosa que la completa li­bertad para todos; quieren destruir todos los prejuicios y su­persticiones y proclamar la ciencia maestra y reguladora de la vida. La ciencia, que es positiva y antirreligiosa, emancipará al género humano.

Pero los anarquistas odian la patria, dice la gente tímida; reniegan de ella, debiendo serles querida. Veamos un poco: ¿dónde está la patria para los obreros patrióticamente explo­tados por los patronos hasta el día que quedan inútiles para el trabajo y les dan con la puerta de la fábrica en las propias narices, quedando sin trabajo y sin alimento para nutrir su or­ganismo? ¿Dónde está la patria para el miserable campesino, lanzado por el hambre, obligado a abandonar la tierra que lo vio nacer para ir a vivir al otro lado del Océano, creyendo encontrar amos más humanos que sus queridos (?) compa­triotas? Estos compatriotas generosos. ¡No hay deberes don­de no existen derechos! ¿Qué derechos tiene el proletariado en su patria si no es el honor de defender la tierra que él sólo cultivó e hizo producir y que sólo los ricos consumen? Entre Vanderbild, multimillonario, y su compatriota Lázaro, mendicante, existe tanto de común y fraternal como entre el cam­pesino que se muere de hambre en el bello jardín de la patria y el celestial emperador de la China. Pero sí existe mucho de común entre el campesino español y el pobre proletario de Irlanda, como entre el obrero oprimido en la monarquía itálica y el asalariado de la Francia republicana que hace los experimentos de la pólvora sin humo sobre los pechos de los trabajadores. Existe la comunidad en la miseria, en la ignorancia, en el embrutecimiento y en la inconsciencia de los propios derechos.

Y los gobiernos y los negreros capitalistas, para mejor dominar, se afanan en suscitar odios fratricidas entre los pueblos, por la llamada dignidad de la bandera, o por fútiles cuestiones de nacionalidad. Y el pueblo nunca comprende este juego insidioso que con su sangre hacen todos los po­tentados y patrioteros. Los trabajadores empiezan ya a comprender que sus enemigos no están más allá de esta o de aquella frontera, sino que están en todos los países, en todas las patrias; gobernantes y patronos, prepotentes y parásitos, que extienden de un lado al otro del mundo la camorra policíaca-capitalista, que explota, desangra y oprime la mayor y mejor parte del género humano.

Esta alianza internacional de los explotados y de los opri­midos de todas las patrias en abierta rebeldía contra la coali­gación de los gobiernos y del capitalismo, derrocará todo el viejo orden social a base de opresiones, privilegios y tiranías, instaurando en toda la Tierra una nueva era de amor y bien­estar para todos los hombres iguales y libres.

Y por estas razones, los comunistas anarquistas se decla­ran internacionalistas.

Pero toda esta renovación sustancial y profunda de la so­ciedad humana, sólo es posible merced a una violenta insu­rrección del pueblo contra la violencia legal de los actuales privilegiados económicos y políticos. Aquí parte la necesidad de una revolución social.

Y por esto nosotros somos antilegalitarios y revoluciona­rios.

Y tú, viejo pueblo trabajador, confórtanos en nuestra hu­milde y solitaria obra, con el rugido del león que afila las ga­rras para entrar en pelea; que aún en el furor de la batalla san­grienta oirás cómo, hiriendo el espacio, surge de los pechos de los luchadores este grito, que es un signo de fraternidad y de amor: ¡Viva la humanidad libre!

 

 

 

 

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