Xavier Díez

En 1212 se produjo uno de los episodios más trágicos y enigmáticos de la historia occidental. Un adolescente, pastor de la ciudad de Cloyes, cercana a Orléans, se presentó ante el rey de Francia con una carta que, según él mismo, le había entregado Jesucristo en persona con el encargo de salvar el cristianismo y recuperar Tierra Santa, caída en manos de Saladino décadas antes. El rey no le hizo demasiado caso, sin embargo, la noticia corrió como la pólvora y el incidente generó una corriente de imitadores por el continente. Así, otro niño, Nicolás, de la ciudad alemana de Colonia, consiguió movilizar a miles de adolescentes, algunos hijos de nobles, otros, de campesinos, para perseguir idénticos propósitos. Así que se puso en camino, cruzando los Alpes, hasta llegar a Génova primero, y Roma después, donde el Papa también le dedicó un frío e indiferente recibimiento. Aquella larga marcha, alimentada por otra mucha gente que se le unía por el camino, vagabundos, prostitutas, acabó siendo un infierno de múltiples penalidades. En medio de un oscuro invierno medieval, muchos murieron de hambre, frío, sed o asaltos de bandoleros. Casi ningún niño regresó jamás. Por su parte, Esteban de Cloyes, pasando por azares equivalentes, llegó a movilizar hasta 30.000 niños y adolescentes, según los cronistas, en un trágico periplo en el que los peregrinos arrasaban las cosechas, eran diezmados por el hambre y las enfermedades, y con disputas internas, el grupo menguaba por las deserciones. Finalmente, unos 2.000 llegaron a Niza, donde su fe les hacía pensar que el mar se abriría ante ellos para proseguir su peregrinación hasta Jerusalén. Pasaron semanas sin que se obrara el milagro, hasta que dos mercaderes se ofrecieron a fletar siete barcos que les transportaran a Tierra Santa sin coste alguno. Zarparon aquel mismo verano. Y se esfumaron. Desaparecieron. Se les perdió de vista.

No se supo nada más hasta que, dieciocho años después, un sacerdote que regresaba de oriente, y que afirmaba haber acompañado aquella expedición relató lo sucedido. De los siete barcos, dos naufragaron cerca de Cerdeña y murieron todos los ocupantes. El resto no fue a Palestina, sino que fueron dirigidos hacia. Argel, donde fueron vendidos como esclavos. Algunos de éstos, poco después, fueron expedidos a Alejandría, donde el precio de los cristianos era más cotizado. De la expedición alemana tampoco se sabe gran cosa. Muchos murieron por el camino, otros se quedaron por Italia, la inmensa mayoría no volvió a ver a sus familias. El cuento popular de Europa Central “El Flautista de Hamelín” no es otra cosa que una historia inspirada en este trágico episodio.

Todavía hoy es un misterio toda esa extraña enajenación mental colectiva que llevó a que miles de niños y adolescentes se dejaran arrastrar por las palabras de predicadores itinerantes que les prometían la esperanza de un mundo mejor y la salvación eterna. Efectivamente, la religión tenía un papel importante en esta historia, sin embargo, tiene que haber mucho más para explicar aquella extraña -y fríamente, previsible tragedia medieval-. Algunos historiadores consideran que los cambios económicos –en la propiedad de la tierra, en la mayor productividad del campo, en ciertos excedentes de población– producidos durante la transición entre la alta y baja edad media dejó a muchos campesinos sin tierra. Muchos de éstos pasaban a ser jornaleros itinerantes o vagabundos que legitimaban su fragilidad como peregrinos errantes, sublimando su nulo lugar en el mundo como una misión religiosa, como migrantes sin un destino concreto, haciendo que la esperanza (o la fe) les redimiera de una ausencia de futuro.

Las imágenes de miles de niños y adolescentes entrando por la playa o saltando el muro hacia la ciudad de Ceuta me han hecho pensar en este extraño fenómeno de la huida colectiva, que, mirado en perspectiva larga, no parece tan novedoso ni necesariamente ligado a la globalización. Más allá del oportunismo político del Reino de Marruecos y del uso de los refugiados y la emigración clandestina como arma geoestratégica –Marruecos, como Turquía, extorsionan a la Unión Europea mediante la amenaza del grifo migratorio–, ante duras imágenes, hemos asistido a una total ausencia de rigor periodístico y político para tratar un tema delicado como éste. El sensacionalismo se ha instalado en la cuestión de los menores extranjeros no acompañados, del mismo modo que ha desaparecido la investigación profunda o las propuestas de gestión razonables ante estos problemas. Me gustaría pensar que existe un camino en medio de la ingenuidad suicida de los unos o de la demagogia xenófoba de los otros. La existencia de críos sin familia deambulando por las calles de las ciudades europeas es un problema grave, especialmente para los propios protagonistas de esta historia.

Marruecos, contrariamente a los prejuicios que algunos pudieran tener, no es ningún país subdesarrollado. No pasa por ninguna crisis humanitaria. Probablemente es el Estado más estable de la región norteafricana – con el permiso, quizá, de Túnez–. Incluso la tasa de paro registrada en 2016 es del 9,5%, cerca de la mitad del 16% del estado español. Por su parte, el paro juvenil representa un 22%, que resulta una cifra baja respecto al 39% de España. Es cierto que los niveles de vida no son demasiado comparables, pero la mayoría de los trabajadores españoles que ocupan los peldaños más bajos de las categorías laborales apenas llegan a alcanzar para pagar un alquiler. A pesar de todo, considerar a Marruecos como un país en situación de emergencia y en bancarrota económica y moral es inexacto y responde más a prejuicios propios que a un contraste objetivo. Como explica un interesante informe del CIDOB (el principal instituto de relaciones internacionales de Cataluña) “El progreso de Marruecos es lento, frágil, pero real” (2015), dibuja un país en crecimiento económico constante, tanto en términos absolutos como relativos (una media de un 4% anual), con una expansión constante de la industria –cada vez más sofisticada–, una mejora de las infraestructuras, una expansión en la inversión e importantes cambios en la sociedad que han permitido aligerar la presión demográfica de décadas anteriores. Los analistas, en todo caso, señalan algunos problemas con las excesivas desigualdades internas, una educación mejorable, la persistencia de la corrupción y un problema grave de retención de talento a causa, precisamente, de la emigración. En términos económicos ortodoxos, la emigración siempre resulta una descapitalización problemática. Excepto la referencia a la educación, que en Cataluña funciona bastante mejor de lo que se quejan los tertulianos habituales, todos estos problemas del país norteafricano nos resultan familiares. Por tanto: ¿por qué?, ¿qué es lo que empuja a esta especie de “cruzada de los niños” a la que llevamos tiempo asistiendo?

Porque, efectivamente, resulta inevitable comparar aquel episodio medieval con lo que hoy sucede entre estos miles de niños y adolescentes que tratan de llegar a Europa como su particular Eldorado. Un Eldorado que cuenta con sus particulares predicadores y propagandistas que mienten sobre el progreso económico alcanzado en Europa. Como sucedió hace ocho siglos, una vez aquí se enfrentan a condiciones de vida durísimas, una existencia en los márgenes, delincuencia, tráfico, prostitución y explotación laboral en la economía sumergida. Todo ello nos hace pensar en la miserable existencia de un esclavo medieval. Y aunque una ínfima minoría pueda acabar teniendo éxito (si es que, realmente éste existe), el precio a pagar es un desarraigo permanente, que siempre lleva consigo a problemas psicológicos irreparables.

¿Qué hacer? Lo más razonable sería devolverlos con sus familias, que es, simplemente lo que hacemos aquí con cualquier menor que se escapa de casa. Es lo más humanitario y lo que se exige a las autoridades. Ciertamente, huir de casa no es un fenómeno ajeno en nuestro presente y pasado más reciente. Hasta los años ochenta, ello resultaba bastante común en Cataluña, y a menudo era provocado por tensiones intrafamiliares, el ahogo que suponía la vida en pequeñas comunidades, conflictos entre generaciones o simple deseo de aventura. Las experiencias solían acabar fatal, cayendo, normalmente, en redes de explotación sexual o laboral por parte de desaprensivos oportunistas, como los mercaderes medievales que acababan siendo meros traficantes de seres humanos que pretendían obtener lucro de las esperanzas irreales de personas indefensas.

¿Por qué no regresan? Como podemos leer en algunas crónicas periodísticas, los afectados tienden a justificarse afirmando que las propias familias los empujaban, que no tenían padres u otros testimonios parecidos. Resulta difícil conocer a fondo la verdad cuando no es posible contrastar la información. Es evidente, también, que muchos de los afectados pueden falsear su historia para evitar una deportación que sería contemplada como un fracaso personal ante las altas expectativas que les impulsaron a partir. Sin embargo, las familias marroquíes no son diferentes de las catalanas. Padres y madres de Marruecos quieren a sus hijos como cualquier otro padre o madre, como he sido testigo durante décadas como maestro. Por otra parte, los conflictos entre padres e hijos son bastante parecidos, sino iguales en el fondo, independientemente del origen. Creer lo contrario, y desear cosas diferentes para los niños huidos de su casa en Rabat y los niños huidos de Barcelona o Reus, sí que tiene cierto aroma racista.

Probablemente, el tema es otro. Como la cruzada medieval de los niños, este movimiento de fondo posee un componente de fe irracional. La idea de liberar Tierra Santa sin saber bien cómo, tampoco parece tan diferente como creer que uno se puede hacer rico, tener éxito y vivir como las estrellas que admiras sin saber exactamente cómo llegar hasta allí. El mito de Eldorado, una constante en la historia de la Humanidad, ha dejado millones de cadáveres en el fondo del océano, en las selvas, en los suburbios. Y solamente ínfimas excepciones ven cumplir sus sueños, a menudo a un precio demasiado alto. La capacidad de sufrimiento de muchos de estos niños, adolescentes, jóvenes, que substituyen a sus familias por su grupo de amigos próximos, es solamente explicable por la lealtad profunda a sus compañeros. En este sentido, pienso a menudo en lo que explicaba el historiador Jay Murray Winter cuando explicaba que, durante la primera guerra mundial, los soldados pudieron soportar las condiciones infrahumanas de las trincheras y la guerra tecnificada por el imperativo moral de no decepcionar a sus compañeros de pelotón. Y que solamente este sentimiento impedía hacer lo más lógico: desertar y regresar a casa.

 

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