Manuel García Centeno

Se tambaleaba Meico, ladeando los brazos con tal esmero, con tan delicada destreza que, a semejanza de las cigüeñas en vuelo raso, parecía hacerte imitación perfecta.
Se bamboleaba armoniosamente, oscilando los brazos por no rozar las esquinas. Bajaba la calle de la Feria abajo embalado. Agarrado a su imaginaria “sangla” negra. Recorría las calles articulando un zumbido con los labios apretados; ¡zuuuu!
Creíase feliz, guiando a toda mecha la “sangla” negra, igualita que la de los guardias de tráfico.
Pasó así. Más o menos, de la infancia a la pubertad.
Se hizo con el discurrir del tiempo más sedentario.
Aunque hoy día no elude ponerse a pleno sol, incluso al medio día de un caluroso verano.
Nunca sudaba a pesar de que llevaba chaqueta azul marino de rayitas. Chaleco. Camisa y camiseta.
En verano se dejaba boina. Esa boina sin boliche que él llevaba a ras de cejas.
Se ponía -preferiblemente en verano-, un viejo sombrero de lona. Con el ala delantera alzada. Cual teja izada al viento. Si le bromeaba por su aspecto singular y extravagante, me pellizcaba. Aceptaba mis bromas. Eso sí, él sabía que con que cariño se las hacía.
Se reía cuando se emborrachaba.
Los muchachos le empujaban a los charcos donde chapoteaba los pies. Calándose de agua la suela de los zapatos rotos.
Se animaba saltar charcos, desafiando a los muchachos.
Dejaba un pie vacilante en medio del charco. El otro suspendido. Hasta que juntaba los dos y saltaba.
“Mi papá era zapatero, ma guapo, ma güeno era mi papá, murió ayer, guapo y güeno era mi papá, está en cielo”.
Hay días que se ponía tremendamente sentimental. Le daba por contar cosas de su padre. Lloraba. A mí, me emociona, a pesar de las veces que me lo había contado.
Meico tenía la costumbre de coger las colillas del suelo. Las encendía nervioso, daba unas chupadas aceleradas y se volvía de espaldas, eludiéndome.
Volvía a coger otra. Encendía una con otra. Tan nerviosamente que esparramaba la pavesa y las briznas encendidas arremetían sus ropas.
Si le regañaba por dejar en lastimero olvido, el cuidado de su cara. Las légañas orillando sus pestañas. La barba excesivamente abandonada al corte. Me pellizcaba y me decía:
“Casa no hay agua”.

 

 

 

 

Si le mercaba un paquete de tabaco, lo guardaba en el abultado bolsillo de la chaqueta. El cual llevaba lleno de pañuelos sucios, cuerdas, paquetes de tabaco vacíos, colillas, estampitas, del Niño Jesús.
Meico vendía molinitos de papel. Eran artificios que en el aire daban vueltas si éste soplaba y el niño alzaba su mano. Llevaban estos molinillos un alambrito y un palito de caña. De papeles de periódicos y revistas. Cortaba tiras que elaboraba artesanalmente con las manos. El tiempo vino a darnos la razón. Bien podía haber sido él quien inventó Molinos Eólicos.
Vivía en el Barrio de la Rosa. Que ni es rosa ni es barrio. Es una calle que nada más llover se enguachinaba de agua y se embarrizaba.
A Meico le recuerdo bajando a toda marcha la calle de la Feria con su imaginaria “sangla”.
Inclinando los brazos, bamboleante y armonioso.
Se tambaleaba Meico, ladeando los brazos con tal esmero, con tal delicada destreza que, a semejanza de la cigüeña en vuelo raso, parecía hacerle imitación perfecta.
Caminaba por la plaza y llevaba a cabo su magistral e inimitable parodia del reloj. El reloj del campanario de la iglesia, alzaba la manga izquierda. Comprobaba su imaginario reloj de pulsera. Estaba a punto con el de la iglesia. Seguidamente, paseaba paciente. Daba media vuelta a molinete. Sonaban las campanas; el repiqueteo de las horas…” La una, las dos, las tres, las cuatro, las cinco y las seis”. Se reía “es hora”. Daba media vuelta al compás de los brazos; entrelazaba sus manos en el trasero y se echaba a caminar por el lateral de la Plaza. Por la calle Nueva.

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