Manuel Xío Blanco (Mós)

Vivía en una en una cabaña un hombre raro, ruin y roñoso, con la compañía de un burro y un cuervo muy listo y adiestrado. El viejo sólo bajaba al pueblo más cercano, que está a unas 45 leguas, para aprovisionarse de lo más básico. Un día leyó que los tomates, para prolongar su vida, habían sido modificados en su ADN genético de alquimias y con un gran logro (éxito).

Lothar Zimburg, que así se llamaba el “anacoreta de montaña”, se dijo: “ya está, ya lo tengo, voy a basar dieta a base de tomates manipulados genéticamente, porque a huevos algo se me va a pegar y así poder vivir muchos años más”. El cretino de Lothar empezó a comer y consumir tomates compulsivamente mañana tarde y noche. Al poco tiempo su color de piel y su aspecto se fue transformando. Primero, a ponerse de un rosado rubí y, des­pués, pasó a un colorado intenso, tirando al rojo magenta. Como en su choza-cabaña no había ni un triste pedazo de espejo, no se percató que se estaba poniendo como una guindilla, eso sí, muy seca y arrugada a sus cerca de los 80 años. Tanto su burro como su cuervo estaban un poco asustados, ya sólo reconocían al viejo por su voz ronca y aguardientosa, ya que le daba mucho a la caña (aguardiente). Un mal día, por generación espontánea, la caña, con los primeros calores del verano, prendió en aquel pimentón picante rojo magenta y seco, con más arrugas que un mapa del Tibet, y Lothar ardió como una tea de pino resinero, sólo nos salvamos el cuervo y yo. El cuervo, que hablaba por los codos (alas) y yo, que, en mis ratos libres, aprendí morse por correspondencia, le tradujimos a un periodista de investigación, yo, golpeando con mis cascos en las tablas del establo y que él pasó y tradujo a papel esto.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *