Xavier Díez
No hay que poseer grandes dotes proféticas para adivinar que no tardaríamos en ver incidentes por las calles. Lo que se vivó a finales de octubre en Barcelona y otras ciudades europeas podría tener varias lecturas, aunque ninguna que no fuera previsible. Por una parte, un malestar que necesita expresarse catárquicamente, una revancha ante la incompetencia de quienes son erigidos como autoridades y un puñado de falsos negacionistas (personas que realmente son conscientes de la gravedad de la situación, pero que necesitan espacios para expresarse). Por la otra, el oportunismo político, que esta vez se viste del fascismo tradicional con algunos retoques de Bannonismo (por Steve Bannon), mezcla de teorías conspirativas, terraplanismo militante, negacionismo ecuménico junto con el totalitarismo local que suele expresarse mediante la violencia e intimidación.
Sería fácil atribuir las acciones de aquellas últimas noches de octubre a la manipulación ultra. No hay que tener una gran imaginación para pensar que la coreografía sincronizada de roturas de escaparates y saqueos a comercios parecía bastante orquestada, y que la infiltración de «casuals” (ultras con apariencia y atuendo convencional) en movimientos de protesta legítimos han servido de amplificador al fascismo global con acento local. Sin embargo, es obvio que las malas hierbas crecen allá donde descuidamos el jardín.
Ha sido absurda la dejadez de las izquierdas y los movimientos sociales en esta época de incertidumbre. No tiene demasiada lógica participar entusiásticamente en la restricción de derechos y movimientos a cambio de nada. O su abstención ante la peligrosa deriva de una policía fuera de control, que se ha tomado demasiado en serio su papel de maltratadores autorizados, con licencia para humillar. No olvidemos que, ni ha sido derogada la ley mordaza, ni se ha instituido ningún instrumento eficaz para la gente no se continúe empobreciendo (como podría ser una Renta Básica Universal e incondicional o un servicio de trabajo garantizado), ni se ha publicado ningún decreto ley de suspensión de hipotecas o control del precio de la vivienda, y todavía menos se ha impuesto a una clase empresarial obsesionada por el control, la obligatoriedad del teletrabajo. No olvidemos que, con datos del Departament de Trabajo de la Generalitat, sobre una estimación de un 24 % de trabajadores que podrían teletrabajar, únicamente un 8% lo están haciendo realmente. Como vemos, los metros y cercanías en horas punta siguen colapsados, como siempre.
Al final, todo parece reducirse a criminalizar a los jóvenes, a responsabilizar a los individuos y criticar a aquel que se resiste a la mascarilla. La izquierda ha desertado de sus obligaciones y ha apostatado de sus principios ideológicos. Y es aquí donde surgen oportunidades para el populismo más autoritario. Par rematarlo, el gobierno catalán, desmantelado a causa de la represión de la monarquía, aún parece el alumno más aventajado a la hora de reprimir libertades.
Todo ello ofrece un panorama deplorable, en el que nadie parece tener ideas, principios, paciencia o moral (en ambos sentidos del término). Restringir libertades, además, excita las ansias represivas de quien posee una porra y una gorra de plato. Asistimos universalmente a una intensificación de la violencia policial, probablemente a causa de la sensación de impunidad y a la creencia de que el malestar podría catalizar en estallido social. Pero, ahora por ahora, solamente parece que los frikis (negacionistas) y el fascismo (los oportunismos) saquen provecho de esta situación en las que ilusiones y esperanzas se desvanecen.