Rudolf Rocker

 

Antes de los sucesos de julio de 1936, el Par­tido Comunista en España apenas desempeñaba un papel secundario; contaba con algunos milla­res de miembros y sus aspiraciones fueron siem­pre extrañas para las masas obreras y campesi­nas españolas. Por eso fue tanto mayor la sor­presa cuando el mismo partido que hasta allí había predicado siempre la dictadura del prole­tariado y la toma inmediata de la tierra y de los establecimientos industriales, dio unas sema­nas después de la insurrección de julio la con­signa: ¡Por la república democrática! ¡Contra el socialismo! Entonces declaró Santiago Carri­llo, uno de los miembros influyentes del Partido Comunista de España:

“Combatimos hoy por la república democrática y no nos avergon­zamos de ello. Combatimos contra el fascismo y los invasores ex­tranjeros, pero no por una revolución socialista. Hay personas que nos dicen que debemos manifestarnos en favor de una revolución so­cial y otras que sostienen que nuestra lucha por la república demo­crática es solamente un pretexto para velar nuestros propósitos reales. No, no practicamos ninguna maniobra táctica, ni tenemos ningún pro­pósito secreto contra el gobierno español y la democracia mundial. Combatimos con plena honradez por la República democrática y no hacemos hoy ningún intento en favor de una revolución social, y esto se aplicará por un largo período después de la victoria sobre el fascismo”.

La Guerra Civil española trajo, también, descubrimiento en las iglesias y conventos de imágenes como esta.

 

Este cambio repentino y asombroso de acti­tud del Partido Comunista de España no tenía al comienzo ninguna significación, pues su in­fluencia no iba más allá del pequeño número de sus propios miembros. Pero cuanto más lo­graron los agentes de Stalin afirmarse,  con la ayuda   de  las   embajadas   rusas   en  España,   en diversas   instituciones   importantes,  y   practicar desde  allí  su  trabajo celular  secreto  contra  la revolución, fue una declaración de guerra direc­ta contra  la transformación   social  que  había emprendido el proletariado español de todas las tendencias, a iniciativa de la C. N. T., poco des­pués  del estallido de la  insurrección fascista y fue  dirigida  notoriamente a llevar la  discordia al movimiento constructivo del pueblo laborioso. En verdad, los comunistas no hallaron adhesión con sus nuevas consignas en los sindicatos, que en España tuvieron siempre mayor importancia que los partidos políticos; pero en cambio afluyó hacia ellos una masa de elementos reaccionarios de los cuales muchos habían apoyado la dicta­dura de Primo de Rivera. Así se convirtió el Partido Comunista en punto de concentración de una contrarrevolución burguesa contra el proletariado español, fomentada por los   agentes de Moscú con todos los medios.    La doblez jesuíti­ca del Partido Comunista era tan notoria que el diario C. N. T. de Madrid pudo escribir con ra­zón:

“En una palabra: para el Partido Comunista la revolución está hecha con la ayuda de la contrarrevolución, y la revolución por la contrarrevolución. Y si uno afirma que esto es absurdo, se le re­cuerda que no expresamos aquí la propia opinión, sino sólo la nue­va teoría del marxismo-leninismo auténtico”.

Y Adelante, el órgano del Partido Socialista de Valencia escribió el 1º de mayo de 1937:

“Después de estallar la insurrección fascista, estaban concordes to­das las organizaciones obreras y también muchos elementos democrá­ticos del país en que la llamada revolución nacional, que amenazaba arrojar a nuestro pueblo a un abismo, sólo podía ser resistida por medio de una revolución social. El Partido Comunista, sin em­bargo, combatió esa posición con todas las fuerzas… Por la cons­tante repetición de sus nuevas consignas de la república democrática parlamentaria, mostraron que habían perdido todo sentido de la rea­lidad. Si las capas católicas y conservadoras de la burguesía espa­ñola vieron aplastado su sistema y no podían encontrar una salida, el Partido Comunista les infundió nuevas esperanzas”.

Es innegable que el Partido Comunista de Es­paña había recibido indicaciones para su nueva postura desde Moscú. Sobre las causas de la complicada maniobra no se disponía entonces de claridad y muchos ni siquiera hoy han compren­dido completamente el falso juego. Pero si se tienen en cuenta, sin embargo, todos los deta­lles de las monstruosas intrigas que han practi­cado sistemáticamente los agentes de Rusia todo el tiempo en España, la respuesta a ese inte­rrogante no sería del todo difícil.

La Revolución Española había adquirido des­de el comienzo un carácter que no podía ser grato, en ninguna circunstancia, a los gober­nantes del Kremlin. Refutó de manera comple­ta el mito de la dictadura como etapa de tran­sición al socialismo y mostró que la justicia so­cial podía prosperar del mejor modo allí donde podía echar raíces en la libertad de pensamiento y de creación y desarrollarse sin tutelas burocráticas. Una victoria de la Revolución Espa­ñola no solo habría asestado el golpe de gracia al fascismo, sino que desalojaría de su posición, junto con él, al hermano gemelo, el bolchevis­mo, y habría demostrado que la llamada dicta­dura del proletariado sólo servía de hoja de pa­rra a nuevos gobernantes para encubrir y justificar una nueva y peor forma de tiranía. Pero esto quería impedirlo Stalin bajo todas las cir­cunstancias, pues tal reconocimiento habría des­truido despiadadamente la creencia en su infa­libilidad. Muchas aberraciones del momento, perpetradas por los agentes de Stalin y sus adep­tos españoles, revelan tan sólo su verdadero sen­tido cuando se comprende su causa y se reco­noce el porqué.

A estos fenómenos pertenece ante todo el abandono incomprensible del Frente de Aragón, que pertenecía a las posiciones militarmente más importantes en la lucha contra las tropas de Franco. Como los fascistas lograron ya des­de el comienzo dominar en Zaragoza, Huesca y Teruel, existía el peligro, si podían agrupar de­bidamente sus fuerzas en el norte, de lanzar desde allí el ataque contra Cataluña. Pero si Franco lograba abrirse camino hasta la costa del Mediterráneo, quedaba decidido el destino de la guerra civil, porque en ese caso Madrid y las partes interiores del país serían cortadas de Cataluña, lo que ocurrió realmente más tarde.

Poco después del estallido de la guerra, el gobierno republicano no estaba realmente en condiciones de conjurar ese mal, pues no tenía a disposición grandes reservas de armas. Esa fue también la causa de que pudieran ser con­quistadas San Sebastián e Irún por los fascis­tas, a pesar de su valerosa defensa. Pero des­pués, cuando el gobierno fue abastecido con ar­mas desde Rusia y México, no había ningún mo­tivo para el incurable abandono del frente ara­gonés, y toda persona con algo de visión tenía que reconocer que aquí había una intención secreta. Tan sólo si se ve claro que todas las ma­quinaciones de los agentes rusos y de sus alia­dos comunistas en el país estaban calculadas desde el comienzo para socavar el desarrollo de la revolución social con todos los medios, se ex­plica también este enigma.

Las formaciones militares más importantes de Aragón estaban en manos de la C.N.T. y la F.A.I. y Stalin no tenía naturalmente nin­gún interés en proporcionar, a ese baluarte de la transformación social, las armas que necesitaba con tanta urgencia. El que con ello ponía en peligro la situación general del modo más grave, no causaba ningún escrúpulo de conciencia al dictador ruso, que poco después concertó su pacto con Hítler, siempre que favoreciese sus propósitos secretos. No existe, por eso, la menor duda de que sus agentes en España empleaban todos los medios posibles para impedir envíos de armamentos a Aragón. Sin el embargo de las potencias occidentales, ese juego infame no les habría dado nunca resultado.

Las causas de este boicot silencioso tuvieron que verlas claramente los hombres de la C.N.T., tanto más cuanto que los agentes de Moscú practicaban su malevolencia cada vez más a la vista. Así escribió Miguel M. Guillén, uno de los jefes militares de la C.N.T. en Aragón, el 22 de mayo de 1937:

“¡Enviadnos armas, tanques, aviones, etc., y todo Aragón será nuestro! ¡Menos cábalas y más comprensión de la situación actual! ¡Menos política y más disposición para la acción y Huesca, Teruel y Zaragoza caerán en nuestras manos! ¡No podemos soportar más tiempo el estar condenados aquí a la inactividad involuntaria! Y es más imposible para nosotros admitir tranquilamente los ataques ar­teros de ciertos círculos que nos reprochan la inactividad, aunque les   son   bien   conocidas   las   verdaderas   causas.  ¡Menos   intrigas   y   más imparcialidad!”.

Fueron principalmente esas causas las que habían movido a la C.N.T. y a la F.A.I. a ingresar en el gobierno de Largo Caballero, don­de tenían la única posibilidad de fiscalizar la distribución imparcial del material de guerra. Pero también ese gobierno era demasiado inde­pendiente para los adeptos de Moscú, pues Lar­go Caballero mismo había reconocido cuál era el objetivo a que se llegaría, si no se ponía coto a esas maquinaciones. Por eso no descansaron hasta que el gobierno de Largo Caballero fue reemplazado en mayo de 1937 por el gabinete de Negrín, que no se atrevió ya a resistir en absoluto a las desvergüenzas de Moscú y se con­virtió en ejecutor de todos los atentados incu­bados en el Kremlin. La inaudita provocación de los agentes de Stalin, que condujo en mayo de 1937 a los acontecimientos sangrientos de Bar­celona, mostró claramente que los representan­tes rojos de Loyola no vacilaron siquiera en desencadenar en medio de la guerra contra Fran­co y sus aliados alemanes e italianos una nueva guerra civil, para favorecer los designios secre­tos de Stalin.

El resultado de los acontecimientos sangrien­tos de Barcelona fue un saldo de más de 500 muertos y 1.500 heridos, que deben anotarse ex­clusivamente en la cuenta de Stalin. En el mis­mo momento cayeron por mano asesina toda una cantidad de personas singularmente odiadas por los agentes secretos de la Cheka, entre ellos Camilo Berneri, uno de los cerebros más sutiles del movimiento libertario de Italia, un hombre de carácter irreprochable y de gran visión polí­tica. Berneri había huido de Italia después de la toma del poder por Mussolini. Lo he cono­cido personalmente entonces en Berlín y recibí de él la más profunda impresión. Después de la insurrección de Franco, se dirigió inmediata­mente a Barcelona y contribuyó a organizar la primera Columna Italiana contra los fascistas. Berneri fue uno de los primeros que captó ple­namente las burdas maniobras de Stalin y des­cubrió sin piedad en un artículo, Burgos y Mos­cú, en el periódico por él dirigido Guerra di Classe, todo el juego de intrigas de los hombres del Kremlin. El representante del gobierno ruso en Barcelona había protestado entonces ante la Generalidad de Cataluña, y Berneri tuvo que pagar su atrevimiento con la vida. También fueron asesinados de manera cobarde el anar­quista italiano Barbieri, Domingo Ascaso, un hermano de Francisco Ascaso, el más fiel amigo de Durruti, Alfredo Martínez, secretario de las Juventudes Libertarias de Cataluña, y un nieto de Francisco Ferrer, que acababa de regresar del Frente herido de gravedad.

Todo el papel que desempeñó Rusia en la guerra civil española desde el comienzo fue la traición más escandalosa que se haya hecho ja­más a un pueblo libre. Parece justamente un milagro que, a pesar de las intrigas infinitas y de las maquinaciones de los agentes rusos y de sus instrumentos en el país, tuvieran que trans­currir casi tres años antes de que fuese domi­nada la heroica resistencia de los españoles. Ello bastaría para reconocer toda la grandeza épica de esa lucha y el espíritu que animaba a aquel pueblo. Tan sólo cuando la caída de Bil­bao puso a Franco en situación de concentrar sus tropas y de emprender, en diciembre de 1938, su gran ofensiva contra Cataluña quedó sella­do el destino de España. Después de la caída de Barcelona, se defendió Madrid todavía un tiempo con heroica decisión, pero cortadas to­das las relaciones con el mundo exterior, ese empleo de las últimas fuerzas sólo podía pos­tergar por algunos meses más el desenlace, no evitarlo.

Pero el fin de la guerra civil española fue sólo la introducción a una catástrofe mucho mayor de alcance internacional. La derrota de Franco habría asestado un golpe mortal al fas­cismo en Europa y habría podido provocar un giro completo de la situación mundial. Al de­jar sucumbir al pueblo español fríamente, se destruyó el único dique que podía impedir la segunda guerra mundial. Las palabras proféticas de Alejandro Herzen: “¡No habéis querido la revolución, ahora bien, tendréis la guerra!”, encontraron nuevamente su confirmación. En verdad la guerra civil española era sólo el pri­mer acto sangriento de la segunda guerra mun­dial.

Esto lo reconoció también Max Nettlau. El azar quiso que, al estallar la guerra civil, se encontrase de visita en casa de sus viejos ami­gos, la familia Montseny, en Barcelona, y vivió los primeros acontecimientos. También cuando unos meses después regresó a Viena para con­tinuar su trabajo, siguió con atención febril los sucesos de España. Nettlau tenía una preferen­cia especial por nuestro movimiento español, cuya historia de sacrificios conocía como nin­gún otro. Sabía por eso muy bien lo que, en consideración a la situación peligrosa de enton­ces en Europa, dependía de la victoria o la de­rrota del movimiento español de la libertad. De sus cartas de entonces a mí se desprende lo pro­fundamente que le afectaba cada nuevo progre­so de los ejércitos fascistas. Como conocía de­masiado bien el descenso espiritual del movi­miento obrero en todos los países, sabía que España, por ese lado, no tenía nada que espe­rar y que estaba por completo a merced de sí misma. Yo acababa de enviarle la primera edi­ción americana de mi libro Nationalism and Culture y me respondió en una larga carta del 28 de febrero de 1938. El texto completo de la misma lo he publicado en mi libro Max Nettlau. El Herodoto de la anarquía, que apareció en 1950 en México. Por eso menciono aquí sólo algunos pasajes característicos, que son típicos de su juicio de entonces sobre la situación en Europa.

“He trabajado en todo el desarrollo de la humanidad y he visto lo lentamente que van las cosas. ¿Cómo habrían podido ir más veloces en los doscientos años apenas del último período? Faltaron precisamente las fuerzas. La técnica puede multiplicar fuerzas mecánicamente; el reclame “beurreur des cránes”; el fanatismo puede también llevar de la nariz a millones, pero las fuerzas espirituales y éticas valiosas no se producen tan mecánicamente. La naturaleza no se orienta tampoco hacia algo así. Se tienen enormes campos de malezas, pero no campos de orquídeas. El telescopio y el microsco­pio en los siglos XVI y XVII no hicieron a los individuos ni a la masa más despiertos que los récords de la actual técnica de la ve­locidad. Los campos de patatas y de cebada no podían dar repen­tinamente rosas, porque hubiese sido más hermoso, y tampoco surgió de las masas un verdadero socialismo, porque habría sido así ético, racional y hermoso. . . La historia del espíritu es también historia natural, y en ella hay catástrofes; como cuando las ratas salen de las cloacas, así lo han hecho las fuerzas fascistas devoradoras, y se fue infinitamente imprudentes (en la manía proletaria de grandezas) para dejarles roer las rejas de las cloacas. Ahora devoran como lan­gostas la tierra árida y vuelven a azuzar a los hombres como lobos. Se ha malogrado y se ha echado a perder infinitamente mucho, y como apenas es alguien lo suficiente honesto para confesar eso, y cada cual sigue cultivando su vieja col y moliendo su propio heno, no se advierte un fin.

“Usted ve (y su folleto recibido de Freie Arbeiter Stimme anali­za esto bien (2) que dentro del supuesto socialismo se está casi siempre frente a enemigos; el otro es siempre comunista, trostkista o estropajo… Magníficos comienzos en 1936 en España y ciertamen­te no perdidos, pero, así como la helada destruye a menudo la flo­ración del manzano, el descenso socialista general impidió allí el desarrollo, como usted sabe.

“El socialismo ha perdido en todas las condiciones aquel senti­do actual: la casa entera, la tierra entera arde, y el que se queda al margen y se entrega a otras cosas, también al socialismo, no coopera y se vuelve dañino, como en la epidemia, en la inundación, en toda catástrofe. Poner la causa de la clase en lugar de los sectores progresistas de la humanidad, eso fue la locura, la manía de grandezas, y condujo al marasmo actual”.

Nettlau tenía motivos de sobra para estar decepcionado, pues lo expresado correspondía con la realidad. Había en todos los países pequeñas minorías que se pusieron de todo corazón al lado de la gran lucha del pueblo español y que intentaron hacer lo que podían. Pero las ma­sas de las grandes asociaciones sindicales y del movimiento obrero socialista de Europa no se movieron ni se levantaron. Si hubo alguna vez un acontecimiento que habría debido sacudir pro­fundamente al proletariado organizado de todos los países y llevarle a la mediación, era la lucha desesperada de sus hermanos laboriosos en España contra una horda de asesinos e incendiarios militares que, con desprecio cínico de to­dos los derechos humanos, llevaron la guerra al propio país para someter por la fuerza al yugo del fascismo a un pueblo que se había liberado hacía cinco años de la tiranía de la monarquía liberal.

El enemigo contra el que se defendía el pue­blo español era el enemigo del proletariado or­ganizado de todos los países. Nadie podía abri­gar dudas al respecto, pues la completa repre­sión de los sindicatos y del movimiento socialis­ta de todas las tendencias en Alemania e Italia, la destrucción brutal de sus numerosas institu­ciones y la anulación de sus conquistas funda­mentales eran un ejemplo que habría debido abrir los ojos a los trabajadores de cada país. Asimismo, todo individuo que no hubiese sido atacado repentinamente de ceguera tenía que reconocer que ese retroceso a la barbarie fran­ca iba a conducir ineludiblemente a una nueva guerra mundial, tanto más cuanto que la situa­ción general de Europa se había agudizado en tal grado que era de temer lo peor.

No solo para el pueblo español, sino para los demás pueblos estaba puesto todo en el jue­go, y eran justamente las capas trabajadoras de todos los países las que iban a ser alcanza­das más gravemente por la nueva catástrofe. Una acción unánime del proletariado de las na­ciones no alcanzadas aún por la peste del fascismo era el imperativo de la hora y habría podido obtener grandes resultados.

Un poderoso movimiento internacional de pro­testa contra el embargo, asociado a un boicot de las grandes entidades sindicales contra el abastecimiento de los Estados fascistas con ma­terial de guerra, con todos los medios de pre­sión económica que estaban a disposición del proletariado, habrían podido tener entonces con­secuencias inestimables. Un movimiento de esa especie del proletariado de todos los países no solo hubiese prestado al pueblo español un apo­yo eficaz, sino que hubiera podido sacudir tam­bién la conciencia de los pueblos contra el peli­gro amenazante de una nueva guerra mundial y les habría podido mostrar que no se podían juzgar los acontecimientos revolucionarios de Es­paña desde un punto de vista estrechamente partidista, sino según su decisiva significación para el destino de Europa y del mundo entero. Esa manifestación de la solidaridad internacio­nal era, frente a la situación total, precisamen­te, un deber del proletariado universal. El hecho que no se hiciese siquiera un ensayo en ese sentido y que se permitiese tranquilamente que fuese entregado, despiadadamente, un pueblo va­leroso, que defendía su libertad con el empleo de todas sus fuerzas, al aplastamiento sangrien­to por una horda de verdugos brutales, fue una negligencia inconsciente por la cual tuvo que pagar después con creces el proletariado de to­das las naciones.

Esto era lo que opinaba Nettlau cuando ha­blaba del descenso socialista, cuya influencia paralizadora hizo incapaz al movimiento obrero para una acción seria. Sin esa decadencia espiritual, el vacío dogmatismo bolchevista no ha­bría podido encontrar nunca tal difusión interna­cional y falsear todos los principios originarios del socialismo. Donde se paraliza el espíritu y los pensamientos se vuelven rígidos, comienza el reino del fanatismo, alimentado con consig­nas vacías, que hace de la ceguera una virtud. Ante la estridencia de la máquina de propagan­da enmudecen todas las consideraciones huma­nas, la razón se vuelve absurdo, la mentira ver­dad y todo impulso hacia la libertad un prejuicio burgués. Lo que resultó de esa transmuta­ción funesta de todos los valores, lo vemos hoy. En España, un pueblo valeroso había entrado con resolución heroica por el camino de un nue­vo porvenir, que hubiese podido conducir al au­mento del desarrollo socialista de Europa; mas no se vio, no se quiso ver y se avanzó a tientas en nefasto deslizamiento hacia el abismo que se había abierto.

Una acción decidida del proletariado europeo habría hallado seguramente también eco en el movimiento obrero norteamericano; pero como allí no se hizo nada, tampoco aquí había que esperar algo más. Como pequeña minoría, hici­mos lo que estaba en nuestras fuerzas; pero no pudimos lograr que se quebrase la indiferencia de las grandes masas. Tuvimos algún resultado en nuestros propios círculos y también más allá de ellos, pero con ello fue poco alterada la situación general.

Ya que hablo justamente de nuestra actividad de entonces, tengo que mencionar aquí a un hom­bre que será inolvidable siempre para los camaradas de este país. Hablo de Maximiliano Olay, un compañero español, que trabajó con mucha actividad en aquel tiempo. Olay nació en una pequeña población cerca de Oviedo en 1893. Sus padres eran pequeños campesinos pobres y en­viaron al hijo a Cuba, cuando apenas tenía quince años, con un tío rico. Pero las relacio­nes entre el tío y su sobrino no fueron precisa­mente buenas y empeoraron todavía cuando el joven hizo al tío preguntas a menudo muy in­tencionadas sobre la Iglesia, la vida de los obre­ros de las plantaciones, etc., de manera que el tío consideró conveniente enviarlo a un amigo en Tampa, Florida, donde aprendió el oficio de cigarrero.

En su mayoría los obreros en la industria tabacalera eran españoles que emigraron a los Estados Unidos, trasplantando también a ese país algunas de las costumbres usuales en su oficio en España. A ellas pertenecía el hábito de ocupar un lector, que les leía durante el tra­bajo libros y artículos de revistas. De ese mo­do conoció Olay por primera vez ideas entera­mente nuevas, que admitió con entusiasmo, por­que, según su naturaleza vivaz, era accesible para ellas. Un día leyó el joven un artículo del periódico anarquista Tierra y Libertad, que apa­recía en Barcelona, artículo que produjo en él profunda impresión. A pedido suyo, se le dejó el periódico después de la lectura, en el que en­contró anunciados diversos escritos de Anselmo Lorenzo, Ricardo Mella, Pedro Kropotkin y otros. En la biblioteca española de Tampa pudo pro­curarse algunos de esos escritos, entre ellos una traducción española de La conquista del pan.

Para Olay comenzó entonces un período de estudios apasionantes, y como estaba intelectualmente bien dotado, se inclinó pronto a la causa del socialismo libertario, a la que dedicó desde entonces toda su vida. En poco tiempo se con­quistó un nombre apreciado en el movimiento libertario. Trabajó activamente en el sindicato de los tabacaleros españoles de Tampa y des­pués en Nueva York y se hizo colaborador de un gran número de periódicos y revistas espa­ñoles como Fiat Lux, Tierra y Voluntad, de Cu­ba; El libertario, de Madrid; La Revista Blanca, de Barcelona; Cultura Obrera, de Nueva York, y fue durante un tiempo redactor de Cultura Proletaria. También colaboró en los periódicos de lengua inglesa The Road to Freedom y Freedom, de los Estados Unidos. Sus artículos aparecían en parte con su nombre, en parte con seudóni­mos como Onofre Dallas, Emilio, Juan Escoto, etc. En 1933, apareció en la editorial Covici-Friede de Nueva York su escrito Spain swings to the Left, un buen resumen sobre la situación de entonces en España.

Al estallar la guerra civil española Olay re­sidía en Chicago, donde se estableció en 1919. Vivía allí de trabajos de traducción y como pro­fesor de idioma español, e instaló una pequeña oficina de traducciones, que le aseguraba una modesta existencia independiente. En Chicago participó con actividad en trabajos del grupo Free Society y actuó frecuentemente como ora­dor en el Forum del grupo. Me encontré con él a menudo en mis viajes y pasé algunas horas gratas en su casa hospitalaria, en su compañía, la de su mujer Ana y la de su hijo Lionel.

Después de la rebelión desarrolló Olay una actividad febril para ayudar a sus camaradas de lucha en España. Cuando el Comité Nacional de la C.N.T. abrió luego en Nueva York una oficina permanente, Olay fue encargado de su re­presentación en los Estados Unidos, y, aunque era ya un hombre gravemente enfermo, aceptó la tarea. Abandonó la familia, la casa, su trabajo en Chicago, se dirigió a Nueva York y se dedicó por entero a su pesada labor. Para contrarrestar los informes tendenciosos que eran lanzados por los fascistas y comunistas en los grandes diarios americanos, fundó Olay un pe­riódico de información en lengua inglesa, dirigi­do excelentemente por él. Muchos de sus informes fueron insertados por los periódicos libera­les y también por publicaciones universitarias. Anudó relaciones en todas partes donde se ofre­cía una posibilidad de ejercer una influencia cualquiera en la opinión pública. El buen Olay ha cumplido honradamente su deber y regresó a Chicago cuando no había nada que salvar en la situación de España.

Yo estaba justamente en Chicago en su ofi­cina cuando los diarios norteamericanos anuncia­ron la caída de Barcelona. Olay quedó como petrificado y dio la impresión de un cadáver. Me miró fijamente en los ojos y no pudo articular una palabra. Le acerqué con rapidez una silla, en la que se dejó caer y sollozó en silencio. No olvidaré nunca el cuadro. Era como si hubiese estallado la última cuerda en ese corazón heri­do. Lo volví a ver una sola vez, cuando estaba ya en el hospital. Tenía un aspecto lamentable y sentí que ninguna intervención médica podía ser de utilidad. Olay era físicamente un hom­bre débil, en el que moraba un alma grande. Sufría desde hacía largo tiempo de úlceras en el estómago y el trabajo excitante y febril de sus últimos años tuvo que ser mortal para él. Re­pentinamente se produjo una gran hemorragia interna que le dio el golpe final. Murió el 3 de abril de 1941, antes de haber cumplido los 48 años. Con él desapareció un cerebro claro y al­tamente dotado, un hombre de rara grandeza de carácter. Sus camaradas levantaron después de su muerte un monumento a su memoria y editaron en un volumen sus mejores trabajos con el título Mirando al mundo, para el que yo escribí un prefacio.

La victoria de Franco fue un golpe grave pa­ra el movimiento libertario del mundo entero, aunque la mayor parte apenas sospechó las es­pantosas consecuencias de esa derrota. Desde entonces se precipitaron los acontecimientos. El 4 de abril de 1939 cayó Madrid. El 1° de sep­tiembre del mismo año invadieron Polonia las tropas alemanas. En el breve intervalo de ape­nas cinco meses habían tenido lugar las negociaciones secretas entre Rusia y Alemania, sella­das por el pacto entre Hitler y Stalin. Los re­presentantes de la dictadura del proletariado y del tercer Reich que, cada cual, a su manera, habían contribuido a la ruina de España, se en­contraron. El camino estaba libre; la gran ma­tanza de pueblos podía comenzar.

Desde entonces quedaron los destinos del mundo en manos de una horda de gangsters políticos que no retrocedían ante ninguna traición, ninguna infamia, ningún crimen. “Las ratas habían roído las rejas de las cloacas”, como dijo Nettlau. Lo que se malogró, no podía ser recu­perado nunca. La deuda de sangre con España se pagaba terriblemente. El juego de los intri­gantes de la política del poder había llevado a la perdición a un pueblo heroico, pero sólo para entregar a todo un mundo a la ruina y para convertir países enteros en cementerios. Y to­davía no se alcanza a ver el fin.

 

Notas

1.- La solicitud de esa obra me llegó del todo inesperadamente. La editorial Secker and Warburg de Londres se había dirigido a Emma Goldman para que hiciese ese trabajo, pero Emma aconsejó a los editores que se dirigiesen a mí, pues ella sabía que yo conta­ba con abundante material que en gran parte le era desconocido. Así fue como se me encomendó el trabajo.

2.- 2.- Se   refiere   a   mi   folleto   The   Tragedy   of   Spain, Nueva   York, 1937.

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