Pedro Ibarra

Si los hijos del presente tuviesen el poder de levantar viejas tumbas y llenar de vida los polvorientos restos humanos de aquellos que, por sus delitos fueron ajusticiados, no nos cabe la menor duda de que las condenas no serían de muerte. Aquellas enloquecidas mentes, atormentadas por la inmensa miseria y el aplastante entorno de humillación y oprobio, crearon las enfurecidas y locas respuestas de unos hombres desesperados que, llenos de venganzas los poros de sus cuerpos se autoeligieron en armas de justicia. Centraron sus rudimentarias armas en los cuellos de reyes, presidentes y magnates llenos de poder, injusticias, y desprecios hacia los más espantosamente míseros del pueblo. Aquellos que fueron calificados de “chusma popular”. Hombres con la muerte estampada en sus pupilas y con la obsesión patológica de ser el brazo ejecutor del tirano de turno. Vengadores cuya misión en la tierra era la de eliminar de este mundo a los que tanto daño hacían en él.

Difícil es el poder situarse en aquel entonces y las palabras resultarán poco menos que inútiles e insuficientes. Pero quizás deberíamos desprendernos del clásico patrón imperante para poder razonar unos hechos históricos que en sí llevan implícito la vida y la muerte de aquellos en los que sólo habría que centrar la justicia y sus condenas y no el motivo y la razón que provocaron los hechos; difícil se hará el que la Justicia pueda ver por los dos ojos. De ello tenemos viejas experiencias. Todo ser humano tiene el derecho de defender su vida y de respetar las de los demás. Máxima de origen helenístico que, como la propia vida, tiene varios caminos para andar.

Monstruoso es, y será, el tener que quitar la vida a un ser humano, pero justo es, también, el decir y pensar que si delito es el dar muerte a un semejante llamándole a este asesino y bestia salvaje, lo mismo lo es el hecho de participar en la conversión forjando su desesperación a un tierno niño desde su infancia explotándolo y haciendo de él una bestia repudiable. Ambas cosas son indudablemente salvajes. Y lo son por el hecho inhumano de negarse a acumular indefinidamente todos los dones de la vida, las riquezas, los bienes y los privilegios, incrustados desde siempre entre aquellos que de verdad heredarán la tierra, junto a otros que jamás vieron en sus vidas más que largas jornadas de trabajo, deberes y miseria. Sembrando las malas hierbas que una vez crecidas asustarán al propio sembrador. Situaciones estas de un completo e inhumano vivir, en el que impera el desorden y la injusticia social y que luego, para mayor comicidad, se culpará a la Anarquía de ser sinónimo responsable del desorden, cuando en realidad aparece sólo para denunciar todas las injusticias causantes de los desórdenes. Aparecieron, por estas razones de injusticias, los justicieros Mateo Morral, Angelillo, Pallars, Caserio, Ravachol y otros muchos más que, llevados por su fijeza moral, cometieron aquellos horrorosos atentados. Muchos de ellos fueron inmediatamente clasificados de Anarquistas, aunque muy pocos de ellos lo fuesen, pero, en todo caso, lo que, si fueron sin duda, es “Individualistas”. Y tanto fue así que lo demostraron eligiendo casi siempre una sola víctima, aunque siempre tuvo que ser una víctima principal, y esto es, incuestionablemente, histórico, diferenciándose, como es lógico, del terrorismo fascista, que siempre elige las muertes indiscriminadamente en masa.

Hoy nada es igual, ni siquiera pare cido, lo que se puede ver en este loco mundo, y quizás sea debido a la masificación lo que hace que los atentados sean ahora sus razones o sinrazones unas puras carnicerías de locura, dando a entender que ha sido un numeroso grupo de carniceros, con afilados cuchillos, los que cuartean cuerpos humanos. Explosivos de altísimo poder los colocan en lugares increíbles de imaginar humanamente, y estallan quebrando infinidad de inocentes vidas, que absolutamente no tienen ninguna responsabilidad en sus desdichas y razones, y que, aunque las tuviesen, seguiría siendo una monstruosidad. Hechos tan espeluznantes y repulsivos dan prueba del poco valor que hoy tiene la vida humana, en la que, imitando a los grandes cataclismos naturales, los locos violentos castigan a miles de inocentes, como hacen los terremotos, los huracanes y las inundaciones. Demostrando que hay la misma humanidad en el cielo como en la tierra.

Por todo lo visto y sabido, si comparativamente se pudiese comparar, tendríamos que reconocer que aquellas bestias feroces, aquellos terroríficos terroristas hoy serían angelicales franciscanos con aureola de santos varones repartidores de sopas.

Nos imaginamos que calificativo merecerían estos ejecutores mesiánicos si se hubiesen prolongado en el tiempo, con su tendencia e inclinación asesinando a Hitler o Mussolini, antes de empezar a hacer de carniceros de millones de personas. ¿Cómo los tildaría la historia a estos “terroristas”? Seguramente estarían todos aquellos feroces hombres en los altares de la humanidad por el enorme ahorro de vidas humanas.

Dos mil años hace que la Iglesia Católica moraliza a los viejos pueblos de Europa y cada vez el instinto de bestia es mayor. Otro tanto ocurre con el mahometismo en los países árabes. Algo pues debe de fallar después de este larguísimo tiempo en el que se aumenta lo repetido. Tiempos en los que jamás se han combatido los orígenes de aquello que ocasiona las cosas malas de los seres humanos. Hora pues sería de que todos los gobernantes del mundo acudiesen a clases generosas de Etiología, porque haciéndolo se podría corregir, en el acto, la trayectoria del puñal, desviándolo a espacios sin cuerpos.

 

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