Pedro Ibarra
Hay una pregunta que flota sobre bosques y montañas, y que año tras año se esfuerza por tener respuesta. ¿Por qué se incendian tanto los bosques y los prados? ¿Qué mano, o manos, atizan la yesca que convierte la naturaleza en enormes crematorios? ¿Por qué se carboniza un bien común tan vital como son los bosques? Por la lógica ley del contra peso, cuando una cosa baja otra sube. Cuando unos se perjudican, otros se benefician. Es ello una vieja dualidad que, a pesar del tiempo, sigue vigente inexorablemente.
Espacios de verdor inmaculado, de aliento de vida y de alegría para nuestros ojos, son arrasados y polvorosamente quemados, unas veces por la fatalidad de un negro momento y otras por la despiadada mano del mayor de los depredadores: el hombre. Penosos tiempos los que tenemos que vivir compartiendo la vida con horribles fieras enloquecidas, mil veces peores que los lobos, y sus crímenes atribuidos y reales. Ese descuartizamiento casi diario de los débiles seres, niños, mujeres, ancianos y también los bosques, nos indican que hay algo en nuestra sociedad que no funciona debidamente. Algo ocurre en nuestros cerebros para que aparezca tanto loco endemoniado (como dicen nuestros abuelos). Hechos carniceros tan bárbaros que se hace imposible el poderlos digerir con el pensamiento y la comprensión, algo completamente ajeno en cualquier mente normal.
Puede haber, y hay a veces razones y motivos, para que la razón se pueda perder, pero el cuartear igual que se hace con una res a una mujer o a una criatura, eso sólo es posible dentro del delirante mundo de la droga y sus cómplices. Estamos en un mundo que arrasa los más preciosos dones que recibe el ser humano en su cuna: El sentido común y la humanidad. Debemos, pues, contemplar cómo se destruyen casi diariamente a seres inocentes y a inmaculados y verdosos bosques, tan llenos de vida y de sentido común. Estamos condenados a girar en esta inhumana rueda, que todo lo hermoso y lo racional aplasta; condenados a saltar todos al abismo de la locura sin valle que nos recoja; hijos todos del cuchillo y la yesca, viviremos en la adoración a la señora fortuna, rogándole que nunca abandone nuestros momentos de dicha y de existencia.
Pirómanos, victimarios de placeres artificiales, jefes de estado de espíritu mesiánico, redentor y proveedor, financieros y constructores inmobiliarios con amnesia y ágiles falanges trepadoras, políticos trileros y demócratas maldecidos, sembradores de cien y un credo religioso, vividores del negocio del crucificado, viejo lucro más redondo jamás creado. Todos juntos, verdaderos sostenedores de las economías patrias, bailaran a nuestro lado compartiendo todos la hermosa rueda de la vida, tan llena de humanidad y equidad. Todos estaremos acompañados y abrazados a esta inquieta rueda para poder seguir viviendo, cuyos radios están podridos por nuestros alientos de conformismo y resignación cristiana. Todos seremos culpables del hundimiento moral del ser humano y de la madre naturaleza que lo sostiene. Todo carcomido y asesinado por los animales más estúpidos del planeta, en sus diestras las antorchas de fuego y en sus siniestras los cuchillos.
Lugares de la tierra que no hace mucho tiempo fueron vergeles de verdor, yacen hoy arrasadas sus vidas por las teas incendiarias de pirómanos locos y accidentes de dudosa casualidad, llegando uno a pensar en los lejanos tiempos pasados y en la manera en que se defendían los campesinos de las llamas. ¿Cómo lo hacían para dominar los fuegos? Ellos, igual que nosotros, tuvieron que sufrir sequías y altas temperaturas que asolaron sus bosques y cultivos. ¿Cómo lo hicieron? ¿Quizás los poquísimos incendios que tuvieron que sufrir fueron debidos a los poquísimos habitantes que poblaban las tierras, pues la lógica nos dice que cuanto más habitantes hay, más entre ellos pirómanos se encuentran?
Nos maravilla el pensar de qué manera se pudieron valer, en aquellos tiempos, para evitar y dominar unos incendios que ahora, con todos los medios modernos, no podemos dominar. Incendios satánicos en los Estados Unidos de América y en Australia nos indican que dichos incendios son más frecuentes en los países desarrollados y ricos que en otros que no lo son. Debe de ser el pago, en fuego, por el desarrollo adquirido.
El sendero inexorable de hacha y fuego está arrasando valles y montes, cubriendo de grises cenizas lo que antes eran verdes radiantes.