Josep Pimentel
Acababa de entrar en la habitación. No había dado ni dos pasos en dirección a la librería, cuando vi la araña. Me paré en seco. Al principio sólo vi una mancha oscura en el techo, algo que mi vista detectó de inmediato como una presencia insólita en la estructura de la habitación, algo que no tenía que estar ahí. Después, cuando dirigí la mirada hacia ella, pensé por unos instantes que se trataba de algún objeto decorativo, una lámpara o algo por el estilo. Me recordó fugazmente a la lámpara que hay en el Palau de la Música, no por el color, sino por la forma, por la estructura… Y de pronto me di cuenta, con un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo, de lo que era en realidad.
No era un objeto, era una araña. Todo el proceso mental que he descrito no duró, en realidad, ni un segundo. Seguramente, percibí la presencia de la araña cuando todavía estaba dando el último paso; cuando el pie se apoyó en el suelo, mi mente ya había transitado por todas las fases que he descrito. En realidad, todo el episodio que voy a narrar sucedió en un lapso de tiempo vivido con una agónica intensidad, pero extraordinariamente fugaz, inferior, en todo caso, a los diez segundos.
Cuando comprendí que lo que estaba pegado al techo era una araña, y que además estaba viva, me quedé unos instantes inmóvil, paralizado por el miedo. La verdad es que la llamo araña por llamarla de alguna manera. Digamos que a lo que más se parecía era a una araña. En realidad era un ser monstruoso y de dimensiones descomunales. Ocupaba una buena parte del techo; sus patas se desplegaban en un círculo de metro y medio de diámetro, tal vez más: unas proporciones, en definitiva, más propias de un ser humano que de un insecto. Tenía de araña el color pardo, negruzco, y la estructura anatómica, la situación y tamaño del cuerpo abultado con respecto a las patas. Pero la forma de adherirse al techo hacía pensar más bien en un pulpo, y también tenía de este animal la continuidad un tanto amorfa -sin las articulaciones definidas de los arácnidos-, como si una masa viscosa, orgánica, hubiera sido proyectada contra el techo y se hubiera quedado ahí pegada, difundida en forma radial. Esto me hizo pensar, por una fracción de segundo, que tal vez no era más que eso: un montón de basura, un enorme excremento… Pero la disposición de las patas tenía una siniestra simetría -no puedo precisar el número, pero sin duda era par- y además al final descubrí que el abdomen -ya no quedaba otro remedio que llamarlo así- se encogía y se distendía con un movimiento acompasado, como si estuviera respirando. La quietud absoluta del resto del cuerpo resultaba ahora, por contraste, ominosa y amenazante.
Por unos instantes me quedé inmóvil, incapaz de decidir nada, de iniciar ninguna acción, mientras en mi cabeza se atropellaban una serie de pensamientos cambiantes y contradictorios: el temor a que mi entrada desprevenida hubiera sido detectada por el monstruo, la posibilidad de que éste se estuviera preparando para atacar, de que me vigilara…, la esperanza de que estuviera dormido, o en algún peculiar estado de hibernación, totalmente ajeno e indiferente a lo que le rodeaba. El caso es que al final reaccioné, y me dispuse a retroceder lo más pausadamente posible, sin hacer ningún ruido, sin mover el aire a mi alrededor…
Pero entonces apareció mi hija. Salió del rincón de la librería con la naturalidad y con la indiferencia de los actos más cotidianos. Es verdad que suele jugar en ese rincón, sentada en el suelo con todos sus juguetes, y que dado el día que era, y la hora, yo podía haber supuesto que estaría en casa. Pero la experiencia inaudita que estaba viviendo me hizo olvidar por unos segundos cualquier cosa que no fuera mi existencia esencial, mi integridad física: la parte más animal e instintiva que sólo piensa en como escapar de la amenaza del predador. Pero ella estaba ahí, mirándome desde la indiferencia de sus dos años aún no cumplidos, con la mirada soñolienta, de párpados caídos, que se le pone cuando lleva un buen rato distraída con sus juegos. A veces corre hacia mí en cuanto me ve, diciéndome “¡Papá!” con los brazos abiertos; otras veces, como ocurrió en esta ocasión, su enigmática mente infantil debía considerarme como un elemento previsible, en absoluto excepcional, que no merece ningún tipo de festejo.
Lo cierto es que su presencia, afortunadamente silenciosa, vino a añadir nuevos componentes de incertidumbre y de horror al hallazgo del monstruo. Tengo que reconocer que la primera reacción que tuve -en la línea del instintivo egoísmo al que antes he aludido- fue la de pensar que el movimiento de la niña podía despertar a la araña y desencadenar su ataque. La verdad es que mi cuerpo, mi parte más primaria, quiso escapar. Fue tan sólo un instante, una fracción de segundo, pero durante ese instante pensé en huir precipitadamente, dejando a la niña abandonada a su suerte, a merced de la araña.
Pero el ser humano emergió de nuevo, y ni siquiera llegué a moverme. Toda la maraña de sentimientos, de recuerdos y vínculos que nos unen al mundo y a nuestros seres queridos, se adueñó de mí como un peso terrible, y al cabo de otra fracción de segundo ya estaba temiendo por la niña, temiendo que se moviera con brusquedad, que dijera algo, que moviera una silla o hiciera algún ruido que pudiera despertar al monstruo.
Debo insistir en lo rápidos e inmediatos que eran todos estos procesos mentales. Probablemente no habían transcurrido más de cuatro o cinco segundos desde que entré en la habitación. Yo no me había movido ni un milímetro desde que me detuve en seco al descubrir a la araña. Pero ahora me tenía que mover, tenía que actuar si quería salvar a la niña y apartarla cuanto antes de aquel peligro. Pensé que lo mejor era avanzar, avanzar muy lentamente hasta llegar a ella y cogerla en brazos, y luego dar marcha atrás y echar a correr a toda prisa en cuanto estuviera lo bastante cerca de la puerta.
Empecé a dar el primer paso, y todavía tuve tiempo de pensar que, por fuerza, la niña tenía que haberse dado cuenta de la presencia de aquel ser, esa enorme masa oscura en el techo, casi encima de su cabeza, en donde normalmente no había más que una superficie blanca y diáfana. Pero seguramente -pensé- que la niña, en su ignorancia, no lo ve como una amenaza, se ha acostumbrado a esa presencia y, por lo tanto, ésta debe llevar ahí bastante tiempo, tal vez horas.
Todavía estaba dando el primer paso. La puntera de mi zapato buscaba cautamente el contacto con el suelo, cuando la araña, sin previo aviso, sin ningún movimiento ni alteración que lo anunciara, se descolgó del techo, abalanzándose sobre mí como un enorme péndulo. Creo que se quedó colgada de alguna de sus patas, sujeta todavía al techo por ese estrecho vínculo, mientras que todo su cuerpo giró rápidamente, ofreciendo a mi vista la parte que hasta entonces había estado en contacto con el techo. Todo fue muy rápido, tan rápido que no llegué a sentir horror; no al menos en la proporción que cabía esperar, después del pánico que me había suscitado la sola visión de la araña.
Antes de la oscuridad total, pude entrever confusamente unas fauces vellosas, oscuras, y una carne repulsiva, como la de un molusco.
Estaba mirando a la niña cuando el monstruo se descolgó. Lo último que pensé fue que la niña lo miraba todo -incluso el ataque del animal- con indiferencia, con total naturalidad, y que a lo mejor existía una secreta relación, un vínculo que a mí se me escapaba, entre ella y la araña.
Un terrible estruendo me despertó de golpe de esa agónica pesadilla. Había caído sobre mi cabeza, por segunda vez, la lámpara… el bricolaje no es lo mío…