Xavier Díez
Podría parecer una paradoja. Sin embargo, el cierre de las escuelas ha tenido como irónica consecuencia la exhibición impúdica de las fragilidades del sistema educativo, la constatación cruda del fracaso de lo que llamábamos normalidad, y que no es otra cosa que el fracaso de la institución a la hora de cumplir con uno de sus objetivos fundamentales: hacer del sistema educativo un mecanismo igualador y ejercer de ascensor social.
Cualquier persona que haya ejercido de docente y con una mínima capacidad de observación, constatará que cada aula actúa a menudo como una representación a escala de la sociedad. En este extraño ecosistema de la escuela o el instituto, las tensiones y transformaciones se expresan cotidianamente en términos metafóricos, una clase es como el canario de la mina: ofrece indicios que anticipan los efectos de crisis más frecuentes y profundas que se suceden curso tras curso. O, si lo prefieren, cada centro educativo actúa como sismógrafo que registra el desplazamiento de las placas tectónicas de la sociedad.
Es cierto: el aula, el recinto, la clase posee este componente de laboratorio social que propicia ser el epicentro de polémicas, presiones, esperanzas o frustraciones de grupos enfrentados que buscan en el sistema educativo una herramienta para transformar la sociedad de acuerdo con intereses de grupo. Resulta tentador conocer y controlar un espacio teóricamente organizado y supervisado por el Estado a cargo de especialistas. Los críticos de la escuela se fijan en cierta permanencia de las formas, espacios y metodologías, y, sin embargo, evitan hablar de lo que realmente es importante: la finalidad de la institución. Si en su inicio el sistema buscaba disciplina, obediencia, nacionalización de poblaciones heterogéneas y reproducción social de las desigualdades, a partir de 1945, con la eclosión del estado del bienestar, la situación se transforma y se persigue una voluntad de ofrecer oportunidades de ascenso social con una vocación de igualación social.
La globalización lo cambia todo. También a una escuela que, sola, no puede con una responsabilidad tan grande y que cuenta, además, con el sabotaje de los grupos sociales acomodados que conspiran en contra de la democratización de la institución. Resulta paradójico que, con las cifras en la mano, y hasta finales del siglo pasado, nunca los sistemas educativos habían sido tan cuestionados mientras que, a su vez, se incrementa significativa y universalmente el acceso a la cultura y a la promoción social. Una parte sustancial de las sociedades occidentales asiste a la extensión de los años de escolaridad, conocimientos, capacitaciones técnicas y espíritu crítico, que en nuestro país, además, van ligadas a una democratización de escuelas e institutos. Al fin y al cabo, en términos generales, los docentes suelen mostrar una sensibilidad social un poco por encima de la media de la sociedad.
Sin embargo, antes del 2000, las desigualdades de origen eran manifiestas, aunque, en mi opinión, se podían administrar mejor. La homogeneidad de los sistemas educativos –la mayoría de escuelas e institutos solían seguir lógicas, prácticas y dinámicas parecidas– ofrecían precisamente un trato bastante equitativo respecto a las desigualdades de origen, que si bien se mantenían, a menudo se atenuaban. Había alumnos que carecían de los tan denostados libros de texto (con su componente igualador), a pesar de que podían habilitarse mecanismos para compensarlo (reutilización, solidaridad de las familias,…) También resultaban problemáticos aspectos menos visibles, como la ausencia de espacios adecuados para estudiar en casa, ausencia de armonía familiar u otros elementos que la escuela, con su homogeneidad, tendía a ocultar. Con el paso del tiempo y la modificación de la demografía, con la incorporación de personas de diferentes orígenes geográficos y culturales, con la digitalización, con la eclosión y popularización de actividades extraescolares, con el crecimiento de la precariedad de las familias o el deterioro del mercado laboral, todo ha cambiado, especialmente respecto a lo que destacábamos: la finalidad de la escuela.
Ciertamente, el término “autonomía” se ha convertido en el nuevo mantra neoliberal que está sirviendo para transformar la razón de ser de la institución escolar. Ya no busca igualar, sino ampliar diferencias o rendir culto a la particularidad. Como fenómeno global, de acuerdo con la lógica neoliberal, en nombre de la autonomía, los centros –y los propios maestros– son impelidos a competir unos contra otros. Todo aquello que pueda recordar mínimamente a igualdad u homogeneidad –como el libro de texto– es combatido sin piedad, tildado de conservador o reaccionario. Si antes, un alumno, con sus desigualdades de origen, podía participar en este espacio de relativa igualdad de oportunidades, ahora cada centro se convierte en un reino de taifas customizado, con consecuencias quizá agradables para la estética, aunque terribles para el conjunto. Ahora, como detectamos en el mundo anglosajón, no importan los méritos personales de cada alumno, sino el establecimiento donde ha sido escolarizado. Si a ello sumamos una dinámica de especialización de los centros en función del porcentaje de alumnos procedentes de la última ola migratoria, de barrios modestos o acomodados, ya no estamos hablando de sistema, sino de guetos por razón de clase u origen. De hecho, la mayoría de actores educativos se han dado cuenta que el principal problema educativo de estos últimos años es el de la segregación educativa. Sin ser del todo conscientes, hemos estado construyendo un sistema en el cual, más que reproducir diferencias sociales, estamos diseñando una atomización en la que diversos grupos por razón de origen, cultura, seguridad económica o capital social han dejado de interactuar. De hecho, ni siquiera coexisten. Más o menos disfrazado de innovación educativa, con gran esfuerzo de diferenciación de cada comunidad escolar, estamos creando un mundo basado en compartimientos estancos donde imposibilitar toda empatía, toda idea de comunidad, o como recordaba Tony Judt, refugiándonos en la comodidad de nuestro gueto voluntario, impidiendo así toda discusión política, y, por tanto, impidiendo cualquier alternativa conjunta al orden vigente.
Todo aquello que percibíamos pocos –el mundo educativo vive alienado a causa de estériles discusiones metodológicas propiciadas por una especie de “neoliberalismo progre”–, el confinamiento lo ha expuesto con toda su crudeza. La escuela, desde su capacidad de aislamiento social e institucional, buscaba disimular lo que pasaba. El hecho de que niños, adolescentes y sus familias no puedan estar en las aulas, y que hagan lo que pueden desde casa, ha dejado bien claros todos los dramas sufridos en silencio. Aquí y en el mundo occidental. Cualquier persona que se dedique a seguir debates educativos en la prensa internacional o tenga relación con docentes de varios rincones del mundo podra darse cuenta que éste es un debate global donde coinciden los mismos ingredientes con, en todo caso, pequeñas diferencias a base de especies y condimentos locales. En Cataluña se calcula que alrededor de un 30% de alumnos no se conectan y permanecen “desaparecidos” respecto a la escuela desde que cerraron en marzo. Este dato coincide bastante con la estimación de la pobreza infantil –sobre un 28%, según el Síndic de Greuges–. A todo ello deberíamos añadir, además, las familias (u otros formatos desestructurados, especialmente vinculados a una pandemia de precariedad) que no disponen de los más mínimos elementos para comunicarse con su escuela. Una directora de un centro de Lloret me explicaba que, no es que hubiera alumnos que no tuvieran ordenadores o internet, sino que ni siquiera disponían de enchufes donde conectarlos. Una jefa de estudios de otra escuela de la Costa Brava también me confesaba la imposibilidad de poder comunicarse con familias que no dominaban ninguna lengua indoeuropea. En Salt, se calcula que el 30% de los alumnos viven en casas ocupadas. La miseria invisibilizada nos estalla ante la cara con toda su virulencia.
En el otro extremo, también hallamos otros fenómenos tan interesantes como preocupantes. Existe una parte substancial de alumnos que vive positivamente su confinamiento. Especialmente en los institutos, imbuidos de un espíritu competitivo y en el cual las nuevas generaciones se socializan entre valores morales discutibles, suelen ser espacios inhóspitos. Esto se traduce en que, para muchos, el teletrabajo, la escuela a distancia, se haya convertido en una especie de bendición. El bullying, un fenómeno que no se toma en serio –cada centro actúa de manera incoherente y con cierta obsesión para silenciar los conflictos internos para evitar deteriorar su imagen pública– provoca que el distanciamiento sea percibido maravillosamente. Que algunos alumnos se puedan levantar tarde, que no sigan jornadas estajanovistas o se ahorren las rigideces de lo que antaño denominábamos “normalidad”, permite comprender por qué en países como Estados Unidos el “homeschooling” –la escuela desde casa– se vaya extendiendo imparablemente y se convierta en una alternativa atractiva para muchas familias. En la Cataluña de 2020, por otra parte, no estamos muy lejos de asistir a una epidemia de “hakkikomori”, la reclusión voluntaria de jóvenes y adolescentes en sus habitaciones desertando de la escuela y del mundo. En esta sociedad cada vez más desigual, en esta nueva dimensión de la escuela confinada, nos encontramos con grupos de clases donde algunos alumnos, simplemente, se desconectan para evitar tareas escolares, porque no les interesa, o porque no pueden. En contraposición, otros, por interés propio, son capaces de tragarse horas de documentales de física cuántica y de ampliar por su cuenta los conocimientos del currículum o extracurriculares. El grupo clase actúa, como decíamos, como el canario de la mina que nos indica este crecimiento exponencial de desigualdades, diversificación, individualismo y singularización.
Existen otras cuestiones no menos importantes que podrían apuntar respecto a esta excepcionalidad de consecuencias imprevisibles. El uso de las nuevas tecnologías está sirviendo también para que algunas empresas se enriquezcan con la recopilación de datos –el petróleo del siglo XXI– que pueden servir para crear unos algoritmos que, a su vez, algunas empresas de colocación las usen de manera perversa en el futuro para desestimar candidatos o determinar sus futuras carreras profesionales. Black Mirror no está tan lejos. También hemos asistido a una especie de feria y festival propagandística de escuelas que compinten las unas con las otras digitalizándose por encima de sus posibilidades, haciendo videoconferencias como si no hubiera un mañana (con un porcentaje ínfimo de alumnos conectados) para vender su escuela como producto deseable y ánimo de seducir a las familias con mayor capital cultural. También se ven direcciones que actúan como señores feudales respecto a unos maestros crecientemente proletarizados. Por supuesto, tampoco ha faltado determinado populismo pedagógico que pretende manipular a la opinión pública haciéndoles creer que los docentes están de vacaciones, mecanismo informativo que busca profundizar una negativa dinámica de precariedad profesional. En resumen, todo este confinamiento está sirviendo para amplificar las miserias que hacía tiempo se incubaban en un sistema educativo que, desde la globalización, ha subvertido las finalidades de la institución para entregarse a la anomia moral del capitalismo.
No sabemos cómo será el regreso. Nadie tiene ni idea al respecto, tampoco quien esto escribe. Sin embargo, intuyo que en el mundo segregado que estamos construyendo, la escuela actuará como potenciador y amplificador. La segregación es y será el problema. Y no porque existan actores perversos que se muevan por las sombras, sino porque en una sociedad competitiva que ya no convive, y que aspira incluso a dejar de coexistir con la diferencia, existen beneficiarios (y perjudicados) por este proceso. Al fin y al cabo, la amoralidad de la escuela neoliberal lo que hace es profundizar en la adicción a las burbujas. Y precisamente este extraño período de tiempo en el que vivimos servirá precisamente para ello: para evitar la mínima convivencia que evite sentir que formamos parte de una comunidad.