Xavier Diez
Vivimos una época confusa, en que las viejas categorías no parecen servir para analizar el presente. En el panorama intelectual vigente, en el viejo juego de las ideas que entran en disputa para conseguir interpretaciones hegemónicas de la realidad, recordando a Antonio Gramsci, lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer, y en este intervalo, aparecen monstruos.
Para alguien como quien esto escribe, que recibió una formación académica convencional en una universidad colonizada por el pensamiento marxista, durante las décadas de los ochenta y los noventa, ideas y conceptos como lucha de clase o la misma categoría de clase social empieza a resultar contradictoria con las experiencias personales, la constatación empírica y algunos elementos de la psicología social que no siempre merecen la consideración.
Las clases sociales existen, por supuesto. Lo reconoce hasta Warren Buffet, uno de los financieros más ricos de América, quien reconoció, no sin cierta ironía que “la lucha de clases existe, y la mía la está ganando”. Por eso pienso que, es precisamente entre las clases sociales dominantes donde verdaderamente existe una conciencia de clase, que lleva a estos grupos a actuar de manera reflexiva y organizada, defendiendo sus intereses de manera profesional e inteligente, mientras que aquellos que, aun siendo mayoría, son los perjudicados por el sistema, no actúan, en términos generales, con una mínima coherencia o estrategias reflexionadas. Antes al contrario, buena parte de lo que podríamos denominar “clases populares” tienden a agruparse entorno a “identidades fuertes”, es decir, aquellas que resultan más objetivables y actúan de acuerdo con factores más determinados por el nacimiento. La pertenencia a una nación o una religión, con sus rituales y relatos compartidos es mucho más consistente que una hipotética clase en la que aparecen diversas contradicciones y más antagonismos de los que estuviéramos dispuestos a reconocer.
Existe, para poner un ejemplo que se entienda, una dinámica en los últimos años de individualización y asimilación de los valores dominantes impulsadas desde la última versión del capitalismo. Es lo que explican los pensadores Christian Laval y Pierre Dardot como las nuevas “subjetividades neoliberales.” La idea éxito y fracaso se asocian a las características morales y de aptitudes personales del individuo, mientras que se ignora que son las propias reglas de juego del sistema las que reparten las cartas que hacen triunfar y fracasar a los de siempre, es una creencia que se ha instalado en el subconsciente colectivo de manera poderosa. No hay más que ver los productos audiovisuales de éxito entre aquellos sectores perjudicados por el sistema que presentan una cierta afición a “reality shows”, que indefectiblemente sirven para enaltecer a los escasos ganadores y culpabilizar de sus fracasos (y recrearse en ellos) a los masivos perdedores. Como detalle curioso, sería pertinente recordar que el actual presidente norteamericano, el multimillonario e hijo de una familia de la élite neoyorquina Donald Trump se ganó su popularidad como protagonista de un “Reallity” titulado “El Aprendiz”. En este show televisivo, Trump, considerado empresario de éxito (en realidad un especulador inmobiliario que heredó toda su fortuna, que cometió numerosos errores empresariales, y cuya salvación se debió sobre todo a sus contactos privilegiados) ejercía de “coaching” agresivo respecto de unos concursantes que tenían que hacerse millonarios en poco tiempo montando una empresa con una inversión modesta. Como es lógico, casi todos los concursantes, alimentados más por el entusiasmo que por las posibilidades reales de éxito, fracasaban estrepitosamente. Pero, de todas formas, lo interesante del programa, lo que verdaderamente atraía a la audiencia, eran las diatribas y críticas crueles de Trump, quien se recreaba a la hora de humillar a los concursantes con un sonoro “losers” (perdedores) o “¡You’re fired!” (Estás despedido). En un mundo en el que se ha instalado la ilusión de imitar los patrones de consumo y comportamiento de las élites, la ingenuidad de pensar que uno puede salir de la pobreza por medios mágicos resulta mucho más poderosa que el camino de articular alianzas entre personas para conseguir mejorar la vida mediante luchas colectivas.
Desgraciadamente, las cosas son así. Buena parte de las clases populares no es que no posean conciencia de clase, sino que a menudo no tienen conciencia de sí mismos. Cualquiera con un mínimo de experiencia en el campo de los movimientos sociales, el sindicalismo o la política posee suficientes elementos de juicio para constatar que suele ser una pequeña élite -lo que Marx denominaba la “aristocracia obrera”- la que posee una mínima capacidad de organización, a menudo entre la indolencia e indiferencia de quienes están bajo las ruedas del sistema. Ello conlleva un elevado grado de frustración entre quienes, con las mejores intenciones, tratan de construir un mundo más justo. También resultaba muy frustrante, en mi experiencia como maestro, las dificultades que conllevaba, entre aquellos sectores sociales más modestos, la adquisición de una mínima cultura y educación que precisamente sirve para comprender el mundo y, por tanto, tener más instrumentos para defenderse de las explotaciones cotidianas, como señalaba uno de los grandes pedagogos Lorenzo Milani, o como también defendía el brasileño Paulo Freire desde la Pedagogía del oprimido.
Reconozco que una de las experiencias más frustrantes que tuve fue cuando, a los dieciséis años, estuve trabajando en la cadena de montaje de una fábrica de inyectados plásticos. Aunque ya procedía que lo que podríamos denominar “clase obrera”, observé allí una reproducción, con más saña todavía, de las relaciones de clase entre compañeros de trabajo. Las desconfianzas, prejuicios e incluso la capacidad de aprovecharse de una situación de jerarquía (a menudo tomando la forma de asedio laboral, sexual o simple mala leche) estaban más enraizadas que la solidaridad, generosidad o sentido de la justicia social. Cualquier discurso sobre la necesidad de defender los derechos colectivos era contemplado con suspicacia y hostilidad. El machismo rancio, la presunción sobre el consumo etílico y las proezas sexuales solían ser exhibidas con puntos de exageración en las conversaciones del lunes. La resignación ante la subyugación social y la creencia que un golpe de suerte (la lotería, las quinielas,…) pudieran solucionar mágicamente todos los problemas eran la melodía que impregnaba una existencia sin esperanza. Años después, en buena parte de la literatura anarquista, libros de memorias, artículos de Generación Consciente o Solidaridad Obrera describían situaciones muy similares con décadas de antelación. Es cierto que el movimiento libertario, en base a una ingente labor de propaganda, educación, y el “dar ejemplo” de su aristocracia militante pudo inspirar algunos cambios sustantivos en la cosmovisión de las clases trabajadoras, pero los testimonios de la época también reflejan las tremendas dificultades de combatir una visión retrógrada y reaccionaria de una parte substancial de las clases trabajadoras.
De hecho, buena parte del éxito del capitalismo se debe a la capacidad de jugar con la mentalidad y las ilusiones de los oprimidos. Y el mundo del consumo, que, reconozcámoslo, tiene su justificación en base a la idea de la igualdad social, es decir, que todo el mundo debería tener derecho a gozar de similares condiciones materiales, acaba teniendo consecuencias negativas en una moral pública que no duda, por ejemplo, en cuestionar el descanso dominical con el ansia de un consumismo desaforado y, hasta cierto punto inútil.
Es en estas coordenadas de desmoralización colectiva en la que los movimientos sociales deben moverse. Es entre la contradicción de pretender un mundo más justo entre una mayoría social que ejerce vocacionalmente la anomia social. Es combatir las contradicciones entre justicia social y egoísmo público. Y, sin una base teórica mínimamente coherente (como la construida por el movimiento libertario clásico, entre el último tercio del siglo XIX y el primero del siglo XX) en el que las izquierdas parecen desorientadas. En el que se ofrece una mirada superficial a los problemas profundos y se cae en trampas intelectuales como la de la defensa de las múltiples minorías oprimidas sin ser capaces de dibujar una causa común e integradora desde una mirada global.
Éste representa el reto del movimiento libertario. Ejercer un nuevo esfuerzo durante este siglo para analizar con rigor la realidad social vigente, y ser capaz de ofrecer soluciones, o al menos, marcos teóricos para poder integrar globalmente a los perjudicados del sistema en causas compartidas, fundamentados en un marco moral coherente.