Pedro García
Hubo, en un cierto tiempo, un curioso hombre griego que tuvo por regla y norma observar constantemente a sus prójimos. De ellos aprendió, y construyó, lo más florido de su filosofía sobre la condición humana. Tiempos aquellos que fueron los albores del pensamiento y la sana crítica que trataba de elevar al tosco hombre por encima de su ignorancia y primitivismo.
Hombres de profundas convicciones éticas y morales que, amando a sus semejantes, deseaban para ellos lo mismo que para sí mismos: la limpieza de sus pensamientos, el orgullo de ser hombres y el inmenso amor por todos ellos.
Muy poco de esos hombres nos legó el tiempo, y la antorcha del saber fue mil veces apagada por interesados hombres que, en su inmenso afán de dominio, tensaron o aflojaron la dominante cuerda en los momentos más apropiados, pero lo que nunca hicieron fue soltarla completamente. Sólo los momentos en que las masas dieron tumulto por respuesta, fueron los únicos espacios libres en los que se manifestaron, muchas veces torpemente, el pago de viejas cuentas llenas de injusticias y oprobios. De esas tumultuosas acciones forman parte un sin fin de personas llenas de cuentas pendientes y de fondo justicieros, unido a una inmensa relea de seres desechos por las miserias de las privaciones y las cárceles. Todos estaban unidos por el gran socavón social, gracias al cual también se aprovecharon los más indeseables oportunistas de toda índole que la sociedad genera.
Tiempos felices en los que se consideraban riquezas las virtudes y los dones que poseían los seres humanos y no sus bienes materiales y el inclinado cuerpo. Fueron tiempos en los que lo prioritario y principal fue el ser humano, antes que nada. Tiempos agitados los tiempos de las revoluciones; espacios históricos en el que los deseos de una cosa nueva premiaban todo esfuerzo, por muy grande que este fuese. Tiempos en los que se crearon, y fueron realidad, las cosas más imposibles jamás vistas, cosas que, una vez realizadas, tuvieron como sus mayores enemigos a los más pudientes y privilegiados.
Hoy todo es diverso y el culto a la protesta y la lucha ha desaparecido de nuestro continente. El ser humano sólo desea ser conducido por otros seres humanos. Guiado, seducido y embaucado por los grandes Flautistas de Hamelin, hacen negación de todos los derechos conquistados por otros seres humanos, por los cuales incluso dieron sus vidas para poderlos conseguir.
Tiempos de ganado conducido por el pastor elegido y sus perros secuaces, señores de cuerpos y almas que conducen el ganado a las contiguas cercas y jaulas en donde la libertad es un viejo olvido y la monotonía es dueña y señora de todos los cuerpos. Cercas para habitar rodeadas de espinos en forma de empréstitos y fortunas amortizadas en la tercera generación (si la seguridad de los empleos de estas tres generaciones goza de
continuidad).
Tiempos de bostezo dormilón que impone la pereza, tiempos blancos y blandos de aceptaciones silenciosas, cabezas cabizbajas y sumisas. Ambiente que envuelve a padres e hijos dentro de la más espesa niebla y sonrisas comerciales en los más puros labios fenicios.
Tiempos de horribles hierros torcidos sin gallardos herreros que los enderecen. Coros Nacionales donde no aparecen las voces disonantes que den vida a la polifonía. Todos unidos por el silencio de una democracia con salvia dominante de viejas dictaduras disfrazadas de santa modernidad y de derechos humanos.
Proliferación de jaulas ratoneras que rodean nuestro entorno, asfixiando al dulce pájaro de la libertad. Compromisos, deudas eternas, deberes, obligaciones y robos que ahogan el libre respirar, todo gira y oprime al señor de la creación. Y en donde los derechos adquiridos por luchas, y saboreados por ello, mueren al pie del mendigo por algo que le pudiesen dar por caridad cristiana.
Todos obedeciendo siempre órdenes de cualquiera que las de y órdenes sin preguntas ni respuestas hacen que sea “Tiempos de ganado conducido”.