Xavier Diez
Una de las virtudes del anarquismo consistió en impugnar los convencionalismos sociales de la sociedad contemporánea. Al fin y al cabo, el concepto “Revolución” resulta demasiado estrecho si lo limitamos a la toma del poder o la substitución de un régimen por otro. Pero no, los anarquistas de los siglos XIX y XX no se conformaban con cambiar las relaciones de poder, o derrocar a monarquías, estados o cualquier tipo de tiranías, sino que, como bien afirmaba Durruti, aspiraba a “crear un mundo nuevo en nuestros corazones”.
Ello implicaba un cuestionamiento de las tradiciones atávicas que servían para perpetuar opresiones que, más allá de categorías simples como “clase social”, inundaban todos los ámbitos culturales. Para poner un ejemplo que pueda comprenderse, la familia tradicional, según los primeros teóricos libertarios, no dejaba de representar, a pequeña escala, unas relaciones tóxicas de poder en el que la opresión legal (por ejemplo, de las mujeres o de los hijos) debían ser tan combatidas como las relaciones de producción. Frente a las estructuras patriarcales, en las ideas y las prácticas anarquistas, se imponía, ya fuera como proyecto, ya fuera como realidad, el “amor libre”, es decir, un nuevo tipo de relación igualitaria basada en el pacto mutuo y revocable.
Paralelamente, se denunciaba la hipocresía de los valores burgueses. No tanto en sí mismos, sino por la hipocresía y el doble sesgo de los derechos y obligaciones que suponía. Mientras se predicaba templanza en las costumbres, se recorría a la prostitución, las amantes y la explotación sexual. Frente al discurso cristiano de la castidad, se escondían los abusos. La Novela Ideal, aquella mítica colección de narrativa que editaba la familia Montseny en La Revista Blanca, está plagada de historias en las que, frente al cinismo y la artificiosidad de las clases dominantes, se contraponían propuestas de relaciones más armónicas, igualitarias de los ideales anarquistas. Frente a la hipocresía burguesa, se reivindicaba la sinceridad libertaria.
Como todo, existen matices. El mundo libertario se ha caracterizado por una gran heterogeneidad en principios y praxis. Ahora bien, su interés por lo que denominaban una “moral natural”, es decir, una mayor autenticidad en las relaciones humanas, lo separaba a menudo de la dimensión puritana de un socialismo autoritario con cierta tendencia a imitar a la burguesía tradicional en las pautas de comportamiento.
Mayo de 1968 supuso un punto de inflexión en la manera de revolucionar las convenciones sociales. En otros términos, buena parte de las ideas libertarias (quizá de una manera superficial) se utilizaron como eslóganes con cierta fortuna en la evolución social posterior. No sin cierta confusión conceptual, las concepciones sobre la libertad individual y la liberalización de las costumbres se fue imponiendo en las relaciones interpersonales en el mundo occidental. Del puritanismo que regulaba la experiencia de los diversos estratos sociales, se pasó hacia cierta exaltación del individualismo. La sociedad de consumo, la evolución de los núcleos familiares en la dirección de mayor igualdad entre sus componentes, una educación menos autoritaria implicó unos cambios sociales que desconcertaron a quienes los vivieron y que en la actualidad se han acabado normalizando.
Es esta quizá la consecuencia más perdurable de aquella revolución de la que se cumplió no hace mucho medio siglo. Como historiador, debo confesar que mayo del 68 resultó un fracaso político y económico y un éxito antropológico. Las aspiraciones de una sociedad más justa e igualitaria se frustraron, mientras que las que hacían referencia a la expansión personal, triunfaron. Aquellos que levantaron barricadas en París (pero también en los campus universitarios de Estados Unidos, en Ciudad de México, en Praga) no nos llevaron hacia una sociedad socialista o inspirada en la justicia social, pero sí hacia un mundo mucho más individualista, donde era posible la elección personal. Décadas después, muchos de los protagonistas de aquel estallido primaveral, imbuidos de ideas trotskistas, maoístas o situacionistas fueron quienes dirigieron una globalización neoliberal profundamente injusta, aunque es cierto que destruyeron aquellas convenciones sociales que actuaban como camisas de fuerza en la interacción social. Puede decirse que buena parte de aquellos universitarios progres de los sesenta fueron después los neoliberales de los sesenta que pasaron del amor libre al amor liberalizado.
Ello también conllevaba cierta tendencia a la iconoclastia. Se impuso el tuteo, la informalidad, el trato sincero, la supresión de tabúes. Objetivamente no debería considerarse como algo negativo, sin embargo, se produce la paradoja que mientras existe esta aparente proximidad en el trato, no han dejado de multiplicarse las distancias respecto a nivel de poder, riqueza e influencia. Pasamos de un mundo en el que las formalidades establecían rigidez entre las personas (pero con menores diferencias de clase y renta) a una actualidad en el que existe unas formas de tuteo e informalidad en la que las diferencias de renta y posibilidades materiales se han ensanchado exponencialmente. La manera de vestir, sin ir más lejos, implicaba una lectura de pertenecer a grupos sociales diferenciados, mientras que, en la actualidad, y desde el eclecticismo estético, hoy la clase social se disimula más que nunca en la indumentaria, a pesar de que la brecha de riqueza no ha parado de crecer.
En esta paradójica dinámica, topamos con la cuestión de la corrección política. Para muchos jóvenes de la época, se rompe con las formalidades de la época. Ya no es necesario mostrar respeto o las fórmulas estandarizadas de cortesía o lo que entonces podría considerarse amabilidad. No parecía mala idea. A menudo, bajo las formas, podría esconderse cierta idea de sumisión ante el poder o la autoridad: la de los hijos frente a los padres; la de los alumnos respecto al profesor; la del empleado respecto al jefe. Pero llegó un punto en que la destrucción de las viejas formas no implicó la construcción de otras nuevas. Y que a menudo, la antigua formalidad, la reverencia, se transformó en una especie de irreverencia perpetua, de irrespetuidad permanente.
Pienso en todo esto cuando leo los resultados electorales que convierten a Vox en una fuerza electoral rampante. Cuando la ultraderecha crece y se extiende por todas partes. Cuando un tipo como Trump es el más votado en Estados Unidos y muy probablemente revalidará como presidente con derecho a botón nuclear. Como alguien que dedicó parte de sus investigaciones académicas en el terreno del análisis del discurso, detecto una base común en toda esta ultraderecha heterogénea y no siempre coherente. Pero es fácil apercibirse de un discurso victimista, en la que un colectivo de gente que tradicionalmente ha dispuesto de poder y de capacidad para empeorar la vida de la gente, se presenta a sí misma como víctima ante una evolución social que socava las bases de sus privilegios. Machistas irredentos que se declaran amenazados ante el empoderamiento de las mujeres; creyentes que se ven a sí mismos como potenciales perdedores en un mundo laico; supremacistas étnicos que ven cuestionado su statu quo ante el progreso de minorías raciales; supremacistas nacionales que niegan los derechos de las naciones oprimidas; clases medias y altas, cuadros intermedios, propietarios que se sienten desafiados ante las peticiones de justicia social de la mayoría.
En estas situaciones su reaccionarismo también se expresa mediante la irrespetuosidad, la violencia física, pero también la simbólica. Y asistimos ante la apropiación de un estilo comunicativo fundamentado en la incorrección política y la agresividad verbal. Lo que había sido el patrimonio de los oprimidos (la iconoclastia, la lucha contra los convencionalismos) pasa a ser privatizado por estos grupos que se presentan a sí mismos como agraviados, y que en el fondo reivindican su “derecho” a continuar oprimiendo.
Por circunstancias profesionales he tenido la oportunidad de tratar con una persona que fue vicepresidenta del Parlament de Catalunya, y que ahora debe pasar por un proceso judicial por “haber permitido debates sobre autodeterminación”. Existen grandes diferencias políticas entre esta persona y yo, y a menudo hemos discutido públicamente. Pero me aterra pensar por el calvario personal que tuvo que pasar mientras ejercía sus responsabilidades institucionales. Durante varios años, el grupo de Ciudadanos, un partido político fundado por lo más reaccionario de los residentes catalanes (hasta la irrupción de Vox, era la formación preferida por la policía española y la Guardia Civil, además de tener a varios exmilitares de ideología franquista entre sus filas) se dedicó a incendiar el parlamento y la calle. Manifestándose con la ultraderecha; interrumpiendo los debates parlamentarios, amenazando, vomitando bilis, riéndose de las víctimas de la represión jurídica, y encima, presentándose como víctimas. Como profesor, algunas veces he tenido la desgracia de conocer alumnos con estas actitudes: maltratando a sus compañeros, exhibiendo su fuerza, amenazando, interrumpiendo constantemente, exigiendo ser el centro del universo. Son gente sin la más mínima empatía ni el más mínimo sentido del respeto, ni personal ni institucional. No está de más decir que, a pesar de mis diferencias políticas, el conocimiento de esta situación me ha hecho valorar la importancia de las formas en la conversación política, lo esencial que es potenciar debates fundamentados en el mutuo respeto más allá de las circunstancias.
En cierta manera, todo este reaccionarismo que implica una agresividad contra la corrección política representa el lado oscuro de mayo del 68. Allá donde se rompían convencionalismos para obtener mayor libertad, se ha convertido en una liberalización neoliberal de las costumbres. La retórica agresiva de Trump, o de Vox, contra los vulnerables representan una execrable recuperación del fascismo. La violencia de sus palabras y discursos (y desgraciadamente también, la de los hechos) nos deberían hacer reflexionar sobre la importancia del respeto como necesario recurso en las relaciones entre las personas.
Más que años, décadas como docente, me sirven para empezar a valorar ciertas formas en las relaciones interpersonales, la necesidad de adoptar, a pesar de todo, ciertas convenciones. Quizá es que me esté haciendo viejo. O podría ser que la sociedad está evolucionando hacia nuevas formas de fascismo que requieren maneras colectivas de hacerles frente.