Manuel García Centeno

 

I

Olía a orégano y cominos. A cebollas y ajos. Y era por la tarde. Se iniciaba aquel guisado.

Se ponía al guarrino propiamente dicho, encima de una mesa, se le sujetaba. Y berreaba. Bramaba presintiendo el filo del cu­chillo del que iba a matar. Afilado y de punta fina. Y daba un grito el marrano que sobrecogía a cualquier humano.

Lo bajaban al suelo una vez desangrado. Y lo chamuscaban con aulagas. Chisporroteaban los pelos de cerda del cochino. Junto con las secas ramas de las aulagas, saltaban chispillas y olía a pelo quemado y carne chamuscada.

Las mujeres, las mujeronas arremangadas alzaban los barreños, arrimaban azafates y artesas de un lado a otro.

Los hombres que habían acabado con la matanza del marrano. Y lo habían chamuscao. Y despiezado. Se sentaban. Y en una mesa, le sacaban tapas del guarrino. Y bebían vino cosechero. Ese de dulce embocadura, que ya era de beber. Y de una tinaja sa­caban una jarra blanca. Y se ponía encima de la mesa hasta que se terminaba.

Avanzaba la noche de diciembre y eran más profundos los olo­res. La sangre cocida para hacer las morcillas. Tocinillos fritos para cenar allí mesmo.

En una artesa de madera se aliñaba las especias, la masona de picada carne magra y tocinera. Añadíasele patatas. Algo así, como para que diera más de sí en la despensa, la chacina.

En una máquina artesanal para hacer los chorizos se ponía una larga tripa mojada para ir rellenando, y se cortaba más o menos a la medida deseada para dejar hecho el chorizo. Se ataba. Se colgaba en una vara. Y a colgarlo en el techo.

 

II

Y era cuando más avanzaba la noche a mí más me gustaba. Era de más holganza y cantos. De beber y reír. Tal que si la madrugada diera a todo permiso para hacer jolgorios.

De manera que con una botella de anís. Un tenedor y las ma­nos de una moza. Y dale. Un almirez, daba el repiqueteo, y una zambomba de la tripa del guarrino, y canta que te canta, toca que te toca. Bebían anís las mujeres, aguardiente los hombres y:

«Una teja me llevo de tu tejado

si te llevas la teja

tráemela luego

que me cae una gotera

donde yo duermo.

No se va la paloma, no

se va que la tengo yo.

Si se va la paloma déjala ir

que a su amante le han hecho

Guardia Civil».

Y era así como se iba entrando al día que llegaba por la rendija abierta del postigo de la puerta de la casa donde se hacía la ma­tanza y amanecía un día de diciembre cuajado de sol y salía a la calle dando saltos, porque el vino, el aguardiente y la alegría me llenaban de vida incontenida.

Y un gato en la puerta se relamía la boca con su lengua. Del sabor de algún chorizo que había alcanzado. Y quita miso que voy a dormir.

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *