Miguel Correas

 

Hildegarda de Bingen: La sibila del Rhin/La profetisa teutónica

Hildegarde von Bingen nació, en 1098, en la aldea de Bermersheim, en el Palatinado. Ciudad situada al oeste de la actual Alemania. Bermersheim formaba parte del Sacro Imperio Romano Germano.

Fue una persona muy culta, bastante fuerte (a pesar de su enfermedad crónica) y de una innata rebeldía. Murió el 17 de septiembre de 1179, con 81 años. Fue capaz de sobreponerse a todos los prejuicios de su tiempo y llegar a convertirse, con la única energía de su voluntad y talento, en consejera de papas y emperadores, fundadora de monasterios, autora de libros visionarios y tratados científicos, médica y compositora de grandes piezas musicales. Ya desde muy pequeña tuvo visiones, las cuales le acompañaron durante toda su vida. Su sabiduría, valor y talento sobrepasaron, de lejos, los límites impuestos por la costumbre a su condición femenina.

Hay que recordar que, en la Edad Media, y aún después, había dos únicas opciones para las mujeres: matrimonio o vida religiosa. También hay que tener en cuenta otro aspecto fundamental relacionado con la condición femenina. Los hijos varones tenían sus derechos al llegar a la mayoría de edad, en cambio, las mujeres permanecían de por vida bajo el dominio jurídico y económico de un hombre: padre, hermano, marido o cualquier otro familiar o tutor legal, siempre masculino, en caso de orfandad o viudedad. Las mujeres europeas fueron consideradas jurídicamente perpetuas menores de edad hasta bien entrado el siglo XX. Tanto filósofos, teólogos, moralistas como juristas, mantuvieron durante miles de años el concepto de que la mujer era un ser débil, irracional e influenciable por naturaleza, al que era preciso someter a la eterna custodia masculina.

Una de las bases más frecuentadas por los pensadores occidentales fueron las ideas misoginias de (Pablo de Tarso), san Pablo, para los creyentes. La misoginia eclesial ha sido un punto de arranque para la situación de la mujer a lo largo de los dos últimos milenios. El libro del Génesis ha sido otro elemento básico en dicho comportamiento contra la mujer. El mito de la creación, tal y como lo narra el mencionado libro, sirvió de sustento ideológico a la creencia en su innata inferioridad: Dios creó a Eva de una costilla de Adán. Veamos algunos de los argumentos de Pablo de Tarso en su predicación a los Corintios: “El varón no debe cubrirse la cabeza, porque él es imagen y gloria de Dios; más la mujer es gloria del varón, pues no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón; ni fue creado el varón para la mujer, sino la mujer para el varón”. La mayor parte de las legislaciones prohibían a las mujeres administrar su patrimonio. Durante centenares de años los abades, priores, obispos, arzobispos, cardenales y papas procedían siempre de las más altas capas de la sociedad. Así pues, la situación de las mujeres dentro de la iglesia ha sido y es de entera subordinación y de pobreza respecto a sus hermanos de religión. San Pablo no solo les prohibió ser sacerdotisas y acceder a cualquier dignidad eclesiástica, sino incluso predicar, es decir, utilizar su propia voz.

Se llegó a prohibirles a las mujeres acercarse al altar o tocar los objetos litúrgicos, pues eran seres impuros (menstruaban mensualmente), dichos objetos estaban reservados para las manos de los hombres. Ese cúmulo de despropósitos tuvo su cenit en la bula Periculoso (año 1.239), firmada por el papa Bonifacio VIII, en la que se prohibía a cualquier monja salir del convento bajo ningún pretexto sin el permiso de su obispo. Frente a todo lo expuesto y otros muchos impedimentos más se reveló la monja alemana. La situación cambió poco o nada en los siglos sucesivos, ya que la clausura bastante flexible, hasta entonces, sufrió un drástico giro con la llegada de la Contrarreforma y el Concilio de Trento. A partir de esos dos acontecimientos, la mujer decente debía permanecer siempre alejada del mundo y sus peligros, encerrada entre los muros de “su casa” (mejor la casa de su marido), o los muros del convento. Los años pasaban y la Iglesia permanecía anclada en su dictadura clerical.

Pero volviendo a la época de HiIdegarda de Bingen, hay que resaltar dos aspectos relacionados con la mujer de una gran importancia: 1) La vida religiosa femenina era un auténtico espacio de relativa libertad e independencia que los conventos ofrecían a las mujeres, frente a la sumisión que suponía el matrimonio, ya que por lo general el marido era impuesto, y a ello se añadía el deber de procrear de manera continuada. 2) El convento representaba la posibilidad, para una gran cantidad de mujeres, de desarrollar una vida intelectual y creativa intensa, que muy pocas podían permitirse (excepto las damas de la nobleza) fuera de los recintos de las órdenes religiosas. Y esto fue lo que ocurrió con Hildegarda. La monja alemana tomó los hábitos entre los 14-15 años. En aquella época la mayoría de edad para las mujeres era los 12 años, y para los hombres los 14. La media de edad en que morían las mujeres en aquellos siglos era de 36 años. Los hombres vivían una media 5 años más que las mujeres. Los continuos y delicados partos mermaban la salud de la mujer de manera inmisericorde. Es, por lo tanto, algo más que prodigioso que nuestra protagonista viviera hasta la edad de 81 años.

Hildegarda se dedicó al estudio teológico, musical, científico y médico. El apoyo del papa por sus “acertadas” visiones y el poder hipnótico de sus escritos convirtieron a Hildegarda en uno de los personajes más influyentes de la cristiandad. Sin embargo, no aparece en los libros de historia, mientras que centenares de hombres de menor valía intelectual y creativa pueblan las páginas de los libros de historia de nuestros currículos académicos. Esa mujer “tímida y sin audacia” fue capaz de dirigir una auténtica rebelión contra el poder masculino de su orden dominica: poco después de recibir el apoyo del papa, Hildegarda decidió abandonar con sus monjas el monasterio dúplex de Disibodenberg para fundar uno nuevo monasterio, exclusivamente femenino. Mientras el Císter prohibía las representaciones iconográficas del románico anterior, la monja Hildegarda embellecía el espacio de sus rezos y los cuerpos de las monjas con pintura, adornos, velos, diademas, coreografías, representaciones de dramas paralitúrgicos y, por supuesto, la omnipresente música, compuesta por ella misma.

Como narraba la monja-abadesa gallega Egeria, que vivió en el siglo IX, durante su estancia en Jerusalén, afirmaba que a partir del siglo IV fue imponiéndose la idea paulina del silencio femenino, también en lo referente al canto. En el seno del catolicismo, hasta principios del siglo XX, la retrógrada jerarquía eclesiástica se resistía a permitir a las mujeres cantar un oficio en el templo. La voz femenina había sido sustituida en el culto por la de los niños. Desde el Renacimiento, en catedrales e iglesias ricas los cantos corrían a cargo de los llamados castrati. Durante la Edad Media la interpretación de música por mujeres quedó relegada al ámbito profano, a las celebraciones populares, a la educación de las grandes damas y a las actuaciones de las juglares profesionales. Sólo las monjas tenían permiso para cantar en los templos de sus monasterios, por ser parte de los oficios tanto diarios como solemnes. En esos lugares existía la figura de la cantrix, religiosa encargada de elegir el repertorio de los cantos, vigilar las copias, dirigir el coro y componer (no siempre), lo mismo que hacían los monjes en sus cenobios masculinos. Hasta nosotros han llegado 77 composiciones musicales de la abadesa Hildegarde von Bingen. Se alejó de la monodia medieval, debido a su estilo muy personal, no siguiendo el gregoriano tradicional.  Sus composiciones tenían hasta dos y tres octavas, ascensos y descensos en salto de quinta y melismas (como el cante jondo andaluz) que llegan a incluir cuarenta o cincuenta notas en algunas palabras; todo ello confiere a sus composiciones una cualidad sensitiva y dinámica, una rara belleza genuinamente femenina.  A quienes, como a mí, nos gusta el canto gregoriano podemos, a través de Internet, disfrutar de la magnífica y singular obra musical de la monja alemana. Mientras lees o escribes puedes poner tanto el jazz como la música gregoriana como acompañamiento musical, sin que ello impida la concentración a la hora de realizar cualquiera de las dos actividades.

Entre las monjas del monasterio hubo una que ocupó un lugar muy especial en su corazón: Ricchardis von Stade, una joven noble que se metió a monja en su monasterio, tal vez la que aparece representada junto a ella en algunas de sus ilustraciones. Sintió por ella una anormal pasión, tal como ella misma escribió: “Yo amaba la nobleza de tu talante, tu sabiduría, tu castidad y espíritu, y todo tu ser, hasta el punto de que muchos me decían: ¿Qué haces?”. Los escritos de Hildegarda revelan un profundo conocimiento de la teología y la filosofía. Se entregó con entusiasmo a la observación de los fenómenos naturales. Para ella, la naturaleza dejó de ser un espacio mitológico, y la consideró digna de ser observada y estudiada. Creía firmemente en la estrecha relación que había entre el macrocosmos y el microcosmos. En aquella época se recuperó a Aristóteles (gran pensador griego y abanderado de la misoginia), junto a sus opiniones sobre la mujer, había que añadir la tradicional postura de los Padres de la Iglesia respecto a la mujer. Aristóteles afirmaba: “La hembra es como si fuera un macho estéril; en realidad, la hembra es hembra por una incapacidad, a saber: no puede producir semen, y esto es debido a su naturaleza fría. La hembra es como si fuera un macho deforme, y la descarga menstrual es semen, sólo que impuro; le falta un elemento básico, el alma. Este elemento ha de ser aportado por el semen masculino, y cuando el residuo femenino lo recibe, entonces se forma el feto. Así, la parte física, el cuerpo proviene de la hembra, y el alma de macho, ya que el alma es la esencia de un ente particular. Debemos considerar la condición femenina como si fuera una deformidad, si bien se trata de una deformidad natural”.

Parece como si, durante miles de años, muchos hombres doctos hubieran vivido asustados por el misterioso poder sexual y procreador de la mujer, y hubieran disimulado ese miedo tras encendidos discursos misóginos, en los que el género femenino, descendiente para los cristianos de la lujuriosa y pecadora Eva, era considerado no solo irracional, mudable y débil en lo referente al alma, sino además peligroso, deforme y lleno de impurezas en cuanto al cuerpo. Sin embargo, para Hildegarda, a diferencia de moralistas y pensadores de su época, el acto sexual era incluso bello. Idea muy heterodoxa. Ya que los mencionados anteriormente consideraban que las mujeres capaces de gozar del acto sexual eran lujuriosas y pecadoras. Hildegarda defendió el placer femenino y hasta describió el orgasmo con científica naturalidad, haciendo prevalecer, incluso, el goce femenino sobre el masculino. Hildegarda von Bingen escribió: “Cuando la mujer se une al varón, el calor del cerebro de ésta, que tiene en sí el placer, le hace saborear a aquel el placer en la unión y eyacular su semen. Y cuando el semen ha caído en su lugar, este fortísimo calor del cerebro lo atrae y lo retiene consigo, e inmediatamente se contrae la riñonada de la mujer, y se cierran todos los miembros que durante la menstruación están listos para abrirse, del mismo modo que un hombre fuerte sostiene una cosa dentro de su mano”. Esas ideas eran casi una blasfemia para las mentes puritanas de la época, que eran mayoría en la sociedad. En un momento de su vida Hildegarda llegó a exclamar: ¡Oh, figura femenina, cuán gloriosa eres! Fue tremendamente heterodoxa, y luchó contra el poder masculino, encarnado en obispos, cardenales y hasta papas. Miles de seguidores y seguidoras la consideraban ya en vida una verdadera santa. Pero, hasta 50 años después de su muerte (1.233) la Iglesia no inició el proceso de canonización que nunca fue concluido. Posiblemente había sido demasiado independiente, poderosa y heterodoxa como para que una Iglesia, cada vez más empeñada en los caminos de la estricta ortodoxia y de la misoginia pudiera considerarla santa.

El 12 de mayo de 2012, Benedicto XVI, el actual papa emérito, la proclamó santa, cerca de 8 siglos después de su muerte. Y el 7 de octubre de ese mismo año, fue nombrada doctora universal de la Iglesia. Para depende qué cosas la Iglesia no tiene prisa: por ejemplo, para pedir perdón por los asesinatos de Jordano Bruno, Miguel Servet, etc.; por los atropellos y asesinatos de la “Santa Inquisición”; por su apoyo a la criminal dictadura franquista, y así hasta el infinito.

 

 

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